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La voz de la sangre

Tras la exclusión de Kraus del cartel olímpico emerge la inquietante figura de Carlos Caballé

"Collons,¿cómo puede haberle hecho eso?", preguntó por teléfono a una amistad española la soprano italiana Katia Ricciarelli, refiriéndose a la exclusión de Alfredo Kraus del cartel olímpico, a cargo del director artístico de los Juegos, José Carreras. Ricciarelli, hoy casada con el presentador Pipo Baudo, aprendió a decir collons precisamente a lo largo de sus 13 años de relación íntima con Carreras, y algo sabe del estilo del tenor catalán. Quienes le conocen bien coinciden: "Esto no es cosa de José, que es buena persona, aunque tiene poco carácter y se deja llevar". Emerge tras él, como consecuencia, la inquietante figura de Carlos Caballé, el hermanísimo de Montserrat, a quien Kraus ha acusado de controlar una mafía que hace y deshace en el aparentemente idílico mundo de la ópera.

Desde que, en mayo de 1991, la revista El Temps rompiera el fuego con un reportaje significativamente titulado El poder del clan Caballé, parece haberse abierto la veda sobre lo que siempre constituyó un secreto a voces en los ambientes musicales: la impunidad con que, desde su agencia de representación de artistas, los hermanos Caballé y sus favoritos dictaron la ley, a lo largo de años, en los principales teatros de ópera del mundo, teniendo como rehén al Gran Teatro del Liceo. Es trágico que la revelación llegue al público cuando la extraña pareja formada por dos hermanos unidos más allá de los lazos de sangre se encuentra en las postrimerías de su carrera. Y resulta estremecedor que, todavía hoy, quienes cuentan lo que saben, lo hagan a condición de que sus nombres nunca salgan impresos. Pero la que nos ocupa no es, en absoluto, una historia ejemplar. Y los Caballé no son los Borgia -aunque la gran Montserrat tenga en su haber el mérito de haber recuperado la Lucrecia de Donizetti-, sino dos adultos que llevan todavía enquistada en su interior una infancia desdichada y ambiciosa, "un amor mal resuelto", "un sentimiento de autoprotección mutua que en ocasiones ha resultado muy fructífero, pero que ha acabado por aislarlos y que puede destruirlos", en palabras de testigos consultados por este periódico.Dicen sus víctimas, convertidas ahora en verdugos, que hasta el propio José Carreras, que durante los años setenta fue el protegido de los Caballé -"donde cantaba Montse, lo hacía él, y otros se quedaban en la cuneta"- y que en los ochenta tuvo que corresponder imponiendo a la diva en declive, habría tomado la decisión de romper con la agencia, pero justo entonces la leucemia acabó con sus proyectos y le obligó a remodelar su futuro. Añaden que, "por supuesto, Carreras prefería hacer un Werther con Federica von Stade o West Side story con Kiri Te Kanawa, que le resultaban más lucidos, a salir con Montserrat Caballé a escena, imponiéndola como pareja para pagar una vieja deuda de gratitud que nunca acababa de saldar".

Y así llegamos a una época en que Montserrat ya no tiene contratos con los teatros internacionales -para respiro de éstos: sus anulaciones in extremis, siempre certificado médico por delante son legendarias-; en que Carreras debe dosificarse con cuentagotas; en que el temperamental Carlos ha ido soltando a los artistas que tenía en exclusiva y vuelca su avidez en los fáciles goces del V Centenario, de los que el despilfarro del Cristóbal Colón -500 millones costó la ópera, para sólo cinco. representaciones- fue sólo un anticipo, y del 92 en general: a los organizadores del festival La nit -con Freddy Mercury- se impuso como contratador único, y dos días antes amenazó con retirar a su hermana y a Carreras de la programación si no le entregaban 10 millones de pesetas en metálico, en concepto de gastos, porque los cantantes actuaban gratis.

