Tres orejas de muy distinto precio
A mitad de la corrida ya se habían cortado tres orejas. Pero no todas tenían el mismo precio. Frascuelo, para obtener la suya, pagó con la moneda del arte; Pedro Castillo, con la del valor, y Julio Norte pagó bastante menos: su oreja fue un regalito. El presidente se hacía un barullo en el palco y al regalar esa oreja estaba devaluando las anteriores. Cuando en el futuro se recuerden los triunfos de Frascuelo y Castillo, a lo mejor alguien dirá: "¡Ah, sí! El día aquel en que el señor Valderas convirtió Las Ventas en un coladero!".Y será injusto. Frascuelo y Castillo estaban dando una gran tarde de toros, al estilo de Madrid. Ganado de casta impresionante trapío en el ruedo, y dos toreros allegando lo mejor de su valentía y de su inteligencia para dominarlo. Lances a la verónica de Frascuelo con añejo sabor, y luego faena de muleta torerísima. Faena dejándose ver; embarcándo al toro, que venía de largo, en tres estupendas series de redondos con variados remates. Y dos de tandas naturales, una abrochada mediante preciosa trincherilla, la otra sensacional en su hondura y su ligazón.
Garrido / Frascuelo, Castillo, Norte
Tres toros de Diego Garrido (dos rechazados en reconocimiento y uno devuelto injustificadamente al corral), de gran trapío, 1º y 3º encastados; 2º cinqueño, manso y bronco, condenado a banderillas negras. Dos de Julio de la Puerta, con trapío y encastados, 4º destrozado en varas. 6º, sobrero de Ortigao Costa, con trapío y casta codicioso. Frascuelo: pinchazo, estocada y descabello (oreja); media estocada caída (pitos). Pedro Castillo: bajonazo (oreja); pinchazo y estocada delantera (silencio). Julio Norte: pinchazo y estocada trasera baja (oreja con protestas); estocada trasera saliendo volteado (aplausos y sáludos). Plaza de Las Ventas, 12 de octubre. Tres cuartos de entrada.
El segundo toro, con cerca de seis años en los lomos, la sabiduría propia de quienes tienen el mundo muy vivido, licenciado en latín y experto en artes marciales, fue condenado a banderillas negras por su descarada mansedumbre. Violentísimo y sabelotodo en la muleta, no habría tenido un pase de no ser porque Pedro Castillo se empeñó en dárselos. Le retó, le demostró que sus puñaladas, latinajos y semblantes esquivos no le causaban pavor, y acabó acobardándolo. Tan farruco antes del desafío, el toro llegó a aceptar los redondos que Pedro Castillo quiso administrale, y si aún tiró a traición un espeluznante guadañazó postrero, eso tampoco arredró al diestro.
Faenas importantes, cada una según su estilo y circunstancia, habían merecido el premio, y la afición se sentía complacida por ello. Después Julio Norte toreó precipitado y sin temple, y ya no merecía oreja. A sus dos toros los toreó igual; el sexto, un sobrero que nunca debió salir, pues el toro que inesperadamente de volvió al corral el señor Valderas sólo era manso.
De todos modos, la corrida ya había decaído. Al cuarto, el picador le metió varazos'alevosos, dejándolo convertido en un guifiapo inútil, y la gente responsabilizó del desaguisado a Frascuelo. El quinto tenía tremenda codicia y aunque Castillo lo banderilleó con facilidad, se vio desbordado en el voluntarioso muleteo. Y llovió. Pero eso no le importaba tanto a la afición. Durante las faenas de Frascuelo y Castillo negrísimos nubarrones se cernían sobre el coso y aquel sobrecogedor aguafuerte le estremecía tanto como si lo hubiera pintado Goya. O quizá más.
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