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Tribuna:
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Pequeños escenarios

Quienes se hayan asomado un poco a la literatura norteamericana, a esa línea que, dando un rodeo, enlaza a Salinger con Scott Fitzgerald, da vueltas, se detiene morosamente en Below, McCullers, Cheever, Doctorow, Brodkey, llega, con pequeños vericuetos, a Carver, Ford, Levitt y algunos otros, comprobarán, según creo, que se va haciendo más y más doméstica. Empieza con un tono alegre, aventurero, despegado, con cierto aliento romántico y melancólico, para irse replegando en busca de registros cada vez más íntimos. El espacioso terreno de la aventura se va haciendo más pequeño, el más importante territorio que tienen, el que llevan a todas partes y del que nunca se desprenden, y donde quieren que se enfoque la atención del lector, es el de ellos mismos: su mundo interior.Lo que piensan del viajero de al lado si viajan, lo que piensan del vecino cuando están en casa o se lo encuentran en el supermercado, sus sentimientos, sospechas y preocupaciones, todo eso ocupa un lugar central. Aunque recorren su vasto país, es la casa, el jardín, el barrio, un bar cercano, el supermercado y la droguería, los ámbitos que más interesan a estos personajes, sabedores de la enormidad y confusión del mundo. Y ese territorio que describen, ese patio o verde césped de vecindad donde están inmersos no es menos enorme ni confuso. Sólo que lo conocen bien, lo aborrecen,, lo exploran, lo patean en busca de una seña de identidad, en busca también de una vía de escape, una brecha.

Los relatos de Raymond Carver y de Richard Ford transcurren en esos barrios desolados, esos típicos condominios donde la gente reside un año o un mes y luego desaparece, en muchos casos, sin haber intercambiado una palabra con sus vecinos. Divorcios, infidelidades, madres que se pierden de vista y luego se las encuentra el protagonista a la puerta de unos grandes almacenes para desearse mutuamente suerte con un punto de nostalgia. Padres rudos y borrachos con fondo sentimental, fracasos que se arrastran de vivienda en vivienda, viejos recuerdos de tiempos mejores en los que se iba a pescar al río, tristes y desvencijadas vidas con aislados focos de fulgor que los personajes tratan de recordar y convertir en símbolo de algo.

El escenario más recurrente de estos relatos es el cuarto de estar. Allí es donde se producen las grandes o pequeñas confidencias que cambian radicalmente una vida o la mantienen como está, surrealistas conversaciones sobre el amor o la amistad, frases perdidas, movimientos erráticos, silencios. Estos escritores reflejan una pequeña parte de la realidad, y no suelen hablar de política, del recorte de los programas sociales o del deterioro de los servicios públicos, ni tampoco del agravamiento de los conflictos raciales, de los problemas de la inmigración clandestina, de las condiciones de hacinamiento y miseria en que vive una gran masa de marginados ni de los movimientos de protesta o apoyo a guerras Supranacionales. Apenas la sombra de estas grandes realidades se cierne sobre las páginas de estos relatos, cuyo trozo de realidad parece, en contraste, muy pequeño. Serniacomodada y deambulante clase media, en crisis, moralmente frustrada, ésa es la materia humana de estos relatos, donde los afectos que, pese a todo, se abrigan al calor de evanescentes ilusiones es lo primero. Por muy costumbristas que nos parezcan, estos escritores son, sobre todo, simbólicos. Hablan de lo que conocen y de lo que más directamente les concierne. Nos ofrecen una visión desolada y una búsqueda algo desalentada de ternura y poesía. Unos más que otros; otros, algo menos.

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No creo que toda la clase media norteamericana se sienta reflejada en estos'relatos, incluso imagino que algunos miembros satisfechos de ella se sentirán ofendidos. Estos escritores no abarcan la realidad (¿y quién abarca la realidad?). Encontramos en ellos una intuición de los sentimientos que un miembro de la clase media (media, media) norteamericana puede llegar a albergar en el pequeño pedazo de mundo en el que se mueve, un -pedazo de mundo que, curiosamente, ha estado siempre más relacionado con la mujer. De forma que estos escritores han invadido, por decirlo así, un territorio típica o tópicamente femenino, como, si descubrieran de repente que las vivencias que se producen en el camino de la casa al supermercado resumieran las complicadas vivencias de la vida, y como si las limitaciones del mundo donde tradicionalmente se ha movido la mujer causándole no poca frustración e impotencia se hubieran convertido, en. este final de siglo y en uno de los países más poderosos, si no el más, de la tierra, en símbolo de toda frustración e impotencia. Y no sólo eso, sino que los personajes femeninos que se mueven por estos relatos (indudablemente, en los de Cheever) son examinados de forma extremadamente delicada, matizada, mirados con lupa, y las aparentemente nimias reacciones de las mujeres (pienso en un relato de Doctorow en el que una recién casada llora, sola, en el jardín sin saber por qué) cobran la dimensión de verdaderos enigmas en los que tal vez resida el misterio de la vida.

Que los escritores pongan tanta atención en las mujeres no es nada nuevo, y si repasamos la historia de la literatura nos asombraremos del papel relevante que las mujeres tienen en ella, pero tengo la impresión de que las mujeres desorientadas de estos relatos, y que no siempre, como las grandes heroínas de los novelistas del siglo XIX, son víctimas de los tormentos del amor, no sólo son observadas con enorme atención por los hombres que las acompañan, sino que se diría que van algo más lejos que ellos. Los protagonistas masculinos de estos relatos hacen suyo el mundo femenino, hacen y dicen cosas muy semejantes a las que haría o diría cualquier mujer, la consideran en pie de igualdad y se empeñan, a pesar de todo, en descubrir o en señalar esa íntima diferencia, esa extraña independencia y autonomía femenina que ha hecho, durante siglos, que la actitud de las mujeres ante los grandes y no siempre alegres fenómenos de la vida (la muerte, la enfermedad, el paso del tiempo, la soledad) parezca más natural.

Por supuesto, todo esto son cosas que no se saben con certeza, y mucho menos los escritores, que, más que nada, buscan, preguntan e indagan en los enigmas. Pero no deja de ser curioso, ni seguramente es casual, que estos escritores, habitantes de un país que parece no gustarles del todo, miembros de una sociedad que ha ido dejando en ellos la huella del desarraigo y la impotencia, hayan ido centrando su interés en este territorio que todavía allí, y mucho más aquí, entre noso.tros, es más de las mujeres que de los hombres.

1 Mientras que los ejércitos de los países, por encima de nuestras cabezas, se enzarzan en guerras feroces, mientras que representantes de los Gobiernos se reúnen para sostener inacabables conversaciones, tal y como puntualmente nos informa la prensa y vemos por la televisión, ellos escogen el pedazo de mundo que conocen mejor, la clase media, y centran su atención en el cuarto de estar, el patio y la cocina. Desde estos escenarios tan poco grandiosos nos llega un mensaje que fluctúa entre la desolación y la esperanza; aunque las distancias que separan a las personas sean tan enormes como las que separan a una ciudad de otra, a un país de otro, es posible, en ocasiones, encontrar en el fondo, en el interior de las personas, un reducto de fuerzas, de energías, de fe, tal y como sucede con esas mujeres que, en una frase que no cito con exactitud, lloran mucho (hablemos sólo de las que lloran con razón o con nobleza), pero nunca se derrumban.

Soledad Puértolas es escritora.

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