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Fórmula dura, pero no imposible

El mayor obstáculo para el éxito de la conferencia de paz sobre Oriente Próximo, convocada con tanta habilidad, astucia y determinación por parte del secretario de Estado, James Baker, es el alejamiento entre Estados Unidos y su amigo histórico, Israel. Hay tres peligros:- La parte árabe podría estar cegada por la ilusión de que su única contribución al proceso es la palabra paz, mientras que el hacer concesiones tangibles corresponde a Israel, y a Estados Unidos el garantizarlas.

- Israel podría verse paralizado por la perspectiva de una conferencia en la que no participa un solo miembro amigo, y una agenda -abierta u oculta- que ningún político israelí considera compatible con la seguridad de su país.

- Estados Unidos podría encontrarse al final con el imposible dilema de tener que elegir entre admitir su impotencia o imponer un acuerdo que hipoteque el futuro de un amigo tradicional.

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La Administración norteamericana sirve a los intereses nacionales al impulsar el proceso de paz con tanta energía. Estados Unidos no podrá mantener una relación vital con el mundo árabe a menos que haga un esfuerzo leal e imparcial para demostrar que su compromiso no se limita al Golfo. Pero ese compromiso no puede ser puesto a prueba mientras el contenido siga siendo absorbido por las formas. Tan pronto como los subgrupos de la conferencia se pongan en camino, los negociadores se verán condicionados por los plazos; la falta de una buena preparación podría acabar en frustración para todas las partes.

Para culminar el logro de la celebración de la conferencia, es necesario volver a los primeros principios. No debería animarse a ninguna de las partes a identificar la paz con su propio programa óptimo. Israel no puede seguir en posesión de todos los territorios ocupados. Los Estados árabes no deben insistir en la creación de unas fronteras incompatibles con la seguridad de Israel o en ofrecer la palabra paz como su contribución principal al proceso. Cualquier acuerdo al que se llegue debería depender en gran medida de las partes. Debería dejar a las dos partes la suficiente capacidad defensiva para repeler un ataque. Debería contener medidas que establezcan la confianza entre las partes, así como incentivos políticos y económicos y castigos para mantener el acuerdo.

Al final, será necesaria algún tipo de garantía norteamericana. Pero no debemos recurrir a las garantías militares como medio para salir de un punto muerto; no pueden constituir el único quid pro quo de un acuerdo que, de otra forma, sería inaceptable. Eso nos haría responsables de la defensa de Israel e involucraría automáticamente a Estados Unidos en todas las crisis militares árabes-israelíes. El objetivo será encontrar un equilibrio entre el compromiso de actuar como último recurso, y el asumir de hecho la seguridad de Israel. No es evidente que cualquier garantía que se dé a Israel, por muy concreta que sea, será apoyada por una opinión pública cada vez más nacionalista; seguramente dependerá de cómo se materialice. Será prácticamente imposible sostenerla si surge de una larga confrontación en la que Israel figure como el villano del proceso de paz.

En esta cuerda floja, Estados Unidos sólo podrá atravesar el abismo si no se inclina demasiado hacia ninguno de los lados. Debe hacer oídos sordos al canto de las sirenas que hablan de imponer un acuerdo unilateral sobre Israel. Con el tiempo, una decisión así minaría nuestra posición en la zona, incluso, paradógicamente, entre los árabes. Si Estados Unidos quiere apoyar a los árabes moderados -el argumento habitual cuando se habla de esto- debería aprovechar su amistad con los dos lados para obtener concesiones de ambos. En esas circunstancias, los árabes moderados pueden afirmar que fue su amistad con Estados Unidos, y no las presiones radicales, lo que nos indujo a urgir a Israel a hacer concesiones. Esa estrategia dio lugar a tres acuerdos provisionales y a un acuerdo de paz entre los años 1973 y 1978.

Una posición contraria a Israel da a Estados Unidos una popularidad temporal en el mundo árabe, y quizá a nivel nacional, pero sacrifica nuestro papel a largo plazo como mediadores. Cuando surge un desacuerdo entre Estados Unidos e Israel, los árabes radicales no ven necesidad de modificar sus exigencias; los moderados pierden la razón para justificar un compromiso e Israel intenta ocultar su pánico bajo la intransigencia.

