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Una nueva Moscovia

La Unión Soviética ha dejado de existir. Institucionalmente así es. Efectivamente, miramos hacia el Este desde Europa occidental y vemos las huellas como de grandes dentelladas en un mapa que habíamos aprendido a creer ominoso, pero también familiar. La pérdida del litoral báltico, la hendidura moldava, la amputación de las repúblicas caucásicas, el vacío centro-asiático, el traspaís polaco que un día se bautizó de Rusia Blanca y, sobre todo, el formidable bocado en la patria de los antiguos atamanes cosacos, la cuenca carbonífera del Donetz, las ricas tierras negras, el granero de Moscú, en fin, Ucrania.La Unión Soviética que se abalconaba dizque amenazante sobre Europa, se nos aparece hoy como un cascajo hambriento que limosnea a la Comunidad y el mundo. Y, sin embargo, los mapas tienen más de un punto de mira. No sólo el euro céntrico. Démosle, por tanto, la vuelta al planisferio, situémonos allí por Vladivostok, en el Pacífico norte, de espaldas al mar de Ojotsk, y comprobemos cómo un chino, un japonés, un norteamericano de la costa que corre de Oregón a California, no digamos ya en la helada ata laya de Alaska, percibe lo que tiene ante su vista.

¡Qué panorama tan diferente! La Unión Soviética que se sigue contemplando es toda la extensión del Asia extrema y media, siempre septentrional, que bordea Manchuria, contornea el Amur, abraza la provincia china de Sinkiang, y sigue hasta el mar Caspio para proyectarse más allá, en los ultra Urales. Esa inacabable extensión asiática la vemos también prolongarse en una península europea que se adelgaza cuanto se aproxima a las marismas del Pripet en el centro del mapa, a los mares Blanco y Báltico por el norte y al Negro por el sur. En ese breve remate europeizante, es cierto, concluye el observador, que se han producido determinadas rectificaciones territoriales.

La actual Unión Soviética ha perdido unos puertos bálticos, que sólo habían sido conquistados por Pedro el Grande tras la Gran Guerra del Norte a principio de los 1700. Durante generaciones estas tierras habían sido germánicas, polacas o suecas. Y hoy parece que han de volver al girón centroeuropeo. Más al sur, distinguimos una reciente muesca en el mapa, allí donde Rumania se convierte en su gemela Besarabia, territorio que va y viene de uno a otro usuario, sin que por ello sea perceptible más que para los topógrafos mejor adiestrados.

En este recorrido hacia el sureste un buen geógrafo extremo-oriental no dejaría de subrayar la omisión de ciertos pasos fronterizos en el Transcáucaso, de indudable valor estratégico para la comunicación con el Medio Oriente, y, completando un movimiento como de boomerang que le devolvería de nuevo a Asia, notaría también la supresión de una franja extensa pero no demasiado relevante de territorio, repartida ahora en cinco repúblicas mayoritariamente musulmanas; es decir, marcas fronterizadas jamás rusificadas, que apenas llevaban el pico de medio siglo en la gran reunión de las naciones soviéticas.

Queda siempre, es verdad, alguna pérdida notable. La Rusia Blanca que daba profundidad militar a la vecindad polaca, cuyos habitantes se interrogan hoy más perplejos quizá que alborozados al descubrir que sólo son pequeño-rusos, y, finalmente, la Ucrania tan fuertemente poblada como buena muñidora de la naturaleza. En conjunto, más de 60 millones de habitantes, muy necesarios para equilibrar la demografia paneslava ante la periferia de razas alógenas.

Vladivostok tendría, sin duda, buenos motivos para resentir la resta de abastos y de hombres que todo ello significa, pero mirando a su alrededor convendría también en que de lo uno y de lo otro seguían estando más que bien provista. Éramos 22 millones de kilómetros cuadrados y más de 270 millones de habitantes, y hoy, con todo, se diría el ruso del Oriente, seguimos siendo 17 millones de lo primero y casi 150 de lo segundo. Pero la verdadera geografía política ni tanto que acaba ahí.