Viene la ruptura violenta con el Festival de Mérida -en la caída de los hermanos, arrastrados por el derrumbe de las gradas, ven muchos una imagen simbólica de su ocaso de los dioses personal-; la tensa separación, aunque con guante blanco, del Festival de Perelada, que Caballé controló durante cuatro años, y del que en los últimos tiempos no se preocupaba en absoluto, según fuentes cercanas a la organización. Y se produce, sobre todo, lo que nadie se atrevió nunca a predecir: la pelea mortífera entre Montserrat Caballé y el Liceo, fruto de las declaraciones del nuevo director artístico, Albin Hanseroth, a una revista especializada, de las que se sobreentendía que Caballé podía ser silbada en el Liceo. La diva, exaltada, hizo un juramento sin retorno: no volver a cantar en el teatro para el que actuó gratis siempre que se lo pidieron -aunque su hermano se lo cobró con creces con las contrataciones, señalan- si no destituían a su enemigo, exigencia que, por el momento, el consorcio que ahora domina en el templo de las Ramblas no parece dispuesto a cumplir, aunque ha tratado de reconciliarse con la diva enviándole ofertas por escrito a través de motoristas, a quienes no se ha permitido ni traspasar el umbral de la agencia.

El consorcio, que heredó de los años del despilfarro -y el esplendor, todo hay que decirlo- una deuda de 6.000 millones de pesetas y 600 de interés, que han tenido que cubrir las instituciones -dinero que en buena parte fue a parar a los desorbitados cachés exigidos por los cantantes-, se encuentra hoy en la línea de la sobriedad, de las óperas homogéneas y bien representadas, sólo salpicadas por la actuación excepcional de algún divo cada temporada: los principales teatros del mundo han tenido que unirse para afrontar la crisis de la lírica, fomentar los montajes en coproducción y frenar el desmadre salarial que los cantantes y sus agentes, locos con la era del marketing, el disco y el vídeo, han ido creando.

El fondo de la cuestión está aquí: puristas contra vendidos, supuestos exquisitos contra supuestos cantantes de masas. Mientras hay quien sostiene que la ópera se salva cuando pasa a las plazas de toros o a los campos de fútbol, otros opinan que el divo, al popularizarse, se encarece, y ya resulta imposible escucharle en teatros tradicionales. En este contexto, el escándalo de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos constituye la guinda. Que Kraus se queje de ser excluido de una ceremonia en la que se cantará en play back no deja de ser chocante, pero tiene razón cuando dice que Caballé está detrás, porque entró siguiendo a Carreras, cuya propuesta como director artístico -en su calidad de ídolo local con carácter internacional- fue definitiva para que la empresa Ovideo Bassat Sport se hiciera con la organización técnica de los festejos. Empresa que, dicho sea de paso, se ha negado a proporcionar a este periódico los presupuestos de que dispone para los diferentes festejos.

De los años en que Carlos Caballé controló todas las contrataciones del Liceo -contando, como submarino, con su socio Lluís Andreu, hoy peleado con él y al frente del teatro de la Maestranza, en Sevilla-, sólo han sobrevivido los más fuertes. Kraus -que no es tan purista como dice: ha grabado un disco acompañado por la tuna y, como Carreras, fue Gayarre en una estrepitosa versión cinematográfica de la vida del tenor navarro, con Ana Esmeralda como partner-; la exquisita Victoria de los Ángeles; en parte, Jaume Aragall, que posee la voz más hermosa y la inseguridad escénica más importante; Vicente Sardinero... Y, desde luego, Plácido Domingo, que rompió con el clan después de que Montserrat Caballé prolongara sus agudos más allá de lo que exigía la partitura de Verdi en I vespri siciliani. Cuenta la leyenda que la diva, bondadosa, le preguntó: "Plácido, ¿por qué no sostienes tú también la nota?". "Hija", contestó el tenor, "porque carezco de tu mal gusto musical".

Una de las figuras a quienes peor le fue se negó a hablar con esta periodista, añadiendo: "Ya sé que suena horrible, que esto parece Sicilia". Lo que refuerza la teoría krausiana de la mafia. El problema es que hoy, en que ya se puede hablar de los Caballé y sus extraños vínculos, hay otras mafias de las que nadie informa.

Pasados los años de magnificencia -hay algo enternecedor en la esplendidez sin medida con que Caballé obsequiaba, invitaba-, del primerísimo despacho en Viena, del trasiego de figuras internacionales, de los ramos de orquídeas y el champaña, el personaje del hermano mantiene, pese a todo, un aura de atracción. Excesivo, ornado de objetos Gucci de oro, Carlos Caballé alcanzó un sueno y a continuación lo dilapidó, quizá en nombre de su juventud como estibador en Alemania para contribuir a la educación de su hermana.

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