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Tribuna:SOBRE LA LEY DE SEGURIDAD CIUDADANA
Tribuna
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La vieja fórmula de la modernidad

El supuesto básico del viejo liberalismo, más o menos ingenuamente defendido, era que, así como en la naturaleza el orden natural surge del cumplimiento de las leyes naturales, en la sociedad el orden social surge del cumplimiento de las leyes sociales. El único requisito es, por tanto, que se cumplan las leyes que operan en la sociedad o, lo que es lo mismo, que se deje a la sociedad en la libertad de su propia autorregulación.En estas circunstancias debe existir una separación entre el Estado y la sociedad para que el Estado no interrumpa ni altere el delicado funcionamiento de los mecanismos sociales. El Estado debe limitarse a vigilar el libre juego del mercado y de la competencia entre las distintas fuerzas sociales y políticas.

La historia, sin embargo, mostró con rapidez una realidad distinta: el libre mercado no llegó a existir prácticamente nunca, las sociedades no se autorregulan, y lo que brota espontáneamente no es tanto la armonía y el equilibrio como la contradicción y el desorden. Por eso el Estado liberal ha tenido que desempeñar una función más activa de lo inicialmente previsto para que realmente existiera un cierto orden social. De ahí que se produzca la aparente paradoja de que el liberalismo (y en definitiva el capitalismo), pese a su discurso antiestatal, necesita del Estado más que ningún otro sistema político. Lo que ocurre es que necesita un determinado tipo de Estado apto para intervenciones selectivas y determinadas.

En las circunstancias actuales, fracasada la propuesta implícita en el Estado social de hacer compatible capitalismo con bienestar general, se trata de presentar con visos de modernidad la vuelta a la vieja receta liberal. Frente a las intervenciones reguladoras del Estado social que, ciertamente, dificultaban el proceso de acumulación, especialmente a partir de la crisis económica de los años setenta, se trata de facilitar la recuperación y el funcionamiento capitalistas a través del supuesto libre juego de las fuerzas socioeconómicas. Pero también ahora, como en el pasado, la armonía no se ha producido. Por el contrario, y de manera acentuada por la complejidad de las sociedades modernas, el resultado es el desorden, que tiene como manifestaciones ostensibles los nuevos caracteres -cuantitativos y cualitativos- de la desigualdad, el paro, la marginación o la delincuencia; es decir, la aparición de un número cada vez mayor de demandas sociales insatisfechas. En estas condiciones es necesario configurar un tipo de Estado liberal capaz de hacer frente a este problema. Porque si las demandas sociales no pueden ser satisfechas... deben ser reprimidas para garantizar el orden, el libre funcionamiento y la estabilidad social. Al liberalismo económico corresponde así el autoritarismo político. La fórmula ha mostrado su eficacia, porque permite una aplicación flexible graduando los contenidos de sus componentes de acuerdo con las circunstancias.

Autoritarismo político

La situación española actual es reconocible en ese esquema teórico. La política económica aplicada desde el principio por el Gobierno socialista ha respondido de forma progresivamente acentuada a los principios clásicos del liberalismo económico. La llamada Ley de la Seguridad Ciudadana responde a los principios clásicos del autoritarismo político. Solchaga y Corcuera, por utilizar estos nombres como inequívocas referencias simbólicas, son dos momentos del contínuum de la política del Gobierno cuyo primer responsable es desde hace nueve años de manera continuada Felipe González.Por todo ello son oportunos y se han hecho de forma competente los análisis jurídico-concretos de la ley que han permitido desvelar los aspectos de inconstitucionalidad que se encuentran en las posibilidades que abre a la violabilidad de domicilio, detención, discrecionalidad del poder ejecutivo o policial, elusión del control judicial y, en definitiva, los supuestos de indefensión y deterioro garantistas que alberga; sobre todo si se tiene en cuenta que la amplitud y cuidado con que en la Constitución Española se regulan estas materias muestra con toda claridad la mens constitutionis, de forma tal que si algún criterio debe presidir su desarrollo legislativo es el de continuar en esa actitud de amplitud y cuidado, de progreso y avance en la garantía de la libertad y, por consiguiente, la incompatibilidad con todo proyecto que incluya, ni siquiera potencialmente, una posibilidad restrictiva.

Pero en todo caso parece necesario ir más allá y señalar que poco se va a lograr con retoques o mejoras técnicas o acuerdos que traten más o menos habilidosamente de eludir un posible juicio de inconstitucionalidad. Porque lo grave es la racionalidad subyacente, la intencionalidad y hasta, probablemente, la necesidad política de ese proyecto de ley. Se intenta dotar al Estado de un elemento más de lo que se ha llamado, con terminología bien inquietante, el arsenal jurídico de las democracias. Y de eso se trata, de un arma que puede adecuar su uso a objetivos tácticos o estratégicos. Y debe hacerse notar que ese manejo técnico incluye consentir niveles altos de inseguridad, fácilmente rebajables, al objeto de suscitar en determinados sectores sociales deseos tales de seguridad y orden que la puesta en marcha de procesos autoritarios aparezca igualmente deseada y desde luego legitimada. La coincidencia con específicas movilizaciones ciudadanas de estos días hace pertinentes observaciones de este tipo.

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Por lo demás, el grosero montaje y la zafiedad de su representación proporcionan a esta iniciativa política su adecuada expresión estética.

Carlos de Cabo Martín es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense; Javier Corcuera Atienza y Miguel Ángel García Herrera son catedráticos de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco.

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