El final del modelo sueco
Se han escrito estos días numerosos obituarios del modelo socialdemócrata sueco. Algunos traslucen una cierta sensación de expectativa, como cuando se acaba una larga crisis, y el mañana será peor o mejor, pero, en cualquier caso, novedoso, excitante, a estrenar. En otros, la intención es mucho menos inocente y más apologética, destilando una moraleja política que pretende tener validez universal. Después de la caída del comunismo, anuncian de reojo, también comienza a desmoronarse el bastión por excelencia de la socialdemocracia: los días de las ideologías públicas igualitarias están contados.Yo tengo mis dudas, y me pregunto si estas esquelas no serán prematuras. Sugeriré dos tesis, cuya única ventaja consiste en que, de ser mínimamente plausibles, tendrán al menos la virtud de la prudencia a la hora de establecer un certificado definitivo de defunción de la tercera vía sueca al socialismo.
Primera tesis: ¿qué pasaría si el triunfo de la coalición burguesa en Suecia no significara más que una rectificación parcial y necesaria de algunos aspectos del modelo sueco, dejando el modelo mejorado? ¿Y si además, para mayor confusión, estas reformas fueran en !u contenido muy propias de la izquierda europea continental? Segunda tesis: se puede establecer, con fundadas razones, que la coalición burguesa, en el caso de que fragüe, se enfrentará a problemas difícilmente resolubles por su parte, y se las verá y deseará para terminar establemente su mandato.
En primer lugar, existen aspectos básicos del modelo sueco que difícilmente van a ser removidos por el líder conservador Carl Bildt: tal es el caso de las políticas activas de empleo, que dedican el equivalente a un 4% del PIB al reciclaje y la recualificación profesional de los parados, pudiéndose evitar así el gasto de una sola corona en subsidios al paro. Nadie con un mínimo de sensatez desnaturalizaría tal sistema en una época en la que la cualificación constante de los recursos humanos es la clave del futuro económico.
Del mismo modo, es difícilmente imaginable un cambio de orientación de la fiscalidad sueca con respecto a las empresas privadas y a sus beneficios. Sencillamente, contra las creencias extendidas en este terreno, la socialdemocracia sueca ha gravado mucho menos a las empresas y sus beneficios que los Estados Unidos del presidente Reagan o que el Reino Unido de Margaret Thatcher, colocándose de hecho como el último país de toda la OCDE en la contribución que realizan las rentas empresariales al total de ingresos del erario público. Detrás de este hecho, tan poco conocido, yace una de las claves del sistema fiscal sueco, que ha consistido desde los años de la década de los cincuenta en incentivar al máximo la generación privada de beneficios y su reinversión productiva, para así consolidar una potente base exportadora industrial del país.
Ha sido el sistema fiscal, sin embargo, uno de los elementos del modelo que han precisado, desde hace algún tiempo, reformas. Pero se trata de reformas que a ningún socialista democrático parecerían aberraciones. Ciertamente la presión fiscal suelca hay que catalogarla como elevada; pero no es menos cierto, aunque mucho menos conocido, el hecho de que el sistema fiscal sueco es manifiestamente regresivo, gravando pesada e indiscriminadamente el consumo y también las rentas medias del trabajo: en este terreno, el modelo sueco no ha servido como faro de la socialdemocracia europea, y su rectificación, de modo que se convierta en más progresivo en la imposición indirecta y más leve en la directa, es algo que entra dentro de la filosofía de la socíaldemocracia europea.
Otro de los aspectos del modelo sueco que está hoy sujeto a rectificación se refiere al compromiso europeo. Generalmente se ha entendido de un modo muy superficial el neutralismo sueco. Detrás del mismo no ha existido tan sólo una opción geoestratégica que hoy va vaciándose de contenido. En ese país, como en sus hermanos escandinavos, existe una arraigada cultura de la insularidad, de la especificidad de sus propias soluciones, de la lejanía anímica con respecto al continente europeo. Y han sido las opciones populistas de izquierda, las que gravitan como aliados periféricos del laborismo sueco, noruego o danés, las que más enérgicamente han esgrimido tal bandera, minando así la determinación europeísta de estos partidos. Tal circunstancia coloca al modelo sueco en abierta particularidad frente a la socialdemocracia europea continental (continental, es decir, sin contar con el laborismo británico, que en este terreno tiene rasgos comunes con el escandinavo), que se está afanando por apuntalar con todas sus fuerzas, como en el caso del PSOE, la opción supranacional europea frente a toda tentación particularista.
En resumen. Existen aspectos esenciales del modelo sueco, en el que están íntimamente trabados la justicia social y la eficiencia económica, que dificilmente van a ser desmantelados. Y, por otra parte, algunas dimensiones de rectificación del modelo sueco no van a suponer quela socialdemocracia europea se rasgue las vestiduras; muy al contrario, tales cambios van a producir una convergencia del modelo sueco con la práctica política y la estrategia del socialismo europeo continental.
Pasemos a un último aspecto. El sistema electoral sueco se distirigue, como el español, por ser proporcional, y en consecuencia, por producir Gobiernos de coalición. Un dato que puede sorprender: en casi 60 años de supremacía socialdemócrata en Suecia, tan sólo en dos ocasiones consiguió el partido de Olof Palme la mayoría absoluta. En las restantes citas electorales gobernaron los socialistas en coalición. ¿Cómo conjugar esta circunstancia con la extraordinaria estabilidad, que ha sido uno de los rasgos distintivos del modelo sueco? La explicación a este enigma reside en que, sustentando al régimen democrático, existe una realidad de fuertes organizaciones económico-sociales, empresariales, sindicales y comunales, que han podido y querido, a través de la negociación y el consenso, llegar a acuerdos decisivos y a largo plazo con los sucesivos Gobiernos, dotándolos así de programas y políticas socioeconómicas muy legitimadas y, por tanto, muy estables.
Una coalición burguesa que quiera desmantelar este sistema de consenso corporalista se verá en Suecia abocada a la inestabilidad; una inestabilidad agudizada, además, por la heterogeneidad evidente de los partidos de la coalición. Pero si el bloque burgués, con buen criterio, no se alza contra este aspecto básico de la organización política sueca, entonces dificilmente podrá introducir en su mandato otra cosa que retoques razonables y consensuados al modelo.
Las resistencias que frenaron en el Reino Unido muchos aspectos de la revolución neoconservadora van a palidecer sin duda frente a la oposición por parte de los sindicatos, los municipios e incluso los propios empresarios, si Bildt se lía la manta a la cabeza e intenta hacer tabla rasa de los expedientes y procedimientos de consenso económico-social que están profundamente asentados en la sociedad sueca.
En conclusión, con la significación simbólica que se ha creado en torno a la contienda política en Suecia, es evidente que nos encontramos ante la versión años noventa de las expectativas (a todas luces excesivas, vistos los resultados) que se generaron en la década de los ochenta en torno al empuje del neoliberalismo en el Reino Unido de Margaret Thatcher: con tanta expectativa será obligado mantener un punto de atención durante los próximos años acerca de la evolución del modelo sueco. Pero entre tanto parecería indicado suspender juiciosamente los anuncios prematuros acerca de su rinal a manos del neoliberalismo.
es miembro del comité federal del PSOE.
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