Corrupción política
LA CORRUPCIÓN es un problema. Tal vez no el más grave por sí mismo, pero sí por sus consecuencias. Entre otras cosas, porque destruye la confianza de los ciudadanos en sus políticos y de éstos entre sí. Sin abordarlo de frente será muy dificil aprobar otras asignaturas que aparecen en la agenda política inmediata. Por ejemplo, el necesario compromiso político y social que haga posible la convergencia de la economía española con la de los principales países de la CE. Y, en relación con ese objetivo, la racionalización del gasto público, la modernización de las infraestructuras, la reindustrialización de las zonas en declive. Son problemas económicos que requieren soluciones políticas -como se acaba de ver en Asturias- y, por tanto, un cierto grado de consenso: entre las distintas administraciones, las fuerzas parlamentarias, los sindicatos y patronales.Todo ello será dificil mientras la sociedad perciba una distancia creciente entre sus preocupaciones y las de sus representantes, teóricamente responsables de liderar la movilización por esos objetivos. Desde hace dos años, las noticias que relacionan subterráneamente el poder con intereses privados, y más genéricamente, la política con el dinero, constituyen el principal obstáculo para reducir esa distancia.
Dos años: el tiempo transcurrido desde que saltó el caso Guerra. Que a estas alturas el Gobierno de España tenga que andar precisando si autorizó o no expresamente la utilización de un despacho a un tal Juan Guerra resulta altamente ridículo. La seriedad infantil con que unos y otros argumentan, rebaten, matizan lo dicho en relación a esa supuesta autorización aumenta la sensación de bochorno: las cosas están demasiado claras, y enredarse en discusiones bizantinas no servirá para disimular la evidencia. La pretensión de hacer como que ese asunto no ha ocurrido, que todo es una maquinación exterior (de la prensa, el Opus Dei, la derecha), revela escaso realismo. Ha ocurrido, y lo mismo cabe decir de los casos que revelan mecanismos irregulares de financiación de los partidos.
Comenzar por reconocer las evidencias y devolver a las palabras su significado lógico sería la mejor terapia contra la corrupción: condición previa, en todo caso, para cualquier iniciativa imaginable. Frente a esta idea militan las voces que en el Comité Federal del PSOE se elevaron el pasado viernes para pedir peras al olmo. A saber, que todo vuelva a ser como antes, que se eviten pronunciamientos, opiniones e iniciativas que indiquen división interna, falta de solidaridad entre compañeros, una quiebra de la cultura del partido, una pérdida de cohesión. Pero ello implica bien ignorar deliberadamente la realidad, bien considerar que existe una conspiración para deformarla. Desde luego que la estrategia del Partido Popular consiste en atacar al PSOE por sus flancos débiles; pero, ¿qué esperaban? ¿No hubieran hecho ellos lo mismo, no lo hicieron cuando estaban en la oposición, no siguen haciéndolo donde pueden? ¿De verdad piensa alguien que asuntos como el de Filesa y demás parientes pueden mantenerse al margen de la controversia política?
Si la cohesión que reclaman algunos dirigentes socialistas significa cerrar filas, y cerrar filas implica taparse los ojos y los oídos, lo que se propone es suicida. En contra de lo que pretenden no pocos de los políticos que ostentan el poder, airear la corrupción que existe no significa socavar el régimen democrático, sino contribuir a sanearlo. Tomar la iniciativa puede costarle algunos votos al PSOE, pero no hacerlo tendría un precio enorme para la sociedad en su conjunto y para el propio partido socialista. Es hora ya de diagnosticar las causas del concubinato secreto entre la política y el dinero, renunciar a la pretensión de impunidad para los casos concretos conocidos y proponer remedios a las situaciones más escandalosas: de entrada, un funcionamiento más austero de los partidos y un control exterior de sus gastos. Es posible que la democracia sea un sistema de convivencia caro, pero no puede ser, además, tramposo.
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