Estoy de acuerdo con la Administración en que, tras la guerra del Golfo y el colapso del comunismo, la posibilidad de avanzar es mayor que nunca. Puede que un acuerdo amplio esté fuera de nuestro alcance, porque cuando se tratan todos los temas a la vez, la parte más intransigente puede imponer su veto. Pero los procedimientos de la conferencia parecen lo suficientemente flexibles como para permitir una serie de acuerdos provisionales. Un primer paso esencial es restaurar el diálogo con Israel, para que nuestras relaciones pasen de las recriminaciones a los contenidos. Para contribuir, Israel tiene que abandonar las tácticas de atrincheramiento con las que pretende evitar la discusión de los temas, entorpeciéndola con disputas sobre los procedimientos.

Estados Unidos, la parte incomparablemente más fuerte, le debe a Israel no tanto apoyo a su postura como compasión por los dilemas de ese país. Habiendo pasado toda su existencia sin ser reconocido, siendo boicoteado y en peligro de ser engullido por sus vecinos, mucho más poblados, a Israel le resulta difícil confiar su supervivencia a frases como "paz verdadera" cuando son formuladas por países que raramente la han practicado en sus relaciones con los demás.

Después de todo, Irán e Irak, así como Irak y Kuwait, estaban en paz cuando estallaron guerras sangrientas. Durante la guerra del Golfo, Israel estuvo sujeto a ataques con misiles casi a diario, aunque no era una de las partes en conflicto. Y Estados Unidos presionó para que no respondiera a menos que sus vecinos árabes, que supuestamente luchaban por su propia supervivencia, llegaran a dejarse vencer por su odio hacia Israel y se unieran al enemigo. El consejo norteamericano a Israel en este tema fue acertado. Pero el mero hecho de que fuera necesario explica la sensación de aislamiento que esconde una histeria incipiente tras la intransigencia y la arrogancia.

Los recelos israelíes, resulten o no comprensibles, no justifican su enloquecedor estilo a la hora de negociar. Convencidos de que sus colegas norteamericanos no perciben los matices de los que depende su supervivencia, y temerosos de que cualquier concesión les lleve a una

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superficie resbaladiza, los negociadores israelíes han perfeccionado su habilidad para la ofuscación. Su táctica favorita es echar mano de alguna vieja cuestión, frustrar al negociador norteamericano hasta que éste, por fin, insiste en salirse con la suya, y luego ceder, diciendo que no es posible hacer más concesiones.

A Israel, un país que, incluyendo los territorios ocupados, tiene sólo unos 80 kilómetros de ancho, le resulta difícil hacer cualquier concesión territorial. Durante décadas, ha hecho reclamaciones cuya principal virtud a ojos de los israelíes era precisamente el que fueran inalcanzables. Eslóganes como "paz" y "conversaciones directas" constituían la base de la diplomacia israelí, y se pronunciaban, con una intensidad que aumentaba su vaciedad. Para todas las demás naciones, la paz es un término ligado a condiciones específicas, no una etiqueta que se justifica por sí sola.

Lo mismo ocurre con las tan invocadas "conversaciones directas". Para empezar, simplemente no es cierto que árabes e israelíes no hayan negociado nunca cara a cara. Lo hicieron en secreto en varias ocasiones, a nivel militar en 1973 y 1974, y en Camp David en 1978. En cualquier caso, lo importante de una reunión no es el experimento en sí, sino su sustancia. Israel ha insistido tanto en la "paz" y en las "conversaciones directas" que ahora, en cierto modo, se ha visto atrapado en sus propias redes. Israel se ha colocado a sí mismo sobre el filo de una negociación en la que corre el peligro de haber pedido que se cambie una seguridad tangible por meros formalismos legales. Para que el proceso prospere, hay que animar a la parte árabe a dar algún contenido concreto, y árabe, a la palabra paz.

