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El palacio del exceso

Diego A. Manrique

Aunque Freddie Mercury aseguraba que su lectura favorita eran los cuentos de Beatrix Potter, su vida se rigió por aquel proverbio infernal de William Blake: "El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría".En un negocio como el del pop, tan tolerante con la extravagancia y la ostentación, Queen se distinguía por el regocijo con el que reventaba las barreras del buen gusto, por el placer en burlarse del qué dirán. Desnudar a docenas de modelos y ponerlas encima de bicicletas para ilustrar una portada era una buena excusa para reírse. Si editaba un disco titulado Jazz (ninguna relación con la música negra) se aprovechaba para celebrar la presentación en Nueva Orleans, entre escenas orgiálsticas.

Fue algo más que un lapsus el que Freddie y sus companeros aceptaran un contrato generoso para actuar en Sun City, legitimando con su presencia la versión surafricana de Las Vegas. Sin embargo, cuando el mundo del rock se movilizó en Live Aid para ayudar a los países hambrientos de África, allí estaba Queen. En su última antología mencionan que I want to be free (Quiero ser libre) es un himno "en muchas zonas oprimidas del planeta".

Queen carecía del sentido de la vergüenza, y eso era parte de su ambiguo encanto. Era un grupo que se inventaba sus propias reglas. Respaldando su desfachatez estaba una asombrosa pericia para componer temas pegajosos. A pesar de su origen en el rock duro, el repertorio de Queen cubría casi todo el abanico: baladas suntuosas, pop inefable, fragmentos operísticos, piezas funky, temas turísticos, rockabilly.

Todo servía, todo lo servían envasado al vacío y presentado primorosamente, tanto en el sonido como en lo visual. Se mantuvieron unidos, sin variaciones de personal, desde 1971 gracias a una inteligente política de concordia interior: todos podían contribuir con canciones y disfrutar de tiempo libre para desarrollar proyectos paralelos. En sus canciones cuesta saber dónde empieza la confesión y dónde termina la fantasía: dominan los tópicos sublimados, la celebración de su propio poder como rompedores de récords y fascinadores de multitudes: "Aquí estamos. Nacimos para ser reyes, / somos los príncipes del universo, / éste es nuestro lugar".

Era lógico que, ante tanta arrogancia, muchos músicos y buena parte de la crítica les vituperaran como la'cara obscena del rock. Eran una causa perdida: cuando se hizo sentir la crisis del sida ni siquiera el sector más militante denunció el silencio de Freddie. Se sabía que los gestos convencionales de solidaridad no formaban parte de su repertorio. Que nunca se había retractado de aquella explicación inicial de que el nombre de Queen carecía de implicaciones homosexuales: "Es un homenaje a la familia real británica".

Esta guerra sin cuartel entre Queen y los sectores concienciados del rock fue desastrosa. El grupo se enquistó en su castillo, sus enemigos les negaron el pan y la sal. La crueldad de la muerte relativiza aquellas batallas. Ahora, conmovidos por la tragedia, algunas letras de Queen nos suenan menos ampulosas y egocéntricas de lo que resultaban, por ejemplo, en el año 1975: "Demasiado tarde, ha llegado mi hora, / escalofríos por mi columna vertebral, / el cuerpo no para de dolerme. / Adiós a todos, tengo que irme, / tengo que dejaros y encarar la verdad. Mamá, no quiero morir, / a veces desearía no haber nacido".

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