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¿De qué sirve la enfermedad?

Hace unos días vi un breve reportaje por televisión sobre ciertas medidas de incentivación que algunas empresas norteamericanas han aplicado a sus empleados. Tales como: si son fumadores; si siéndolo son capaces de dejar de serio; si practican alguna clase de deporte; si no habiéndolo practicado nunca son capaces de aficionarse a él; si su peso no es excesivo; si siéndolo son capaces de adelgazar; si mantienen un índice moderado de colesterol; si teniéndolo elevado son capaces de bajarlo; si suben a pie, es decir, por las escaleras, hasta su oficina, que como se sabe suele estar situada, si hablamos de Nueva York, en el piso 400 o 600, y esto no tanto, o en absoluto, con el objeto de ahorrar energía eléctrica, sino para incrementar la agilidad corporal del empleado, en último término su salud... Pues bien, si el empleado demuestra poseer algunas, y mucho mejor todas estas virtudes, su sueldo se verá incrementado en un porcentaje sustancioso.El objetivo nada oculto de la empresa es obtener mayores beneficios, que en este caso provendrían del mayor rendimiento de los empleados sanos y la erradicación, en el límite, del absentismo laboral. Las estadísticas sobre este asunto del absentismo son, como es sabido, alarmantes y producen, según la jerga económica, una bolsa de gastos monumental. Desde un punto de vista técnico no pueden hacerse reproches a estas empresas. Que se ahorren gastos innecesarios y abrumadores no parece, en principio, materia recusable. Al contrario. Y tampoco puede acusarse a las susodichas empresas de manipulación y engaño. Más manipulación habría si las empresas intentaran convencer a sus empleados de que están seriamente preocupadas por su salud y su felicidad, lo que, según creo, todavía no se practica. Todavía. Si la empresa admite que lo que desea son mayores beneficios, el juego se mantiene dentro de un área de claridad. Desde el momento en que hiciera valoraciones sobre la salud y la felicidad entraríamos en una zona de penumbra, porque una de las pocas cosas, pero incalculablemente valiosa, que hemos sacado en limpio de los recientes derribos ideológicos es que nadie tiene poder para decidir en qué consiste la felicidad.

Pero estas medidas de objetivos tan francos y tan adecuados a la esencia de la empresa llevan en su interior un peligro de estremecedora dimensión. Si todas las empresas aplicaran dichas normas, todos los empleados acabarían siendo hombres magníficos y sanos. Esta raza de hombres y mujeres con bajo índice de colesterol, sin humo en los pulmones ni alcohol en sus venas y cuerpos ágiles y elásticos serían, finalmente, los únicos empleados del universo. El resto, hombres y mujeres enfermos, medio enfermos, débiles, fumadores, alcohólicos, medio alcohólicos, perezosos, depresivos o melancólicos, se quedarían en sus casas o deambularían por las calles. No digo yo que esta visión utópica no tenga sus ventajas para esta masa de indigentes y que el hecho de que los vagos fueran al fin liberados de todo trabajo no constituyera para ellos una satisfacción, pero, conociendo la naturaleza de los vagos, no creo que fueran capaces de sacar más ventajas de esta situación de las que obtendrá la sana y dinámica minoría trabajadora. Y digo minoría tal vez equivocándome, pero con el presentimiento, avalado por la historia, de que siempre son pocos los que controlan el mundo, aunque, como se demuestra con frecuencia, al mundo no lo controla nadie.

El caso es que, en este punto límite, los empleados sanos se harán ricos, los empresarios sanos seguirán haciéndose ricos, mientras que los enfermos débiles y perezosos se irán arruinando. Los sanos vivirán en buenas casas y disfrutarán de grandes comodidades y lujos, mientras que los enfermos de diferentes clases y grados cobrarán un aspecto cada vez más desagradable, perderán sus viviendas y constituirán una verdadera molestia para los saludables viandantes, por lo que no resulta en absoluto inverosímil que estos empleados y empresarios cada vez más sanos, más ricos y poderosos se decidan un día a erradicar, sin que les tiemble el pulso, a los incordiantes y empobrecidos enfermos.

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Porque parece suficientemente demostrado que una salud de hierro no va siempre acompañada de una afilada fineza moral y otras virtudes relacionadas con la generosidad, la benevolencia o la filantropía. El que un hombre sea sano no significa en todos los casos que sea justo o sensible, ni siquiera inteligente. Así que también podemos preguntarnos qué será del mundo regido por esta pandilla de hombres y mujeres fuertes y ágiles, bien adiestrados en subir dos mil o tres mil escalones, pero tal vez estúpidos y poco propicios a inmiscuirse. en los laberintos del pensamiento. Se decidan o no a eliminar a la masa de vagabundos que merodeará por los barrios bajos de las ciudadades, ni siquiera está claro que puedan ser capaces de organizar su vida con sabiduría.