Esa Rusia que se ha dsespertado de la ganga soviética está hoy idealmente emplazada para heredar todo lo positivo de la situación anterior y desembarazarse de lo que poco convenía. Así vivió su momento la España de Alberoni, librada por la derrota militar de cargas indefendibles como los Países Bajos del Sur, el Franco-Condado o las diversas sicilias y ducados que componían su atrezzo italiano. Empeñóse tercamente el primer Borbón español, a comienzos del siglos XVIII, en recuperar las italias y coronar a todos los hijos de la Farnesio, en vez de dedicarse a España y un imperio americano que le asediaban en las olas ingleses y holandeses. Hoy, Rusia puede concentrarse en sí misma, como no lo supo hacer Felipe V.

La América de Rusia puede ser Siberia, y en la medida en que esa dedicación produzca resultados una gran parte del antiguo imperio se reconstituirá por sí solo.Las cinco repúblicas asiáticas han sido hasta la fecha una carga mucho más que un negocio para Moscú, y en lo sucesivo no podrán funcionar ni al nivel más elemental sin el concurso, primero, de las importantes minorías rusas en cada una de ellas, y, segundo, del apoyo técnico y material del nuevo Kremlin. Por ello, la declaración de independencia del Asia rusa pesa menos que el fervor evidente con que esas repúblicas se suman a la Comunidad de Estados Independíentes (CEI), estructura que sucede a la desaparecida Unión Soviética. La república moldava, que también hoy forma parte de la CEI, podrá preferir un día el histórico abrazo de Bucarest, pero su importancia dentro o fuera es la de una verruga en un paisaje lunar. De entre los países del Cáucaso, Armenia, cristiana en tierra de islam, y Azerbaiyán, islámica en tierra de nadie, se han integrado también en la CEI, y su independencia, sobre todo la de la una contra la otra, sólo la puede garantizar Moscú; con ello, sólo queda Georgia en el Transcáucaso expuesta a una temible soledad, pero que ya en el siglo XVIII pidió al zar que la hurtara a la codicia del vecino.

Los tres Estados bálticos se hallan, es cierto, en otra órbita, que es la del bloque luterano naturalmente formado por Finlandia, los países escandinavos, y el norte de Alemania. Es ello un contratiempo para Moscú, pero nada en comparación de lo que Rusia se juega con las dos repúblicas eslavas que la orillan por el oeste y el sur.

Rusia Blanca es una ortopedia zarista que quería crear un patriotismo local con que contener en siglos pasados la expansión étnica polaca, y que jamás ha tenido verdadera entidad nacional al margen del cojunto ruso. Ucrania, también unida al Estado moscovita desde mediados del siglo XVII, alberga, en cambio, un nacionalismo genuino. Pero entre Rusia y Ucrania existe un grado tal de complementariedad histórica y económica, que parece muy oportuno que ahora se puedan servir la una de la otra, sin que medie la antigua relación de desequilibrio político entre ambas. Rusia se ve, así, ante la posibilidad de retener sus colonias por la propia conveniencia de las partes, lo que equivale a ahorrarse el precio político de la dominación directa.

El nuevo mapa de Rusia, menos europeo que lo fuera el de la antigua Unión Soviética, coincide con el de la expansión del zarismo a partir del principado de Kiev y del ducado de Moscovia en aquellos territorios que fueron básicamente colonizados por la emigración nacional-eslava. Lo que ahora se separa del centro moscovita, aunque con diversos grados de alejamiento, son los pueblos no rusos que gozaban ya de una existencia propia con anterioridad al desbordamiento territorial de la monarquía. Todo ello nos sitúa ante una Rusia que tiene hoy la oportunidad de comenzar de nuevo, aunque para reconstruir el imperio habrá de actuar en forma muy diferente a como entendían la dominación un zarismo, que pertenece al pasado, y un marxismo-leninismo, que creía ser el albacea del futuro.

Los tiempos que se avecinan van a ser difíciles y la conflictividad entre esas repúblicas, formalmente independientes, será justo motivo de preocupación para el mundo entero. Pero, aunque las cosas hayan cambiado mucho, es posible que en términos de geopolítica lo hayan hecho mucho menos de lo que la desintegración institucional del área pueda hacernos creer. Esa mirada proyectada sobre el mapa desde un centro que, al menos temporalmente, se desplaza hoy hacia el oriente, emite un nítido mensaje. Rusia no es sólo la sucesora de la Unión Soviética, sino una postrera versión, capitalista al parecer, del imperio zarista-leninista. Una nueva Moscovia, al fin y al cabo.

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