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La I Guerra del Pacífico

Hoy hace 50 años se producía la intersección entre dos guerras, una con su teatro en Europa y veterana ya de más de dos años, y la otra que se remontaba al menos al incidente chino-japonés en el puente Marco Polo, de julio de 1937, y se libraba en el continente asiático. De la conjunción de ambas contiendas se deducía la mundialización del conflicto, en el que a partir de ese momento estaban implicados los cinco continentes del planeta.El 7 de diciembre de 1941, fecha en la que Japón desencadena el fulminante ataque sobre el puerto norteamericano de Pearl Harbor, comienza en propiedad la segunda conflagración mundial. Pero, sobre todo, lo que estalla es la I Gran Guerra del Pacífico, aquella en la que por primera vez en la historia un poder local, Japón, pugna por arrebatar el control del océano a las dos potencias occidentales que mayormente lo comparten: Gran Bretaña, desde sus bases en China y Malaisia, y Estados Unidos, en las Filipinas. Lo esencial de la lucha en Asia se ha trasladado así de la tierra al mar y los aires, lo que también es una gran novedad. Por primera vez desde la última guerra anglo-holandesa a fines del siglo XVII, dos potencias que en la época son esencialmente marítimas se disputan la hegemonía en un océano, poniendo lo menos posible los pies en el continente.

Al medio siglo de la colosal matanza muchas cosas han cambiado y otras, sin embargo, bastante menos.

Entre las que han cambiado, la principal es que Japón goza hoy de una inserción en el mundo fundamentalmente distinta a la de los años cuarenta. Lo que entonces Tokio trataba de lograr por la fuerza -el desplazamiento de los intereses económicos occidentales en la zona para sustituirlos con los propios- lo está consiguiendo ahora en amor y compaña. La Gran Esfera de Coprosperidad Asiática, como se llamaba su proyecto en los años treinta, y que pasaba por una descolonización controlada desde Tokio, le viene dada hoy al archipiélago nipón limpia de polvo y paja. Cabe añadir que Japón se conforma en su geometría política actual a los modos democráticos occidentales, y que, notablemente, en su constitución queda consagrado un cierto pacifismo medioambiental y desnuclearizado que, aunque sólo vale lo que valen los papeles, completa un cuadro de un país con una imagen radicalmente opuesta a la de hace 50 años.

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El que todo eso haya sido posible depende de muchos factores, como son la misma amplitud de la derrota japonesa en 1945, y un cierto altruismo idealista por parte de Washington que, como Rousseau, parece creer que nadie es malo por naturaleza. Pero, el gran elemento sobre el que pivota todo ese giro histórico se llama Unión Soviética.

El imperio marxista-leninista, que sale vencedor de la segunda guerra, enlaza en sus designios estratégicos con aquel zarismo que en 1895 aún podía permitirse el lujo de moderar en la paz de Shimonoseki las victorias militares japonesas en la guerra con China -el 98 de Pekín- Nicolás II aún no ha sufrido la humillante derrota en la guerra contra Japón de 1905 -la primera vez en la historia que una potencia asiática derrota a una europea-, y es capaz de doblegar diplomáticamente al Mikado para que no sea un rival demasiado peligroso en Manchuria. Todo ello significa que en 1945 el estalinismo, sucesor del zarismo, constituye de nuevo la gran amenaza o la gran contención de la potencia nipona en el Pacífico. Como, de otro lado, Japón, por su derrota ante los norteamericanos cae en el lado de acá de la divisoria mundial entre los bloques y Moscú se constituye, al tiempo, en imperio rival de Washington, Estados Unidos no tiene más remedio que optar por la alianza japonesa para contener, a su vez, la eventual progresión soviética. Si a eso añadimos que se descubre ya a fines de los años cincuenta que, pese a la fraternidad comunista -de nuevo como en tiempos del zarismo-, China difícilmente puede ser aliado verosímil de Rusia, tenemos ya dadas las condiciones para que Tokio entre en una relación, primero de tutela y más tarde de alianza, con Washington.

