Parasitismo, Separatismo y pluralismo
Frecuentemente se suele descalificar las reivindicaciones autonómicas acusándolas de encubrir espurios intereses económicos bajo camuflaje nacionalista. Sin embargo, conviene reconocer que, en una sociedad libre, los intereses más legítimos son los económicos: nada más racional, en efecto, que perseguir el propio interés, con cuya búsqueda debe compatibilizarse cualquier otra consideración. Si cuando se negocia en Bruselas cada país miembro antepone sus propios intereses particulares incluso en detrimento del destino común de la Comunidad Europea, ¿por qué no habría de hacer lo mismo cada una de nuestras comunidades autónomas, al renegociar el sistema de financiación autonómica? En suma, tan legítimas son las reivindicaciones interesadas de las autonomías como las de los consumidores, los profesionales, los sindicatos o la patronal. Por lo demás, este principio de la primacía del propio interés de cada parte, que anima a la sociedad liberal de mercado, se basa, precisamente, en el axioma de la mano invisible: los vicios privados producen virtudes públicas, es decir, sólo si cada parte persigue sus propios intereses particulares se podrá llegar a obtener la mayor satisfacción del interés general.¿Y el Estado, como proveedor titular de los bienes públicos? Mancur Olson ha demostrado que los bienes públicos sólo pueden obtenerse como subproductos residuales, es decir, como consecuencias no buscadas que indirectamente surjan de la búsqueda privada del propio interés de cada parte. En efecto, en ausencia de coacción autoritaria, la cooperación colectiva sólo es posible si se estimula la participación en ella mediante incentivos selectivos que sólo se puedan obtener cooperando, pues, caso contrario, los miembros se comportarán como parásitos racionales (free riders: gorrones o polizones), beneficiándose de la cooperación ajena sin contribuir a costearla. Éste es el dilema esencial del Estado de las autonomías, al igual que lo es de la Comunidad Europea. Por tanto, la condición de posibilidad de que uno y otra funcionen viablemente es que a cada comunidad autónoma (como a cada miembro de los Doce) se la provea de aquellas transferencias susceptibles de actuar como incentivos selectivos, que hagan a cada parte más rentable integrarse en la unidad colectiva que permanecer fuera de ella. Es así de simple: sólo se trata de que el parasitismo, como su gemelo el separatismo, no sean rentables.
Es preciso, por tanto, transferir. Y, ¿hasta dónde transferir?: hay que transferir todo cuanto sea asumible por las partes interesadas, sin más limitaciones que las impuestas por la necesidad de resolver los tres problemas fundamentales que -del modelo de Olson se derivan.
Ante todo, por supuesto, existe el problema de la necesaria provisión de los bienes públicos, asumida por el Estado central. Tal como se quejaba recientemente el presidente del Gobierno, si todos compiten por las transferencias, y nadie coopera, ¿quién pilotará la nave? Hace falta, por tanto, un empresariado estatal que asuma la responsabilidad de gobernar (pero sin anular por ello la libre iniciativa de las partes y respetando escrupulosamente la plena legitimidad de sus intereses privados). De ahí que se equivoque el nacionalista cuando alega ser también Estado, pues no se puede ser juez y parte a la vez. Si las comunidades autónomas formulan reivindicaciones interesadas es que son partes privadas, es decir, sociedad civil. Pero si son Estado es que son responsables de bienes públicos, y por tanto ya no pueden reivindicar intereses privados. Hay, pues, que definirse, situándose a uno u otro lado de la valla: o se coopera o se compite.
El segundo problema que limita la posibilidad de transferir indiscriminadamente es el de las externalidades: al relacionarse entre sí, las distintas comunidades autónomas (o los distintos países miembros de la CE) pueden beneficiarle o perjudicarse recíprocamente, en función de sus diferentes condiciones e intercambio (derivadas de su distinta renta de situación y de su desigual desarrollo económico). Por tanto, para garantizar la igualdad de oportunidades, corregir los desequilibrios y compensar las externalidades, hay que transferir y redistribuir re cursos de unas comunidades a otras: es, por ejemplo, la función de los fondos de compensación interterritorial. Pero estas políticas de redistribución horizontal encierran un peligro (lo que constituye el tercer problema del modelo de Olson): y es que a las unidades componentes pueda interesarles más competir por la redistribución de la renta que competir por in incrementarla. En efecto , mientras las transferencias recibidas por cada comunidad autónoma sigan siendo directamente proporcionales a su contribución al producto interior global, la única forma de incrementarlas será esforzarse por producir más y mejor. Pero si las transferencias procedentes de la redistribución horizontal sobrepasan determinado umbral, habrá comunidades autónomas (o países miembros de la CE) a las que interese más conspirar por aumentar la cuota recibida en la redistribución o por reducir la cuota pagada al fondo de compensación) que esforzarse por producir más. Es el caso, por ejemplo, de las regiones subdesarrolladas que se ven tentadas de prorrogar su subdesarrollo (o no esforzarse por salir de él) para poder mantener, o aun incrementar, los fondos percibidos de la redistribución compensatoria. Pero es el caso, también, de la escalada de reivindicaciones nacionalistas, cuya retórica separatista enmascara su naturaleza olsoniana de colusiones redistribuidoras de la renta. Ahora bien, salvadas estas tres limitaciones (bienes públicos, extemalidades y colusiones redistribuidoras), las transferencias deben fluir generosamente, a fin de ejercer el papel de incentivos selectivos que premien y compensen la participación cooperativa en la comunidad. Es preciso, pues, apostar decididamente por la ampliación del Estado de las autonomías (lo que incluye la urgente reforma del Senado como Cámara territorial), incrementando al máximo la descentralización política (es decir, presupuestaria): lo que hay que transferir es la soberanía (es decir, la independencia en la toma de decisiones presupuestarias, tanto de recaudación como de gasto). Y hacerlo no sólo, como se ha defendido aquí, para neutralizar las tentaciones gemelas del parasitismo y el separatismo, sino además para luchar contra el creciente descrédito de la política y para recrear un posible pluralismo más rico y auténtico.
En efecto, como sucede con los conflictos internos del PSOE (donde el personalismo de las luchas por el poder manifiesta una orfandad ideológica reveladora de la falta de pluralismo interno, lo que ha obligado a su secretario general a confiar más en sus barones territoriales que en su ejecutiva federal), el Estado de las autonomías puede devolver a la sociedad civil un pluralismo interno que ahora languidece, como consecuencia de la confusión entre derecha e izquierda y la pérdida de credibilidad de la lucha de clases. Por eso, el incremento de la competencia política entre unas comunidades autónomas y otras bien pudiera realimentar un nuevo pluralismo político, de lo cual nos hallamos francamente necesitados con urgencia creciente. Al fin y al cabo, si, según Eric Jones, el milagro europeo se debió a la competencia política entre tinos y otros Estados nacionales, ¿por qué no edificar un posible milagro español a partir del incremento de la competencia política entre unas y otras comunidades autónomas?
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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