Estos temas se derivan de la propia naturaleza de la política interior israelí. Los líderes, elegidos proporcionalmente a su representación en las listas de los partidos, tienen pocos incentivos para promover ideas de largo alcance o para hacer propuestas de negociación generosas. Ningún partido político ha alcanzado nunca la mayoría en el Parlamento. Los gabinetes se sostienen, o bien gracias a una coalición de los dos partidos mayoritarios, que maniobran para intentar derrocarse mutuamente, o, lo más común, gracias a un grupo reducido que está a merced de socios extremistas minoritarios.

La posición negociadora propuesta por los partidos mayoritarios de Israel, que consigue combinar la intransigencia con la ausencia de ventajas a largo plazo para Israel, refleja las presiones de este sistema. En deferencia a los planteamientos radicales de su mayoría, el Likud, en el poder, se opone a toda concesión territorial. Para aparentar un mínimo de flexibilidad, ha ofrecido autonomía y elecciones libres en los territorios ocupados. Al no estar dispuesto a aceptar la posibilidad de un compromiso territorial, el Gobierno israelí ha extendido esta propuesta a la totalidad del territorio ocupado.

Pero el plan adolece de la misma cualidad autodestructora, esa cualidad de formalismo legal que aqueja a los eslóganes "paz" y "conversaciones directas"; seguramente las elecciones desgastarán la legitimidad de la ocupación israelí. Israel se verá abocado a renunciar a cualquier territorio en el que haya autorizado elecciones. La experiencia en las repúblicas bálticas, al igual que en todos los demás territorios que aspiraban a la independencia en los que se han celebrado elecciones, no permite llegar a otra conclusión. La propuesta del Gobierno israelí consigue justo lo contrario de lo que pretende.

El Partido Laborista, en la oposición, está a favor de un "compromiso territorial" sin definir lo que eso significa, porque conoce muy bien el error electoral que supone el ser específico. Esta vaguedad táctica ha llevado a algunos funcionarios oficiales norteamericanos a concebir la ilusa esperanza de que los laboristas podrían apoyar el restablecimiento de las fronteras que existían antes de la guerra de 1967. Sin embargo, todos los sondeos muestran que la opinión pública israelí rechazaría abrumadoramente semejante posibilidad. Por consiguiente, Estados Unidos nunca ha tenido la oportunidad de estudiar compromisos territoriales realistas con ninguno de los líderes de los partidos israelíes.

En lo que respecta a Estados Unidos, su fórmula estándar de "territorio a cambio de paz" no identifica ni el territorio al que habría de renunciar, ni el contenido de esa paz. Los árabes han seguido guardando silencio respecto al contenido de la paz, y han seguido mostrándose vagos con respecto al resto de sus reivindicaciones, aparte de las territoriales. Insisten en que los temas que implican una cooperación árabe-israelí, que, después de todo, aportan un mayor incentivo para las concesiones territoriales de Israel, sean independientes de las discursiones territoriales. Por tanto, éstas han quedado relegadas a un subgrupo distinto dentro de la conferencia, del que Siria, según ha declarado, probablemente no formará parte. Por consiguiente, los diferentes subgrupos corren el riesgo de convertirse en una demanda a Israel de territorio a cambio de una paz que carece de contenido sustancial.

Está claro que, una vez que se haya iniciado la conferencia, ninguna de las partes podrá seguir manteniendo su pacto de silencio por mucho tiempo. En las presentes circunstancias, existe el peligro de un punto muerto.

