Saúl Bellow y los cuentos chinos
En 1957 el escritor chino Wang Meng publicó un cuento que el Partido encontró sospechoso de revisionismo. Enviado a reeducarse a un campo de trabajo forzado y prohibido de escribir, Meng fue rehabilitado en 1978. Veinte años de ostracismo no debilitaron su fe comunista ni su vocación literaria, pues, al recuperar la libertad, siguió escribiendo cuentos, que lo hicieron muy popular, y reanudó su militancia. En 1986, el Partido lo nombró ministro de Cultura, cargo que ejerció hasta 1989.Luego de los sucesos de Tiananmen, Meng fue una de las víctimas de la gran purga contra los intelectuales que se mostraron tibios y no aprobaron calurosamente la matanza. Perdió su ministerio, pero -indescifrables manes del jeroglífico político que es China- conservó su sitio en el Comité Central. Los rumores que hacen las veces de información en la tierra de Mao dicen que Wang Meng forma parte de aquella minoría 'revisionista' del partido que espera calladamente su momento para lanzar una ofensiva contra los 'ultras' que la derrotaron en 1989.
¿Se halla esta contraofensiva antiortodoxa a punto de estallar? Parecería. Y los síntomas que la anuncian pasan, como es frecuente en los países comunistas, por la literatura. Wang Meng publicó a principios de 1989 un cuento titulado Dura avena. En él, un anciano de espíritu emprendedor decide que su familia se ponga a la altura de los tiempos, modernice sus costumbres y, en vez de tomar un plato de avena al levantarse, según la vieja usanza local, desayune como los occidentales. La innovación, sin embargo, trae múltiples contratiempos a los protagonistas, quienes, al. fin, retornan a la 'dura avena' del título.
Año y medio después de aparecido el relato, en septiembre de este año, la publicación cultural Wen Yi Bao, controlada al parecer por el grupo 'ultra', publicó un violento ataque contra el cuento de Wang Meng, acusándolo de un crimen mayor: criticar alegóricamente en los vericuetos de su trama gastronómica las políticas de Deng Xiaoping. Los adivinadores -los corresponsales de prensa- interpretaron que un ataque de esta índole era impensable sin el visto bueno o las órdenes del actual ministro de Cultura, considerado un 'ultra' intransigente, He Jingzhi. Dedujeron de todo ello que se avecinaba una nueva purga contra los artistas e intelectuales indomesticados.Pero ocurrió algo distinto. Wang Meng hizo circular un documento que habría hecho llegar a todos los miembros del Comité Central, defendiendo su cuento, y, como si esto fuera poco, decidió querellarse legalmente contra Weng Yi Bao, exigiendo reparaciones y excusas públicas. Considerando que en toda la historia del comunismo chino nunca nadie se atrevió a meter juicio a una publicación del Partido, sólo cabían dos explicaciones: Meng había perdido la razón o contaba con sólidos apoyos en la burocracia partidaria. Esta última tesis ganó fuerza en los últimos días pues se dice que un tribunal ha acogido la querella y varias publicaciones, en Beijing y en el interior de China, se han atrevido a mencionarla.
A mí la historia de Dura avena y Wang Meng me ha devuelto el optimismo. La leí, en una crónica del corresponsal de The New York Times en Beffing, Nicholas D. Kristof, luego de participar con Saúl Bellow en un diálogo sobre la cultura en el mundo moderno que me dejó muy deprimido. Aunque no todas las ideas de Bellow sobre el tema me convencieron, muchas de ellas parecían morder en carne viva y describir una descomposición tal, en el arte, el pensamiento y la literatura de los países occidentales, para la que era dificil imaginar el remedio.En Estados Unidos hay buenos escritores e intelectuales importantes pero, a diferencia de lo que sucede en Francia o en Italia, por ejemplo, rara vez coinciden ambos en una misma persona. Los 'creadores', de Melville a Hemingway o Faulkner, suelen ser hombres de acción, alejados y muchas veces desdeñosos de la, Universidad, en la que acostumbran a vivir acuartelados, lejos del ruido mundanal, los 'pensadores'. Son raros los casos de novelistas o poetas que, de manera paralela, hayan ejercido una destacada función intelectual, como ideólogos políticos, filósofos, críticos literarios o historiadores culturales. Saúl Bellow es una de esas excepciones.
