Darío Villalba en el momento de la verdad
Premio internacional en la Bienal de Sáo Paulo de 1973 y nacional de Bellas Artes de 1983, Darío Villalba (San Sebastián, 1939) continúa pictóricamente en tensión, casi con la misma ansiedad e ilusión con la que, hace ahora aproximadamente 25 años, iniciaba su original camino artístico en uno de los momentos más intensos y trágicos de la vanguardia internacional. Conviene quizás ahora evocar que por aquel entonces se habían celebrado los funerales de la gran pintura del expresionismo abstracto, y que éste aún se había sobrevivido como signo maculador del objeto y la imagen en Rauschenberg y algunos nuevos realistas europeos, pero, sobre todo, que las corrientes frías, del pop hasta el conceptual, habían desnudado la imagen hasta convertirla en una pura instantánea mecánica y que finalmente no quedó más que la idea.
Darío Villalba
Galería Juana Mordó. Villanueva, 7. Madrid. Del 7 de noviembre al 7 de diciembre de 1991.
Torbellinos
Darío Villalba se hizo pintor en medio de este torbellino vertiginoso de los años sesenta, sin olvidarnos de ese otro torbellino antropológico y existencial con el que se tuvo que enfrentar en la España de aquellos mismos años, construyendo a partir de todo ello, como apunté antes, un original lenguaje personal, cuya importancia comprendemos hoy mejor que hace 20 años, porque ésa ha sido la perspectiva que nos ha hecho falta para distinguir con precisión lo que Darío Villalba entonces buscaba y, sobre todo, para valorar no ya que esas búsquedas, sino sus positivos hallazgos, eran y son bastan te excepcionales.Si alguien le preguntase ahora a Darío Villalba -tantas veces injustamente atrapado por las poco comprensivas requisitorias de los heraldos de las modas artísticas calientes y frías, así como otras tantas zarandeado a escala nacional por las de casticistas y cosmopolitas- en qué consistieron esos excepcionales hallazgos plásticos a los que me acabo de referir, seguramente contestaría -y con toda la razón- que él fue un precoz exponente del uso pictórico de la fotografía, ese profundo cortocircuito producido por corrientes enfrentadas, cuyo chispazo, 20 años después, ilumina tantas imágenes a la moda.
Sin duda, Darío Villalba tiene toda la razón del mundo para echarnos hoy a la cara lo que empezó a hacer tiempo atrás, cuando muy pocos lo comprendían, y a mostrarnos, a través de su propia obra, el camino recorrido, pero, viendo sus cuadros actuales, en verdad me parece innecesario, porque hay una evidencia artística que convierte en ociosa cualquier explicación verbal.
Y es que la presente exposición -compacta, brillante, rotunda- no sólo hace inútiles las palabras, sino que ella misma es el mejor hilo conductor para cualquier reflexión retrospectiva acerca de lo que ha sido toda su trayectoria artística, porque aquí está de una pieza, todo entero, el mejor Darlo Villalba; porque aquí se ponen en evidencia la complejidad técnica de su lenguaje sintético y la hondura de. su compromiso existencial.
Así, la superposición de imágenes y pintura; la fragmentación y el collage; los ritmos seriales horizontales y verticales, entendiéndolos como el despliegue obsesivo de iconos a través de las superficies y la acumulación maniaca de capas en profundidad; el recurrente regreso al sentido moral de la luz con su poética de blanco y negro; su no menos fiel entrecruzamiento térmico de temperaturas opuestas en la ex presiva línea del escalofrío estético; el violentamente paradójico uso pictoricista que hace de metáforas y símbolos, o la brutal impresión de huellas icónicas en medio de la más elegante y fluida epidermis pictórica; el horror vacui espacial, que le hace alternar en una sucesión dramática entre esa licuación y cristalización; la violencia y la ternura, la rebeldía y la culpa, la arrogancia y el miedo, el gozo y el dolor; todo eso, en fin, que ha caracterizado su obra desde siempre, vuelve ahora con más fuerza e intensidad que nunca, dejándonos deslumbrados.
Babelia
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