A un grupo cada vez más extendido en Norteamérica le gustaría transformar el callejón sin salida en el que se encuentran las negociaciones en una confrontación con Israel, e imponer un acuerdo por el que se establecieran las fronteras de 1967 apenas modificadas y una nueva condición para Jerusalén. A largo plazo, esa dirección desbarataría el proceso de paz. Una táctica adversa frente a Israel podría tentar a los líderes árabes a creer que Estados Unidos aceptaría las concesiones territoriales sin pedir nada a cambio. Por su parte, Israel, por muy belicosa que sea su retórica, no puede mantener un enfrentamiento prolongado con su único amigo. Aunque ahora parezca improbable, dentro de unos años eso podría desintegrar, como al Líbano, a los otros Estados no musulmanes de la región, a los que sus vecinos musulmanes consideran intrusos, implacablemente combatidos y finalmente sometidos. O O Israel, a la desesperada, podría estallar en guerra. Por último, los extremistas árabes podrían decidir aprovechar la oportunidad que supone la división entre Estados Unidos e Israel para provocar un enfrentamiento. A los que piensan que es necesario que la Administración emplee un tono duro para demostrar ecuanimidad, les diría que es más probable que Israel haga concesiones dentro de una atmósfera en la que la buena voluntad de los norteamericanos ofrezca una seguridad clara, y que el enfrentamiento llevaría más bien al desastre que a la paz. En cualquier caso, no sabremos qué teoría es la correcta hasta que Estados Unidos e Israel no emprendan un diálogo serio.

En ese diálogo, Israel debe estar preparado para modificar su actual postura negociadora, especialmente en lo que concierne al tema territorial. No tiene sentido celebrar una conferencia en torno a unos territorios ocupados, si una de las partes adopta la postura de que nunca podrá renunciar a ningún territorio. Israel no puede evitar hablar de un compromiso territorial. Debe definir qué territorios son esenciales para su supervivencia, y adaptar sus propuestas de autonomía a esa realidad. El intento de aferrarse a todo impedirá el reconocimiento internacional de las legítimas preocupaciones de seguridad de Israel.

Al mismo tiempo, Estados Unidos no puede permitir que una comprensible irritación con las tácticas israelíes le lleve a insistir en unas soluciones que hagan que la supervivencia de Israel dependa exclusivamente de una seguridad meramente verbal o legalista que, aunque sea sincera, no ofrece ninguna garantía frente a agitaciones de radicales o fundamentalistas.

Por último, el establecimiento de asentamientos en los territorios ocupados durante las giras del secretario de Estado, [James Baker] a Oriente Próximo fue un desafío provocador e innecesario, pero hasta los líderes israelíes más flexibles preferirían la opción de acceder a limitar sus zonas de asentamiento ante algún interlocutor árabe a cambio de otra concesión recíproca, a que fuera un gesto unilateral de cara a Estados Unidos.

El debate debería desplazarse de lo esotérico a lo práctico. Es necesario abordar los siguientes temas:

a) ¿Qué concesión territorial es compatible con la seguridad de Israel y con su cohesión como Estado?

b) ¿Con qué concesiones recíprocas concretas, con qué contenido para la paz, contribuiría la parte árabe?

c) ¿Es posible definir la condición de Jerusalén, de forma que se combine la insistencia de Israel en una ciudad unificada, con el respeto hacia la religión y la sensibilidad histórica musulmanas?

d) ¿Debería el proceso llevar a un acuerdo que lo abarcara todo, o a una serie de pasos intermedios?

La situación es más esperanzadora de lo que sugiere la controversia. Los árabes moderados se dan cuenta de que no es probable que vuelvan a tener otra oportunidad como ésta. Israel está agotado después de décadas de lucha. No creo que sea prudente ligar entre sí todos los temas. Pero parece posible, aunque difícil, negociar un acuerdo provisional o una serie de acuerdos por los que Israel renuncie a parte de los territorios ocupados, a cambio de algo menos que la paz, como por ejemplo el fin del conflicto. El tamaño de ese territorio y la naturaleza de las concesiones recíprocas por parte de los árabes deberían constituir la esencia de la negociación. Después de todo, el acuerdo provisional con Siria ha durado 17 años, y no parece haberse desgastado, mientras que la paz no pudo impedir la guerra entre Irán e Irak, ni la ocupación de Kuwait, ni las muchas guerras de la historia que estallan entre países que están legalmente en paz.

La constancia y la dedicación a la hora de perseguir el proceso formal han traído una conferencia de paz. Ahora, momento de abordar el contenido, se necesitan líderes firmes y decisiones frías para llevarla a buen término.

fue secretario de Estado de Estados Unidos.

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