Estos valores de la moral y la sabiduría, como los que se refieren al ámbito del arte, tienen cierta independencia de la salud. Se distribuyen de forma azarosa, por no decir errática, entre sanos, enfermos y convalecientes, y hasta la fecha nadie ha podido relacionar la facultad de pensar, entender, profundizar, juzgar e interpretar los enigmas del universo con una excelente salud, pese a, la máxima "alma sana en cuerpo sano", que el espíritu jesuita hizo correr por el mundo en sus tiempos de esplendor. Bien venida sea la salud, cuando se tenga.

Convendría, sin embargo, no caer en el lamentable error de pensar que los enfermos y convalecientes tienen mayores capacidades mentales, estéticas y morales o que están afortunadamente a salvo del fanatismo, la violencia y el odio. Por no decir de la pesadez. Todos sabemos a qué grados de egoísmo puede llegar un enfermo, no digamos un enfermo grave, que a fin de cuentas siempre es merecedor de compasión, sino un simple e intrascendente enfermo que, por el mero hecho de poder quejarse, se sitúa despóticamente en el centro del mundo. Y por lo demás, como dijo muchas veces Kafka, el sufrimiento no sirve para nada.

Pero el dolor y la enfermedad existen, y la amenaza de la muerte nos acompaña desde nuestro origen, y sin caer en la aberración de reivindicar la enfermedad, no estaría de más que tratáramos de explorar todos los recovecos de la bolsa en que viene metida y que a veces debemos cargar sobre nuestros hombros. Los hombres y mujeres no tan sanos como para subir con entusiasmo dos mil escalones, quienes padecen catarros, gripes,¡faringitis, caídas, orzuelos, égastritis, resacas, menstruaciones, intoxicaciones, jaquecas y demás variedades del dolor, tienen, mientras las padecen, la oportunidad de hacer un breve paréntesis en su rutina, y puede que en ese paréntesis abriguen pensamientos que de ningún modo fructificarían en su jornada de trabajo y responsabilidad. Aunque no se

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haya comprobado científicamente, si es que hacemos caso de este tipo de pruebas, la mente de un cuerpo levemente enfermo puede entrar en una fase de hiperactividad, lo cual, hasta cierto punto, es lógico, porque, de algún modo, trata, con ese movimiento, de compensar la pasividad del cuerpo. De forma que el enfermo o el convaleciente dedica mucho tiempo a pensar lo que hará cuando sane, aun sabiendo que lo probable sea que cuando sane, en el caso de que las cosas que se le: ocurran sean algo novedosas, sólo quiera hacer lo que hacía antes de enfermar. Y hasta es posible que sus pensamientos no se encaminen a su propia vida, sino a la vida en general, y en ocasiones pueden llegar a suceder visiones de corte casi místico, porque la distancia a que se ve el mundo desde la postergación confiere serenidad y deseos de verdad y belleza.

Es curioso, entonces, que el enfermo, pese a sus evidentes limitaciones, esté lleno de vigor. Es verosímil que las personas con tendencia a la enfermedad desarrollen una sensibilidad especial que, aunque no tenga ninguna utilidad obvia, sea, en el fondo, provechosa. Tal vez la función de los convalecientes sea la de dejar correr el pensamiento en direcciones poco concurridas. " enfermedad puede convertirnos transitoriamente en pequeños filósofos, visionarios y artistas. Ésa es la gloria fugaz del pequeño enfermo, observador semidoliente de sí mismo y de la realidad, aspirante al entendiminto desde su obligada marginalidad.

El conocimiento de la propia debilidad y fragilidad puede resultar más inteligente que una falsa conciencia de la inquebrantabilidad de la salud, y tal vez, apoyados en la conciencia de tales limitaciones, puedan cultivarse virtudes que en estos tiempos despiadados corren el peligro de desaparecer, tales como la tolerancia y la solidaridad. El posible fanatismo de ese grupo de hombres y mujeres sanos (¿más hombres que mujeres?) no es una simple fantasía. Nuestra sociedad nos proporciona lamentables y crueles ejemplos de la intolerancia, muchas veces convertida en violencia física, con que se actúa contra personas y grupos afectados por diversos tipos de enfermedad.

Finalmente, el cada vez más entronizado valor de la salud puede crear la ilusión de que los hombres estamos a salvo de la muerte y la decadencia. Los avatares históricos han demostrado hasta la saciedad el peligro de los espejismos. Pero obstinadamente los creamos para salvarnos y apartamos de todo aquello que no nos gusta. No nos gusta ser débiles, no nos gusta estar enfermos, ni cansados, ni tristes, o que nuestra alegría dependa de cosas tan poco recomendables como una copa de alcohol o un cigarrillo. Condenamos, entonces, la debilidad y la enfermedad, los pequeños y grandes vicios. Volvemos la espalda a lo que somos y negamos la existencia de los abismos. Pero la arrogancia y seguridad con que los sanos persiguen aumentar la distancia que los separa de los enfermos es un poco sospechosa, como si, pese a sus esfuerzos, no pudieran liberarse de la idea de que han basado sus vidas en un malentendido, y la leve conciencia de esta equivocación puede producirles tal incomodidad que, a partir de ahí, todo comportamiento irracional y violento es posible.

Soledad Puértolas es escritora.

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