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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Victoria pírrica

DEL PARLAMENTO al Tribunal Constitucional. Estaba cantado que la polémica ley sobre protección de la seguridad ciudadana, conocida como ley Corcuera, no estaría vigente ni un día sin someterla al proceso que depure las dudas razonables sobre su constitucionalidad. Su aprobación ayer en el Parlamento no pone punto final, pues, a su controvertido itinerario. El Partido Popular (PP) ha materializado su propuesta de recurrir la ley ante el Tribunal Constitucional, e Izquierda Unida y el CDS, faltos del número de parlamentarios requeridos, han reclamado que lo haga el Defensor del Pueblo, si no por propia iniciativa, a solicitud al menos de 500.000 ciudadanos cuyas firmas se han comprometido a recoger.Durante un tiempo sin duda prolongado -el que necesita el Tribunal Constitucional para resolver de manera ordenada el ingente número de recursos que se le plantean- la ley sobre protección de la seguridad ciudadana simultaneará, pues, su aplicación con el riesgo de ser declarada inconstitucional. Situación que si es perjudicial para el proceso de implantación de cualquier ley -la sensación de provisionalidad de una norma no incita, precisamente, a su aceptación social ni tampoco facilita su integración en el ordenamiento jurídico-, lo es, sobre todo, en el caso de leyes que, como la citada de seguridad ciudadana, afectan en diversos frentes a garantías y derechos de la persona. No sería de extrañar que la vigencia de la ley de seguridad ciudadana en estas circunstancias avive todavía más la controversia social sobre su aplicación y refuerce las reticencias sobre su uso, si bien por motivaciones distintas, en los ámbitos judicial y policial.

El empeño del Ejecutivo y de su mayoría parlamentaria en sacar adelante una ley discutible, que aumenta la discrecionalidad gubernativa y policial y que puede suponer una amenaza a derechos de la persona tan fundamentales como la libertad individual y la inviolabilidad domiciliaria, tiene los efectos de una victoria pírrica. Es decir, plantea la posibilidad de producir tanto o más daño que el que se pretende evitar. Una ley que busca garantizar la seguridad de todos los ciudadanos hubiera exigido el máximo consenso de las fuerzas parlamentarias. Sin embargo, ha provocado justamente una profunda división -190 votos a favor, 126 en contra y dos abstenciones-, además de un extraño y artificioso posicionamiento parlamentario: un partido de la izquierda que fuerza su aprobación y un partido de la derecha, al que correspondería en principio defender con más ahínco los valores de orden y de autoridad, que se opone a ella y que se erige en defensor de los derechos y libertades en cuestión.

Esta ley, en los términos en que ha sido aprobada, ha generado también una crispación social que debería haberse evitado. Y, sobre todo, su puesta en práctica va a suponer casi con seguridad un deterioro institucional -dificultad de acoplar su utilización policial y gubernativa a las exigencias del marco judicial- que sus patrocinadores no parecen haber calibrado en sus justos términos, por más que no han faltado avisos sobre ese posible riesgo.

A todo ello hay que añadir el desgaste inevitable del Tribunal Constitucional, agudizado en este momento por su renovación estatutaria y por la propia tarea que se le encomienda, que si bien entra dentro de sus competencias, correspondía al Parlamento haber hecho lo posible por evitársela.

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