Cambios de animo

CONFUNDIR LOS deseos con la realidad es una práctica inútil. Si la misma se prodiga en el ámbito de la gestión pública, y en especial en la conducción de la política económica, sus consecuencias serán peligrosas para los ciudadanos. Las comparecencias, en distintos foros, del ministro de Economía en las últimas semanas tratando de transmitir su visión sobre las perspectivas de la economía española han alimentado una impresión de subjetivización del diagnóstico, aparentemente más dependiente del estado de ánimo del ministro y de los foros que de la pretensión por reflejar el verdadero estado de las cosas y llamarlas por su nombre, como era su costumbre.Hace apenas una semana, con ocasión de la defensa del proyecto de presupuestos ante el Pleno del Senado, Carlos Solchaga mostraba un panorama de la economía española notablemente más adverso que el anticipado dos meses antes con ocasión de la misma presentación ante el Congreso. La estimación de la tasa. de crecimiento en 1991 quedaba reducida al 2,5%, al tiempo que se aplazaba la esperada recuperación hasta bien entrado 1992; revisiones ambas, consecuentes con las que también ha realizado la generalidad de los países industrializados. Días después, sin que mediaran evidencias públicamente disponibles que modificaran el anterior diagnóstico, el mismo ministro se esforzaba en poner de manifiesto un estado de ánimo bien distinto ante las cámaras de la segunda cadena de Televisión Española, minimizando la trascendencia de la desaceleración de la economía y, en todo caso, haciendo de débiles indicios la base de ese optimismo del que hizo gala al confiar en una rápida recuperación.
La práctica totalidad de los indicadores hoy disponibles apuntan a una proximidad, en éste y en el próximo año, de las tasas de crecimiento de la economía española con las del conjunto de los países industrializados que acaba de hacer públicas la OCDE. Convergencia en la debilidad que, sin embargo, no encuentra su contrapartida en la correspondiente a los desequilibrios crónicos que definen nuestra economía, en especial las tensiones inflacionistas. Descensos en la inversión y aumentos en el desempleo están resultando compatibles con repuntes de la tasa de inflación, haciendo inalcanzables los objetivos gubernamentales y los promedios de los países a los que nuestra economía quiere acompañar en el viaje hacia la unión monetaria.
También, a diferencia de lo que ocurre en algunas de esas economías, nuestras autoridades han agotado la única terapia que, de forma intensiva pero de eficacia claramente decreciente, se ha utilizado en los últimos años: el endurecimiento de las condiciones de financiación de los agentes económicos. En las circunstancias actuales de atonía de la inversión y descenso de los resultados empresariales, elevaciones adicionales en los tipos de, interés no contribuirían sino a dificultar las condiciones de recuperación de aquellos sectores que han afrontado la concurrencia exterior, al tiempo que los mantenidos al refugio de esa competencia seguirían exhibiendo tasas sectoriales de inflación próximas al 9%.
Es con relación a la eliminación de esos quistes inflacionistas -arraigados en el sector servicios de la economía- donde se observa una paralización de la acción gubernamental. El acertado diagnóstico y las correspondientes actuaciones anunciadas el pasado 19 de septiembre por el ministro de Economía parecen haber encontrado obstáculos en su, aplicación o, simplemente, haber sido desplazados de las prioridades del Gabinete.
El ministro ha de explicar las causas de esa parálisis y las hipotecas encontradas para abandonar el rigor que ha caracterizado la política económica del Ejecutivo en sus nueve años de adnÚnistración del Estado.
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