La asociación estratégica entre Japón y Estados Unidos establece una nítida división del trabajo. La potencia occidental tendrá su gran base militar del Pacífico Norte en el archipiélago japonés, desde donde, junto con su sólida presencia en Filipinas, dominará las rutas marítimas de la región. Japón, por su parte, debe ocuparse únicamente de una reconstrucción económica, que nadie en los años cuarenta o cincuenta preveía tan espectacular. Esa reconstrucción tenía que servir, al contrario, para facilitar un nuevo mercado -a la industria norteamericana, y nadie podía imaginar que tan pronto pudieran volverse las tomas.

Hasta aquí, lo mucho que ha cambiado.

Si el advenimiento del comunismo como proyecto mundial fue un gran factor para inducir comportamientos, fraguar alianzas, ordenar, en definitiva, un reparto espacial del mundo, su desintegración como fuerza de imperio no puede dejar de surtir, paralelamente, efectos de gran magnitud.

En estos momentos, la Unión Soviética se halla en paradero desconocido, o en el supuesto más benigno sufre una ocultación profunda que la aparta de las grandes decisiones planetarias no sabemos por cuánto tiempo; Rusia, realidad más tangible en su lugar, no dejará de aspirar a una política exterior propia, pero por una larga temporada estará más atenta a los envíos de cereal norteamericano que a disputar con nadie la hegemonía en el Pacífico. El presidente ruso, Borís Yeltsin, ya tiene bastante con sobrevivir. Y el efecto inmediato de este guadianeo de Moscú es el de dejar a Estados Unidos y Japón de nuevo frente a frente.

Todo lo que ha cambiado hace, por supuesto, que ninguna traslación de épocas ni actores pueda practicarse impunemente. Pero ello no impide que nos hallemos en el umbral de la recuperación de una problemática antigua en la que, sin embargo, operan factores nuevos.

Rusia se hereda a sí misma, con el paréntesis del comunismo. En el triángulo Moscú-Tokio-Pekín todas las alianzas y todas las oposiciones son ahora posibles, aunque de momento Moscú sea sólo un actor secundario en el juego. China, como Rusia, se halla en una posición también más a la expectativa de que se solicite su alianza que de conducir una política agresiva. Ya no vivimos los tiempos en que el deseo de Washington de ablandar a Moscú estableciendo alianzas con los vecinos asiáticos de la Unión Soviética, le daba a Pekín un papel de especial relevancia en la estrategia norteamericana. Japón, a su vez, enlaza con su posición de principios de siglo de potencia lanzada a la búsqueda de la hegemonía en la zona, es cierto que hoy solamente económica, pero en un futuro no muy lejano también difícilmente menos que militar. Estados Unidos, finalmente, necesita hoy mucho menos a Japón en lo estratégico, pero Japón tampoco ha de vivir ya pendiente de la protección militar norteamericana. Y, como consecuencia de todo ello, en el centro de la relación entre las dos potencias queda como núcleo puro y duro una densísima implicación comercial en la que todos los triunfos sonríen a Tokio. Si hasta hace pocos años el desnivel en esa relación quedaba compensado estratégicamente por lo que sacaba Estados Unidos de su punto de apoyo en el archipiélago, hoy esa justificación pierde casi todo su peso.

Las incógnitas son en este fin de siglo demasiadas para aventurarse a algo más que a predecir el pasado. Y el pasado nos dice que entre 1941 y 1945 se produjo la I Guerra del Pacífico por la hegemonía en el mar del que son grandes ribereños Japón y Estados Unidos; que 50 años después esa hegemonía sigue siendo norteamericana, pero que difícilmente lo va a ser indefinidamente, al menos con la misma intensidad, en un contexto general de regreso de los boys a casa, derivado de la atomización soviética; y que Japón no ha cesado de rearmarse en los últimos años, aunque lo haya hecho con sagaz parsimonia y continúe jurando que las armas las carga el diablo.

Acaba de publicarse en Estados Unidos una obra de dos reputados asiatólogos que se titula The coming war with Japan. Guerras, desde luego, las puede haber de muchas clases. Ni siquiera tienen que ser exclusivamente militares. Pero hegemonía sólo hay una. Y el combate por la hegemonía en el océano Pacífico está hoy reabierto con la desaparición del imperio soviético en la extremidad nororiental del continente asiático.

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