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CARIDAD EN LAS CALLES

Un jornal en calderilla

Los avatares de cuatro supuestos mendigos con distintas técnicas para pedir limosna

EL PAIS Un ciego de Nueva York comentaba, a una persona que se le acercó, cómo malvivía con las limosnas que le daban cada noche a la salida de un cine. El transeúnte resultó ser un experto publicista, que le regaló un consejo definitivo. Escribió una nota en un papel de su agenda y dijo: "Póngase mañana un cartel con este texto". El ciego lo hizo así, y comprobó que sus ingresos aumentaban y que recibía más monedas que sus compañeros de penas. La frase que llamó la atención de los ciudadanos y estimuló su generosidad era bien simple. Decía: "Mañana será un día de primavera y yo no lo veré".

Los cuatro periodistas que actuaron como mendigos para elaborar este reportaje vivieron experiencias similares a la referida anécdota, que se suele explicar en las clases de mercadotecnia (marketing). Sus ingresos dependieron del mensaje. Uno de estos redactores, por ejemplo, se situó ante la puerta de unos grandes almacenes, en la calle de Preciados. Los mayores donativos se produjeron mientras estuvo acompañado por su hijo de tres años.

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Durante cuatro horas, sólo siete personas, de los miles que desfilaron ante él esa tarde, le dieron una limosna. Al final, consiguió 875 pesetas.

Eran las cuatro de la tarde cuando el periodista, ataviado con ropa vieja y unas zapatillas de deporte con un gran agujero en la suela, se sentó en un rincón de la puerta principal de El Corte Inglés, la más próxima a Sol. Entre el niño y él colocó un cartel plagado de faltas de ortografía: "Yebo un año parado. Tengo hambre. Mi hijo está enfermo...". No habían pasado tres minutos cuando un guarda jurado de El Corte Inglés, con voz intransigente, le espetó:

-Aquí no, fuera. ...

-Estoy en la calle ¿no?

-No- esto pertenece a El Corte Inglés, fuera de aquí.

-¿Puedo ponerme allí? -preguntó, señalando a la esquina de otro escaparate.

-Tampoco; eso también pertenece a El Corte Inglés. Si quieres, te puedes poner en medio de la calle pero ni aquí, ni allí -amenazó el guarda, con desprecio.

El mendigo cogió al niño y los bártulos (el cartel y una pequeña caja de cartón en la que él mismo había depositado monedas sueltas como reclamo) y se sentó en el suelo, junto al escaparate de enfrente. Una mujer de unos sesenta años, que había visto cómo el guarda jurado increpaba al mendigo y al menor, se acercó y depositó en la caja una moneda de 500 pesetas.

-No tengo más, señor; sólo quiero ayudarle a usted y a su hijo. ¡Qué lástima de criatura! -musitó cuando se alejaba.

Instantes después, un vehículo de la Policía Municipal se detuvo y de él bajó un agente.

-Está prohibido mendigar aquí, y menos con un niño...

Una anciana intercedió en medio de la refriega:

-Tome cinco duros y váyase, muchacho, que le quitan al niño. Esta mañana se han llevado a uno.

El mendigo, para evitar que lo detuvieran, tuvo que revelar entonces su verdadera identidad. "En esta zona no se puede mendigar", dijo un agente; "eso da una imagen fea. Ahora sé que se trata de un reportaje, pero la demás gente no: váyase a la Gran Vía, si quiere". Ya sin el niño -utilizar a un menor como reclamo es delito- el mendigo, sin abandonar la calle de Preciados, instaló sus bártulos 200 metros más arriba, al lado de un local que vende artículos y prendas de lujo. Las horas siguientes resultaron especialmente monótonas. Cientos de personas pasaron impasibles. Un hombre de unos treinta años, sumamente delgado (aparentaba estar enganchado a la droga), se detuvo ante el cartel. Con gran esfuerzo, lo deletreó, a media voz, y se acercó al mendigo al tiempo que sacaba varias monedas de 25 y de 5 pesetas. "Colega, yo también estoy en la calle, como tú; sé lo que es eso. Toma esto: no te puedo dar más, de verdad, colega", dijo, mientras con su mano temblorosa depositaba tres monedas de cinco pesetas en la caja.

Un anciano pasó delante del cartel, lo leyó y continuó andando, pero con el paso desacelerado. Cuando había andado unos veinte metros, se detuvo y sacó cinco duros del monedero. Se volvió y dijo: "No tengo más, muchacho".

Al rato, otra mujer, cuarentona, sacó 20 duros del monedero y los depositó en la caja de cartón -al tiempo que decía: "Suelo daros algo a todos. No puedo más, lo siento".

"Mira , chica; ha escrito llevo con y griega y con b. ¡Qué burro!", señaló otra transeúnte.

La noche y el frío avanzaban. Sobre las 19.30, el mendigo recogió sus bártulos y se encaminó hacia su casa.

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