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El úItimo servicio de Stalin al partido

En la clásica novela de Arthur Koestler Darkness and noon, que trata de los procesos de Moscú de los años treinta, hay un momento crucial cuando el principal acusado, Rubashov, un personaje complejo que se parece, sobre todo a Bujarin, está ya a punto de rendirse, aunque aparenta seguir resistiéndose. Ivanov, el interrogador del NKDV, que es un cínico pero sagaz observador de la naturaleza humana, detecta con su mirada perspicaz tanto el inminente derrumbamiento de la última línea de defensa de Rubashov como la razón de su obstinación. Rubashov se aferra a lo que él llamaría su "honor revolucionario", que para Ivanov es simplemente vanidad. Para acelerar el proceso, Ivanov le propone a Rubashov que comprenda su propia situación en los siguientes términos. Por supuesto, nadie cree de verdad -observa Ivanov refiriéndose a los círculos internos del partido- el que Rubashov, un antiguo revolucionario, sea en realidad un traidor. Pero la revolución había sufrido terribles reveses y necesitaba víctimas propiciatorias. Si Rubashov asume la desagradable tarea de convertirse precisamente en esa víctima propiciatoria, éste será su último servicio al partido. Después de la victoria, los anales de la revolución reconocerán su gran sacrificio.Ahora podemos demostrar con documentos que este pacto infernal no fue una ficción surgida de una imaginación enormemente creativa (aunque Koestler no tenía documentos a su disposición, se inventó el mecanismo de los procesos de Moscú), sino, más bien, una correcta descripción del modus operandi de la máquina del terror de Stalin que dispuso títeres humanos para un guiñol histórico. Generaciones de líderes comunistas se enfrentaron a la llamada, incluso al imperativo moral categórico de prisiones y celdas de tortura, que les dirigían sus colegas para que prestaran el último servicio al partido asumiendo la responsabilidad de todos los crímenes que el régimen había cometido, de todos los fracasos que había padecido. Y no cabe prácticamente ninguna duda de que el inventor de esta técnica fue el propio gran líder, o al menos de que era sistemáticamente aplicada con su consentimiento.

Una de esas justas ironías y castigos de la historia es el que ahora sea Stalin quien se ve emplazado por sus sucesores miserablemente fracasados a prestar un último servicio de esa clase al partido. Si uno lee los lamentables informes de los antiguos líderes comunistas sobre el derrumbamiento total de su régimen, encontrará en ellos una mezcla de teoría conspiradora (acusando al traidor Gorbachov y a su camarilla de echar abajo un sistema perfectamente sólido), declaraciones religiosas ratificando la fe inalterable de los líderes caídos en "el dios que había fracasado" (lo cual es cuestión de la conciencia de cada uno, como todos los temas religiosos), y una excusa barata que era su triunfo. El socialismo nunca se habría visto desprestigiado si Stalin no hubiera cometido ciertos "excesos" -que es el eufemismo comunis ta para la esclavitud y la muerte violenta de entre 20 y 40 millo nes de personas.

Por otra parte, se nos dice que éste es un viejo capítulo de la historia del socialismo cuyos desatinos ya fueron corregidos hace mucho tiempo (porque, al parecer, uno puede corregir la exterminación de clases sociales enteras); sólo son los fríos gue rreros los que intentan mante ner vivos esos recuerdos. Éste era el tono perceptible en las en trevistas realizadas a Erick Honecker, tituladas acertadamente Der Sturz (La caída), que, de hecho, constituyen el documento de la definitiva caída, no me ramente política, sino también moral, de un hombre que no sa bía nada, que no hizo y que no se arrepiente de nada. Sin em bargo, hay un malo en esta historia, Stalin y sus "errores" (el antiguo jefe del partido del Estado de trabajadores y campesinos germano-oriental hace una corrección estilística que atenúa la dureza del término "excesos"). Pero a partir de ciertas reminiscencias sentimentales sobre el gran líder que aún le quedan a su mejor alumno germano-oriental, uno puede su poner que a Stalin también le ofrecieron un pacto secreto: después de la victoria se limpiaría su nombre y sus méritos serían abiertamente reconocidos. Sólo tiene que asumir temporalmente la responsabilidad por el fracaso. Un tono similar dominó el reciente congreso del partido comunista de Suráfrica; en él, un veterano estalinista, Joe Slovo, secretario general del partido, explicó a los fieles del partido y a los entusiastas aliados del ANC que no pasa nada, que todo está como siempre, excepto que Stalin tiene la culpa por algunos excesos.

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El socialismo como movimiento, operando dentro de un marco democrático, cuando no ha intentado derribar la libertad política clandestinamente, sino más bien fortalecerla, tiene un mérito incuestionable por la creación de un mundo libre moderno. Este movimiento sirvió a la emancipación de la nueva clase de trabajadores industriales, consiguió implantar el Estado de bienestar. Y si su imaginación se renueva, todavía puede prestar grandes servicios a nuestro mundo. Pero la moraleja de mi historia es que el antiestalinismo es una postura ridícula y venenosa. La justicia histórica se cumplió en la decisión de los habitantes de Leningrado cuando votaron a favor del antiguo nombre de la ciudad, San Petersburgo. No era un voto de confianza al zarismo, una opción desechada y una vergüenza de la historia ya desde principios de este siglo; era, más bien, un voto de falta de confianza en todo el experimento bolchevique, ese callejón sin salida de la modernidad. Las opciones de la modernidad no sólo deben excluir a un paranoico asesino de masas, sino a todo el sistema que lo hizo posible, un sistema cuyas primeras medidas, muy anteriores a Stalin, habían sido construidas sobre el terror, que siempre ha sido, desde su primer día hasta el último, una "dictadura sobre las necesidades". El antiestalinismo de quienes ayer eran estalinistas no es más que una nueva versión del viejo caballo de Troya.

Agnes Heller es profesora de Sociología de la Nueva Escuela de Investigación Social de Nueva York.

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