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La sentencia

No me ha producido estupor, ni siquiera indignación; sólo esa tristeza infinita que nos coloca, más allá de la resignación y de la rebeldía, en una soledad paralizante de la que has de sacar con fórceps las palabras.No ha habido sorpresas. Convencidos de que técnicamente resultaba imposible la absolución -estos chicos han hecho muy mal las cosas-, esperaba condenas altas, en cierto modo compensatorias de haber roto sistemática y conscientemente las ligaduras, en este caso obvias, que conducían a los verdaderos culpables. El Ejecutivo no se ha dejado investigar -a la vez que ha dado los pasos y ha hecho los gestos, como si estuviera empeñado en confirmar su autoría-, y el poder judicial no ha tenido otro remedio que aceptar lo inaceptable, a sabiendas de que peor hubiera sido un enfrentamiento, si fuera factible, entre poderes del Estado.

Al tener que salvar la cara no sólo el poder ejecutivo, sino también el judicial, maravilla lo bien que al final han salido las cosas, precisamente porque ninguno de los dos puede estar plenamente satisfecho. Han quedado así patentes tanto los límites como la unidad sustancial de ambos poderes.

Porque nadie esperaría que la mano derecha condenara a la izquierda. La judicatura se ratifica -¿había quien lo dudase?- como un aparato estatal, comprometido en primer lugar con el Estado, no con la sociedad: ahí es nada, si tuviéramos una magistratura capaz de aplicar el principio constitucional de igualdad de todos los ciudadanos, sin distinguir entre los de arri ba y los de abajo, cuando la distinción se asienta ya en las mismas leyes. Sabido es que los socialmente de arriba rara vez tienen que ver con el Código Penal -sus crímenes suelen estar tipificados como delitos- y que los instalados políticamente, llegados a una determinada altura, tienen garantizado el verse libres de cualquier injerencia judicial, aunque no fuera más que por los efectos demoledores que llevaría consigo. Si se puede mandar matar impunemente, ¿por qué no se podrá robar en las mismas condiciones?

Tampoco a nadie ha podido asombrar que se confirme una vez más que la cuerda se rompe siempre por la parte más floja. Cuando las cosas van mal y cae alguno, siempre el de abajo. La gente lo sabe y termina por aceptarlo, no sin mostrar simpatía por los caídos. En estos días se juzga en Berlín a cuatro soldados fronterizos que, cumpliendo órdenes, mataron a un fugitivo en el muro. Como es natural, se empieza a pedir responsabilidades por abajo, con la seguridad de que no se seguirá tirando de la cuerda, incluso en el caso de un Estado que, por haberse hundido en la propia ignominia, pareciera más fácil de condenar.

No me ha sorprendido lo más mínimo que una vez cerrada cualquier vía de investigación para aclarar la famosa X del juez Baltasar Garzón -sin cuyo valor cívico y saber jurídico no se hubiera celebrado probablemente este juicio, digámoslo con toda la admiración y el mayor reconocimiento-, el tribunal mantenga la peregrina tesis de que a los condenados, pese a ser funcionarlos, afirmar que actuaron siempre a las órdenes de sus superiores y no haberse encontrado el menor indicio de una trama civil a la que poder conectarlos, se les considere vengadores privados que actuaron por su cuenta y riesgo, librando al Estado de cualquier responsabilidad, incluso la sustitutoria que para las víctimas se derivaría de haberse, reconocido el carácter terrorista de los GAL, que se han visto así elevados a la categoría de "asociación ilícita". Bien sabían lo que se decían los portavoces del Ministerio del Interior al negarse a reconocer como terroristas a sus apreciados colegas: hasta ahí íbamos a llegar, a desdeñar la diferencia fundamental del que mata a favor de un Estado ya constituido del que lo hace por uno que todavía se quiere constituir.

Hace unos años, el terrorismo de Estado -de todas las formas de terrorismo, la que meparece más odiosa e injustificable- me producía una indignación furiosa, que se ha ido degradando hasta dejar sólo como poso la sensación de impotencia que experimenta el ciudadano ante la arbitrariedad del Estado. Vivencia amarga, corrosiva, que he compartido con algunos amigos que, sin la menor complacencia con los crímenes de ETA, han condenado los de Estado.

No hay discurso antiterrorista convincente que no condene todas sus formas, empezando por la más abyecta, el terrorismo de Estado. La sociedad española de nuestros días, hay que decir las cosas como son, se ha distinguido por la tolerancia complaciente, mayoritariamente, con el terrorismo de Estado, minoritariamente y sólo en el País Vasco, con el nacionalista, si se quiere también de carácter estatal embrionario. Una buena parte de españoles creen que se puede matar por razón de Estado, del existente o del que se encontraría en incubación: no en vano la violencia sería la partera de la historia. Se comprende que en semejante ambiente la indignación originaria se haya ido transformando en resignación, de la que hoy ya no me queda sino una tristeza profunda.

El que se indigna está dispuesto a pasar a la acción; el que se resigna comprende que nada puede hacer, aunque en principio habría que haber hecho algo. El que se hunde en la tristeza ya no sabe qué hacer ni qué pensar. Cuesta trabajo hacerse a la idea de que la mayoría de los españoles, por los más variados motivos, desde el placer de la venganza hasta la simple constatación de los resultados obtenidos -el fin sí santificaría los medios-, aprueban los crímenes de los GAL, y más duro aún, porque cabe personificar las decisiones, que acaso alguno de los que nos gobiernan, personas muy respetables y algunas hasta muy dignas de aprecio, pueda haber dado luz verde a la operación.

Cuando el Estado contemporáneo se ha convertido en el mayor de los terroristas, origen de todos los terrorismos, y un Estado de un país civilizado mata a seis millones de judíos por el delito de serlo; cuando un general del imperio se enorgullece de que nunca se sabrá el número de iraquíes que murieron en la primera guerra hecha con armas, inteligentes; cuando todos los ser-vicios secretos recurren al crimen, y gentes que reputamos normales, incluso especialmente inteligentes, lo consideran necesario, qué podrán pesar 20 asesinatos, si las ganancias están a la vista.

En nombre de qué o de quién unos pocos se yerguen en jueces implacables, encarnación de la verdad o de la justicia, o se creen depositarios exclusivos de la buena conciencia, cuando gozamos de la libertad y de otros muchos privilegios, sólo porque otros se ensucian las manos por nosotros. Hipócritas que os creéis mejores, cuando hubierais hecho lo mismo si hubierais tenido las mismas responsabilidades.

Bajo la cabeza y no sé qué contestar. Una voz que sale de lo más profundo me dice, sin embargo, que no es verdad que no haya posibilidad de comportarse de otra forma, que sea ingenuamente idealista el intentar aplicar los priricipios en los que decimos creer. También se necesita de algún valor cuando se dice públicamente que no, y se condena el terrorismo de Estado en Madrid, y el de ETA en San Sebastián.

Me embarga una tristeza profunda que no logra convertirse en indignación. A lo peor, antes de salir este artículo, los de ETA ya han cometido otro crimen, quitándonos la palabra, para dejar ya sólo lugar para la rabia.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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