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Tribuna:UNA CULTURA ENFERMA DE RUIDO
Tribuna
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Mejor el silencio que el insulto

Juan Arias

Nuestra cultura está enferma de ruido. Predomina en ella el grito, el escándalo, el latigazo, el insulto fácil y la prisa cacareada. No hay, interrogantes, perplejidades, miedo a poder equivocarse. Es cultura apodíptica. Se habla mucho y no se escucha. Quizá porque: el vocerío impide oír o porque hay poco que merezca la pena escuchar. De ahí el que me haya impresionado gratamente la reciente afirmación de Octavio Paz de que su último descubrimiento está siendo el silencio.Si suelen ser los poetas los encargados de sacar a la superficie la profundidad de las cosas, es posible que el escritor mexicano haya intuido que el mundo está enfermando de ruido y que para poder escuchar las voces de la sabiduría es preciso limpiar el espíritu y hasta el cuerpo del inútil barullo de esa vaciedad sonora que: tanto nos aqueja.

No se trata, sin duda, de abrazar el cómplice silencio de los miedosos o vendidos, pero sólo descubriendo el valor del silencio que te deja pensar sin apabullamiento, que te brinda tiempo para descubrir la verdad y no sólo la mentira de los otros, sería posible escuchar a los demás sin antes anatematizarles gratuitamente.

No existe cultura sin capacidad para escuchar el silencio subterráneo de lo que corre bajo las apariencias. Ni se puede pretender ser hijo de tu tiempo si, o has perdido la memoria de lo que fue, o no sabes intuir lo que de futuro está ya germinando a tu lado y que tú condenas sólo porque lo consideras diverso.

,Juan XXIII, el anciano Papa de Roma, hijo de labriegos pobres que sólo conocían la cultura en su dimensión etimológica -es decir, la del cultivo de la tierra, hecha de raíces, de semillas que se pudren y reflorecen, de misteriosos abonos que fecundan manchando-, solía decir que se escandaliza en la vida "sólo el que no conoce. la historia". Él había sido un historiador en sus años mozos y sabía que, como diría más tarde el escritor siciliano Leonardo Sciascia, "todo existió ya antes".

El temblor

Cultura es saber escuchar el temblor del mundo que nace y muere cada instante; saber mirar a los hombres que amasan la historia con sus aciertos y sus fracasos, y no olvidarse que, generalmente, lo que más nos escandaliza o lo que más nos indigna suele ser aquello de lo que más abundamos nosotros mismos.

Difícilmente quien insulta, quien grita, quien se escandaliza de la vida, cuya fuerza no podrá detener ni el forcejeo de los dioses, está capacitado o autorizado para pontificar sobre la cultura.

Una india que acababa de aterrizar en Europa, al sentirse mirada por encima del hombro porque se la consideraba inculta al ignorar ciertas cosas, de nuestra cultura, preguntó con malicioso candor cúantas tonalidades de verde era capaz de distinguir, al mismo tiempo, un europeo culto, porque, ellos, los incultos indios del Perú, eran capaces, explicaba, de distinguir de un solo vistazo más de sesenta de dichas tonalidades.

¿Se anida la cultura sólo en las neuronas de la fría razón o también en la actividad global de una persona?

¿Son más reales nuestros sueños más profundos o lo que nosotros llamamos pomposamente realidad? Es un tema que la misma ciencia discute hoy sin tener una respuesta única que ofrecer.

Una vez más, para avanzar por los caminos difíciles de la creatividad, de la creación de una historia menos monolítica, menos dogmática, donde a cada uno se le permita respirar el aire que es de todos y contemplar en libertad las estrellas sin ser tachado de imbécil o de prevaricador, es necesario tener la capacidad de aceptar que la vida y, por tanto, la cultura no deben olvidarse de que nuestro planeta, nuestra historia, nuestras realidades más íntimas están amasados más de preguntas que de respuestas, de tropezones que de éxitos. Y que podemos descubrir, en cada esquina, que nada se pierde ni nada se descubre definitivamente.

Como también que, no pocas veces, será necesario hacer silencio para convencernos a nosotros mismos de que hay que tener el coraje de reconocer que no conviene "arrojar las margaritas a los cerdos", o que, como Federico Fellini en la película La voz dela luna, deberíamos ser capaces -tras el estruendo del ruido que nos está ahogando- de detenernos y preguntarnos si "seremos aún capaces de escuchar la voz de un violín". 0 si estaremos ya más bien anestesiados e incapacitados para discernir que existe una "cultura callada" y una "imbecilidad sonora". Y que con toda probabilidad es preferible el silencio que no pretende imponer ni matar que el vocerío del insulto que no hace más que encubrir con torpeza la debilidad de quien lo agita.

Descalificaciones

En una sociedad donde todos gritan, donde el ruido es soberano, donde la descalificación es un juego nacional, ese silencio que está descubriendo el poeta mexicano Octavio Paz me recuerda aquel otro poeta del Siglo de Oro español, Fray Luis de León, a quien hace ahora cuatro siglos quiso quemar vivo la Inquisición y que, en su Canción de la vida solitaria, escribió estos versos: A mí una pobrecilla mesa, de amable paz bien abastada, me baste; y la vajilla de fino oro labrada, sea de quien la mar no teme airada".

Me dicen que ya más de 70.000 personas han visitado en Salamanca la exposición dedicada al religioso inconformista, al teólogo y poeta que se enfrentó a la Inquisición y pasó años en la cárcel por defender, los valores del pluralismo universitario.

Hay quien se pregunta el porqué de tanto interés por este poeta de hace cuatro siglos. Quizá se deba a que esa exposición, que en el silencio de claustros y bibliotecas exalta una memoria rica de cultura, nos vacuna de algún modo contra el virus de las vacías y hueras exaltaciones de la posmoderna cultura del ruido.

Aunque podría ser también el síntoma de que, acosados por tanto ruido, preferimos tornar atrás, para arroparnos en lo seguro acuñado ayer, en vez de aceptar el viaje hacia lo desconocido como una fiesta, sin caer en la tentación de la que habla Amín Maalouf en Los jardines de la luz, de querer ser "eternos rehenes del horizonte" . Pero para ello es necesario, paradójicamente, como añade el autor, de El león africano, asumir que "la verdadera conmoción del mundo se concibe en la paciencia". Y, por tanto, sin la loca prisa del ruido, bajo cuyos ropajes suelen ocultarse las peores caricaturas de la cultura.

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