Enemigos
Hay victorias que estallan en pleno rostro con efectos más devastadores que la peor de las derrotas. La caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y de los regímenes del Este en general, nos ha dejado sin enemigo, sin punto de referencia, sin norte. Vemos por la televisión a ese adversario, en otros tiempos terrible, haciendo cola bajo la nieve para obtener una barra de pan o una ración de -leche, y nos da la impresión de que parte de su fracaso es nuestro fracaso. La victoria del capitalismo, lejos de fortalecerle, produce un debilitamiento, una pérdida de su masa muscular.Quizá no se pueda vivir sin enemigo, quizá la victoria nos haga contraer alguna enfermedad si en los próximos tiempos no se descubre una amenaza digna de nuestro tamaño. De hecho, Bush, el líder, ya ha sufrido una lipotimia en público. Esto no es más que el principio; dicen que en Norteamérica hay un malestar moral cuya evolución es de momento impredecible. Además de eso, empiezan a tener más paro del qué por allí se puede soportar y una crisis económica que obliga a su presidente a ir de aquí para allá en plan de viajante de comercio.
Las crisis morales, el paro, los mendigos, los apuñalamientos en las escaleras del metro, los discursos, se pueden soportar cuando hay enfrente un enemigo grande, digno, capaz de proporcionar a su contrarío algún grado de identidad. Sin el adversario, sin el otro, la identidad propia cae, como los restos de la digestión, en el negro agujero del retrete. La historia se encarga de tirar de la cadena.
No entendemos el mundo, pero quizá este duro invierno hayamos empezado a intuir que ganar significa hacerse cargo del derrotado; darle pan, mantequilla, aceite, huevos, para que sobreviva, si no como enemigo, como testigo al menos de que en otro tiempo fuimos alguien.
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