Greco, un artista a vida y muerte
Alberto GrecoFundación Cultural Mapfre Vida, avenida del General Perón, 38-40. Madrid. Hasta el 11 de abril de 1992.
Tras haberse exhibido en el IVAM, de Valencia, se presenta ahora en Madrid esta tan esperada muestra retrospectiva sobre el artista argentino Alberto Greco (Buenos Aires, 1931-Barcelona, 1965), figura legendaria en los medios vanguardistas españoles a comienzos de la década de los sesenta. Le bastaron a Alberto Greco un par de años de residencia en nuestro país para dejar una huella -hoy lo vemos- imborrable entre los mejores vanguardistas españoles, que escribieron en su momento o lo han hecho hoy, con motivo de esta exposición evocativa, textos que dan testimonio de las vivencias compartidas, y tuyos autores, hoy ya reconocidas figuras cap¡tales del arte español contemporáneo, nos ayudan a comprender con su sola presencia quién era Greco, pues están firmados por Manuel Millares, Antonio Saura y Eduardo Arroyo.
Ha sido un acierto por parte del comisario de la exposición, Francisco Rivas, haber reunido estos escritos de tan relevantes artistas españoles, no sólo porque, en efecto, avalan la importancia de Greco, sino porque hay una parte fundamental de la obra de éste que trasciende a lo considerable para lograr presentar un centenar largo de obras, entre dibujos, pinturas, collages, fotografias, etcétera; pero, sin que ello suponga demérito alguno para éstas, la verdad creativa de Greco en absoluto se circunscribe a ellas, pues Greco era, además, un escritor formidable, como se puede comprobar leyendo sus textos en el catálogo, y, sobre todo, un torrente de vitalidad que desbordaba cualquier cauce, incluso el de la propia vida.
Un ejemplo extraordinario de esto último se puso de manifiesto, paradójicamente, en la forma en la que murió, suicidándose, mediante la ingestión de barbitúricos, un 12 de octubre de 1965. Por lo visto, Greco estuvo escribiendo hasta perder la conciencia, y en la palma de su mano izquierda, grabada con lápiz de labios, se podía leer la palabra fin. Eduardo Arroyo, que ha escrito para la ocasión uno de los más hermosos textos que le he leído -lo que, dada su notable brillantez en el manejo de la pluma, supone mucho-, remata esta soberbia faena mortuoria aportándonos la información de la última carta que recibió en París de un Greco a punto de suicidarse, donde éste le comunicaba lo siguiente: "Yo estoy con las bolas por el suelo, podrido...".
Yo tengo la sensación de que Greco se mató por no tener sitio en el mundo, pero si inmediatamente precisamos que su marginación nada tenía que ver con la protesta convencional del rebelde que castiga a la sociedad ofreciéndose a sí mismo como holocausto, sino con la impulsividad y la impaciencia del que acaba matándose por excesivas ganas de vivir. En este sentido, y aunque sus respectivos talantes personales fueran tan distintos, esta muerte voluntaria del frenético vividor me recuerda lo que escribió sobre el suicidio como urgencia Van Gogh: "No me parece imposible que el cólera, el mal de piedra, la tisis, el cáncer, sean medios de locomoción celestes, como los barcos de vapor, los ómnibus y el ferrocarril lo son terrestres. Morir tranquilamente de vejez sería ir a pie".
Ni Van Gogh ni Alberto Greco se conformaban con marchar al paso, y lo demostraron, cada uno a su manera, no por la forma en que se dieron la muerte, sino por la forma en la que vivieron hasta convertir el suicidio en un acelerado medio de transporte vital.
Ansiedad creativa
La obra conservada de Greco no agota, pues, el sentido de su vida, pero eso tampoco significa que la desmienta. La muestra actual cobra, en este sentido, una importancia formidable, pues a través de ella podemos seguir su extraordinaria ansiedad creativa y su no menos extraordinaria inteligencia. Hay testimonios de su relación con el informalismo, con el nuevo realismo, con el neodadaísmo, con el conceptualismo y con otras muchas cosas, casi todas practicadas a tiempo o, intempestivamente, por adelantarse, a destiempo. En todo caso, es siempre una obra marcada siempre por una precipitación generosa, donde lo intuido nunca se aviene con la paciencia rentable del oficio y aún menos con la seriedad magistral. Esta obra, que ahora podemos recorrer en una secuencia ordenada, mantiene fresca su vitalidad sin concesiones, su vértigo, su amoroso desorden, su pasional alocamiento... Así, lo que Arroyo acertadamente ha llamado "el destierro del caballero fugaz", tratando de resumir el sino de Greco, nos explica a las mil maravillas una genial forma de vivir en la que hasta la propia muerte se convirtió en una obra de arte, en un insobornable homenaje y en un acto de amor a la vida.
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