¿Dónde cantan los pajaros que cantan?
"Para y óyeme, oh sol. Yo te saludo / y estático ante ti me atrevo a hablarte". Con estos versos de Espronceda me dirijo al sol, en Madrid, un cuarto de hora antes de esconderse tras un ancho tejado de la larga calle Capitán Haya. Dentro de nada, este nuevo capítulo de mi Arboleda perdida lo escribiré en sombra, lejos de mi balcón, asomado a la bahía gaditana.Muy diferente es hablar del mar desde aquí, desde éste mi balcón madrileño, lleno de ruidos que no son como los de las olas, pero que también tienen su especial eco, su cola de sonidos no desagradables, aunque no como los del vaivén del oleaje. Aquí no se ven gaviotas y los rumores no son los de las olas contra la arena de las orillas. Es muy diferente ir perdiendo la luz con murmullos de espumas que con el de los motores. Yo sé que algunos de estos veloces coches pueden, en vez de en las arenas, darse un encontronazo con otro o contra el quicio de una casa de esta avenida. Soy, como es bien sabido, un gran miedoso de los automóviles; sólo puedo ir tranquilo en uno, siempre conducido por María Asunción, excelente y segura conductora. Sin embargo, me gusta Madrid, esta larguísima calle con musicales ruidos de coches que van saliendo de un inesperado túnel.
Tan reciente aún y parece ya lejos el verano que durante unos días, siempre demasiado pocos, vinieron a alegrarnos a su madre y a mí David y Marta. El, motorista encantador y enloquecido, siempre a toda velocidad por entre los caminos de las marismas. Ella, surgiendo en su crecida adolescencia como una sirena del cercano mar, que me hizo escribirle: "Sirenita valenciana, / eres más bella en el mar / de la bahía gaditana. / El agua a ti no te riza, tú eres quien riza el agua, tú eres quien riza el viento que te besa en la mañana. / Tú te cruzas con las olas, / las olas en ti se alargan. / En ti la luz es el viento, / con la luz brilla en tu cara, / linda sirena del mar, / sirenita valenciana".
Ahora, aunque no caen las hojas amarillas de los árboles, es el otoño aquí más otoño que en El Puerto, en donde, desde una espléndida terraza a la bahía, llegaba a mí un intenso aroma de cuatro maravillosas magnolias habitadas por musicales píos de misteriosos pájaros que los cobijan sin que jamás yo los viera, sino que solamente escuchaba su algarabía de agudos gritos invisibles, huéspedes estridentes de sus compactas sombras y oscuras hojas, capaces de fraguar en millares de píos que lanzaban durante toda la tarde.
"Canta, cantan. ¿Dónde cantan los pájaros que cantan?", se preguntaba Juan Ramón Jiménez por aquellos pájaros sin saber dónde se encontraban, entre los árboles y ramajes silvestres de Moguer, en la época en que él los citaba en sus mágicos y enamorados romances.
Yo voy a cumplir noventa años, bueno, aún me faltan algunos, y como ya he contado alguna vez, me impresiona pensar que supero en vida a Goya, aunque no la soberbia y magnífica edad de Tiziano, que vivió en plena producción hasta los noventa y nueve, y murió por una grave epidemia de cólera que asoló Venecia; si no, estaría todavía pintando desnuda a su bellísima hija Lavinia, que es la Virgen María que utilizó en los más hermosos altares de las iglesias venecianas. Pues bien, no es que yo quiera ser Tiziano, pero sí que lo voy a ser alcanzando sus años en plena producción poética y también, creo, pictórica. ¡Vivan los deseos de no morir nunca, de alzarse sobre los nácares dispuesto al amor y a la creación de nuevos poemas y nuevas obras!
Con los amigos que queden celebraré mis cien años con pescado frito de la bahía de Cádiz y vino fino perfumado de El Puerto y los langostinos frescos de Sanlúcar de Barrameda, esa ciudad alzada como templo a Venus, ciudad de la Santa Luz.
Viene hoy a casa, cuando estoy finalizando mi artículo, un joven para que le autentifique una estrofa firmada por mí en 1951, escrita al dorso de un dibujo al pastel de Salvador Dalí, representando una rosa roja cuyos pétalos altos se transforman en diferentes palomas. El dibujo, según me cuentan, pertenece a un periodista peruano que debió acercarse a mí durante mi exilio en Buenos Aires, y me propuso que añadiera unos versos para que realzase así el recuerdo de dos antiguos amigos de la Residencia de Estudiantes. He aquí la estrofa: "Luna, sol, montaña, / paloma, / espíritu de mujer, / viento de flores".
Y como ahora, de pronto, ha comenzado a llover y es la hora de las incoherencias, tengo que añadir este diálogo que repetía cuando era niño con mis hennanos y que me viene ahora a la memoria: "Oye, chiquilla, ve a aquel palacio y avisa a un coche, que'estoy cansada. Pronto, despacha. No pierdas ni un momento". "Oh, qué manera, qué modo de hablar. No puedo sufrir más, la cólera me ahoga. Se lo voy a decir a m¡ papá, para que se encargue de esto, y si mi papá no lo hace, al menos, pues, más o menos bien, yo me encargaré. Habréis de respetar mi dignidad, pues sabed que se trata nada menos que de la única hija del duque de Galápago".
Copyright Rafael Alberti.
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