Toda su obra es una apasionada exploración del mundo de las ideas, que han colmado su vida como colman la de sus personajes, el más célebre de los cuales, el desbaratado humanista Valentín Gersbach, de Herzog, es precisamente la exacerbación tragicómica de la condición de intelectual. Como Gersbach, Bellow ha visto en la obra de ciertos pensadores y artistas el derrotero de la civilización, las fuerzas motrices de un largo proceso de humanización de la vida, en el que el hombre ha ido superando el " estado de naturaleza, adquiriendo una conciencia moral y una sensibilidad estética que lo preservan contra la barbarie.
Y, como el héroe de su novela, ha dedicado parte de su vida, también, a promover entre las nuevas generaciones la lectura de esos irandes clásicos en cuyas páginas encontraron los hombres razones y ánimo para superar los prejuicios que pasaban por ciencia, los fanatismos disfrazados de religión y los estereotipos o supersticiones que hacían las veces de conocimiento. Pero, a diferencia de Valentín Gersbach, a quien la vida real escarmienta de manera tan severa por identificarla con la vida de las ideas, hubiera podido pensarse que a Saúl Bellow la historia presente, en vez de desmentirlo, más bien lo había confirmado.
Luego de la desintegración de la URSS y del sistema que ella encamaba, ¿no ha quedado el tipo de sociedad representado por Estados Unidos como el único vigente en nuestros días? Y éste es el modelo de sociead que, aunque sin retacearle objeciones y críticas, y algunas muy duras, Bellow defiende desde hace por lo menos treinta años como el menos malo, el más flexible y mejorable, y el heredero de la mejor tradición de la humanidad. Para llegar a estas conclusiones, Bellow debió romper él mismo muchas camisas de fuerza, religiosas y culturales. La primera, la de la propia familia de judíos ultraortodoxos, emigrados de Rusia a Canadá y luego a Chicago, reacios a asimilarse a la vida norteamericana, que lo enviaron a los cuatro años a una escuela
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Saúl Bellow y los cuentos chinos
Viene de la página anteriorrabínica para hacer de él un rabino. Y, después, la de los que ha llamado los "tres tiranos" de Su juventud y temprana madurez: Marx, Lenin y Freud.
En la Universidad de Chicago, Bellow ha dado por muchos años un curso sobre obras maestras de la literatura que se ha hecho famoso. Ha sido su manera de hacer la revolución, la única en la que cree: la que tiene su raíz en el espíritu y en la imaginación, e irriga desde ese impalpable centro todas las otras actividades humanas. Y nada ha contribuido tanto a enriquecer la vida y a atajar el salvajismo y la insensatez que también forman parte de lo humano, según él, como las grandes creaciones literarias. Y principalmente las clásicas, las que, desde la antigua Grecia y Roma, el Renacimiento y la Edad Media, han pasado todas las pruebas y llegan hasta nosotros robustecidas por aquellas culturas intermedias que las heredaron, reinterpretaron y actualizaron. Ellas constituyen el hilo conductor de la civilización.
El pesimismo actual de Bellow se debe a que, en su opinión, ese hilo ahora se ha roto y la inteligencia tiene una vida muy precaria en nuestros días. Estados Unidos puede haber quedado sin rivales en los dominios militar y político, pero, culturalmente, es un gigante con pies de barro. Los productos seudoculturales de consumo masivo -aquellos que se quiere hacer presentables con la etiqueta de "cultura popular" pero que constituyen una forma innoble y chabacana de la invención humana- han desplazado casi por completo a los genuinamente creativos.Hay un riesgo grande de desintegración en Estados Unidos, por obra del particularismo étnico y las exigencias de las llamadas minorías -raciales, religiosas, sexuales, culturales- que, en vez de aceptar la asimilación, quieren una vida propia, independiente y protegida, y en permanente antagonismo contra la de los demás. La educación, antaño el factor integrador por excelencia de la sociedad norteamericana y la punta de lanza de su progreso, ahora es más bien uno de los más activos instrumentos de su decadencia y empobrecimiento.
