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ADIÓS A UNA FIGURA DEL CINE Y LA 'CHANSON'

Una luz sin estrella

Sorprende descubrir de pronto -en el laberinto de una gruesa carpeta (Montand se ha muerto y hay que acudir a los rastros que dejó en la memoria de los periódicos) atestada de recortes que abarcan multitud de episodios de su vida y que archivan paso a paso su aventura en la pantalla- que el nombre de un actor de tan fortísima identidad como Montand aparezca siempre asociado a los nombres de otros -Simone Signoret, Costa-Gavras, Jorge Semprún, Jean-Luc Godard, Joseph Losey, Henry-Georges Clouzot, Charles Vanel, George Cukor, Marilyn Monroe, entre muchos- y casi nunca sólo. Rebuscando entre la pila de papeles es tal vez posible descubrir que alcanzó esa soledad cuando, raramente en los últimos tiempos, volvió a su origen -en el que tampoco aisló su nombre, marcado por la huella de Edith Piaf como una especie de rúbrica- en la canción.Y sin embargo Montand llevaba consigo, pegada a la piel, la aureola de la estrella, que es quien únicamente alcanza, en las escalas de la mitología del cine, el derecho a esa soledad en la cumbre: basta nombrar su nombre para que este suene como referencia tautológica a quien pertenece y este quede envuelto y definido por él, sin compañía de nada ni de nadie. Quiere esto decir que Montand no hizo nunca cine de estrella, pese a que él, quizás a pesar suyo, lo era irremediablemente. Su único intento de acercarse al estrellato fue en su participación en El multimillonario, pero allí fue eclipsado por la hoguera que entoces era Marilyn Monroe y su nombre sonó otra vez a acompañante de turno, a muleta. En el resto de sus trabajos ante las cámaras fue siempre un actor de equipo que, aunque situado en la cabecera del reparto, quedaba siempre fundido en un conjunto, nunca sólo ni aislable de él.

Su presencia es indisociable de la de Charles Vanel en la que probablemente fue su mejor película, El salario del miedo. Durante décadas su aureola estuvo fundida con la de su mujer, Simone Signoret. La posesión de sus trabajos en la plenitud de su oficio (La guerra ha terminado, Z, La confesión, Estado de sitio, Las rutas del sur) fue compartida con Alain Resnais, Costa-Gavras, Jorge Semprún, Joseph Losey y otros. Y en su canto de cisne en Jean de Florette, jugó mano a mano con Gérard Depardieu, como siempre interpretó mano a mano con alguien o contra alguien. Hasta en eso fue consecuente: "Sólo la verdad es revolucionaria", dijo una vez hablando de política. Y aceptó para sí la verdad del cine, que es la ley del equipo, del conjunto. Dotado para ser estrella, jamás actuó como tal.

Sureño altanero

En el comienzo de su carrera cinematográfica interpretó una película hoy olvidada que se titula Estrella sin luz. La inversión de este título definiría al actor ingénito que.fue Yves Montand con bastante precisión: una especie de luz sin estrella. Elaboró minuciosamente durante décadas, hasta llegar a convertirlo en un tipo de altísima distinción, un personaje de aspecto burlón y altanero, con aires de sujeto duro que oculta una delidadeza y ternura inconfesables, detrás de una capa defensiva de tosquedad premeditada. Y era esta ambivalencia probablemente una herencia de su estirpe incrédula del peón sureño cuando emigra, con el orgullo cabizbajo, hacia el norte, hacia cualquier norte: se niega, mientras lo esconde, a ocultar el estigma de la pobreza italiana que arrastró en sus correrías adolescentes por los callejones golfos de la Marsella de entreguerras. De ahí, de esta encrucijada explosiva de caminos procedía la distinción de Yves Montand, la peculiaridad de su gesto de hombre libre y sin embargo hombre roca, malhumorado y no obstante risueño. Caminó sobre los asfaltos de París y Nueva York con el rencor y el desdén del, exiliado de sus raíces, cuando se mete en las raíces de quienes hicieron su exilio.Hizo mucha política y siempre en contra de algo. Y siguió haciendo Yves Montand política incluso cuando dejó de hacerla. Esto anuda aquel contrasentido a que nos referimos al comienzo: su insólita condición de estrella que eligió no ser esa mentira, a cambio de asumir la verdad de su pertenencía (salvo cuando cantaba, es decir: cuando entraba en el trance absorto del arte solitario) al conjunto, al reparto, al otro. Fue por ello consecuente consigo mismo incluso en sus inconsecuencias. Tan fuerte era el imán de su identidad, que sus célebres cambios de chaqueta adquirían en él la forma de ir siempre vestido con un mismo viejo traje, el traje del hombre libre desnudo, el que lleva puesto para siempre quien ha pasado alguna vez por la experiencia sin retorno de no tener nada que perder en la vida, salvo la vida. Y este fue su caso, su origen y la fuente de su energía, allá, en la Marsella de entreguerras, cuando era todavía el muchacho que nunca dejó de ser.

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