La Universidad ha abdicado de su obligación de defender la cultura contra las imposturas. Cierto, sus departamentos técnicos y científicos siguen formando buenos especialistas, profesionales eficientes aunque ciegos para todo lo que está más. allá de los confines de sus cubículos de saber. Pero las humanidades han caído en manos de falsarios y sofistas de todo pelaje, que hacen pasar por conocimiento lo que es ideología, y por modernidad al esnobismo intelectual, y que desinteresan o disgustan a los jóvenes de la vida de los libros. Por culpa de los fariseos del exterior y los filisteos de adentro, la gran tradición clásica de la literatura y la filosofia que hizo posible la sociedad liberal moderna agoniza dulcemente en los campus de impecables jardines y repletas bibliotecas de la academia norteamericana.Saúl Bellow prologó el libro de Allan Bloom The Closing of the American Mind (1987), tre mendo alegato escrito para mostrar, en palabras de su autor, "cómo la educación superior ha traicionado a la democracia y empobrecido el alma de los estudiantes de nuestros días", y, aunque él asegura que discrepa en muchos temas con Bloom, las razones de su pesimismo a mí me parecen muy semejantes a las de este libro. El profesor Bloom reprocha a las universidades norteamericanas lo que Julien Benda a los inte lectuales de su tiempo en La trahison des clercs: haber vuelto la espalda a la tradición clásica, sustituido el culto y el estudio vivificante de los grandes pen sadores y artistas del pasado, por los ídolos fraudulentos de una supuesta modernidad. Y haber entronizado en los claustros un relativismo ético y estético en el que todas las ideas se equivalen, para el que ya no hay jerarquías ni valores. Si las obras literarias sólo remiten a otras obras, no a la vida de su autor, ni a la historia, ni a los grandes problemas morales o sociales o individuales, y no tiene sentido juzgarlas como buenas o malas o profundas o banales, sino como distintas manifestaciones de una forma proteica y poco menos que autosuficiente, que vive y se reproduce al margen y sin un comercio visceral con lo humano, ¿para qué leerlas? ¿Para entregarse, a partir de ellas, a esas pulverizaciones texturales, a esa prestidigitación esotérica, a ese juego de espejos retórico que es hoy día la crítica académica? ¿Cómo podría sobrevivir la auténtica literatura entre los artefactos cretinizantes de la industria seudocultural qué copan el mercado y la cháchara antihumanista de los universitarios? ¿Quién se creerá, en un mundo así, que los poemas ayudan a vivir, que las novelas desvelan las verdades escondidas, que gracias a la gran literatura la vida no es mucho más violenta o triste o aburrida de lo que es?
¿Cómo, quién? Los 1.200 millones de chinos, por supuesto. Ellos saben que la literatura es una de las cosas más importantes y peligrosas del mundo; a ellos nigún sofista les meterá el dedo a la boca. Si no lo fuera ¿se habría pasado veinte años en un campo de trabajos forzados el pobre Wang Meng por escribir un cuento? ¿Habría provocado el tumulto que he descrito ese relato de pocas páginas, Dura avena, si la literatura no fuera dinamita pura en manos de un buen escritor? Ellos saben que la literatura está envenenada de vida, que ella es un buen sitio para ir a respirar cuando el aire se enrarece y el mundo se vuelve asfixiante, que ella es una demostración irrefutable de que esta vida que vivimos es insuficiente para aplacar nuestros deseos y, por lo mismo, un acicate irresistible para luchar por otra distinta. También lo saben los iraníes, pues, si no fuera así, ¿qué hace escondido ya mil doce días Salman Ruslidie para que no lo ejecuten los fanáticos? Y lo saben muy bien los cubanos, pues, si la poesía no fuera algo esencial, ¿para qué habría mandado Fidel Castro a sus matones de las Brigadas de Acción Rápida a que golpearan con ese salvajismo a la poetisa María Elena Cruz Varela, en su propia casa, hace tres días?
ts cierto, la libertad, el mercado, el desarrollo económico, que traen tantos beneficios a los hombres, trivializan a menudo la vida intelectual y prostituyen no sólo su enseñanza, sino el ejercicio mismo de la literatura. Para quienes escribir y leer poemas y ficciones es tan indispensable como beber agua, eso nos parece algo terrible. En realidad, no lo es. No para la gran mayoría. Ella puede sobrellevar muy bien la vida sin literatura y aplacar su apetito de irrealidad en el basural televisivo o la prensa del corazón. La moderna sociedad democrática consta de unos mecanismos a través de los cuales pueden discutirse y criticarse los grandes asuntos sin pasar por la poesía, el teatro y la novela. Es esta realidad la que ha contribuido a hacer de la literatura, en aquellas sociedades, un mero entretenimiento o un esnobismo de exquisitos, es decir, a restarle ambición, profundidad y vitalidad al quehacer literario.
Afortunadamente, hay todavía algunos Deng Xiaopings, Fidel Castros, ayatolás, Kim il Sungs y congéneres, sueltos por el mundo. Se han empeñado en bajar el cielo a la tierra y, como todos los que lo han intentado, crearon sociedades invivibles. En esos pequeños y sórdidos infiernos donde reinan, la literatura reina también, a pesar -o, más bien, gracias a- los comisarios y censores, con sus espejismos tentadores y sus tiernas imágenes, como la portadora de soluciones para los problemas, como la espléndida mentira de una vida que algún día vendrá.
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