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La fascinadora mediocridad

La larva, que tiene forma de gran suela de zapato, entra en el hormiguero y avanza hacia sus huevos, que se traga con la chulería que da la prepotencia, mientras las hormigas tratan inútilmente de picotearla por arriba, por los lados. Terminado el festín, la larva, allí dentro, se transforma en mariposa y sale victoriosa mientras las hormigas siguen atacándola desesperadamente, sin conseguir nada, porque la mariposa tiene una piel pegajosa que imposibilita el picotazo eficaz. El mundo animal facilita un ejemplo de cómo actúa la mediocridad en el orbe humano, entrando a saco, a través del lenguaje, de las imágenes y de los efluvios no verbales, en las conciencias, en los corazones, en los afectos.Imperturbable, la mediocridad avanza, sin el más mínimo desgaste. Es un sólido, un cuerpo que no se debilita con nada ni por nada. No va a más ni a menos, en el sentido de que no hay cambios en su sustancia viscosa, que ni aumenta ni merma. Tómese, a modo de experimento, como contenido de una conversación, un asunto banal, insignificante, feo, estúpido y se verá cómo algo empuja la atención, y aparece un intenso deseo de enfangamos en ese miserable affaire, concediéndole horas y horas de intercambio verbal, para comentarlo hasta la saciedad.

El hecho puede ser individual, privado -el noviazgo, boda y posterior divorcio de alguien, por ejemplo- o un suceso social: algo penal, financiero, político. Pues bien, a ese gesto, a esa conducta, que sólo una benevolencia mal entendida llamaría humana, se le consagra no días o semanas, sino hasta años, movilizándose, en el medio social, una atención enorme, un interés desmesurado, feroz, cuando tales eventos, por pura dignidad intelectual, deberían relegarse al último lugar de las cosas que mueven la mirada y el cerebro.

En la cultura ocurre lo mismo: un objeto cultural, que hasta los menos avisados advierten enseguida que de valor, calidad y originalidad carece en absoluto, empuja a miles de personas a su observación, asimilación y hasta recomendación como algo extraordinario. La garantía de ese valor está, se nos dice, en el número de ventas, de oyentes, de escuchas -de pronto tan notorio-, de gentes que miran tal objeto. Es el poder inmenso de esa mediocridad que camina, que avanza, que entra en las áreas atencionales del individuo, del pequeño grupo, del gran grupo, de las instituciones sociales y políticas.

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Se desplaza por las grandes urbes, por los villorrios chiquitos, circula por las autovías, por los caminos rurales, por los platós, por los parques, por toda la sofisticada tela de araña de los teléfonos, fax, télex, sabiéndose indestructible y actuando en consecuencia.

En cambio, cuando surge, tímido, lo que es interesante, original, inteligente, creador, al presentarse ante nuestros ojos eso tan prodigioso (y raro), y que es fruto de talento, hay un engranaje complejo en la psicología humana que lo desplaza, que lo descoloca, que lo margina.

La mediocridad sabe que la comodidad, el miedo, la imitación, son los poderosos automatismos psicológicos que la mantienen viva e incorrupta.

Cuando la mediocridad ve, a su lado, ese talento, esa originalidad, esa belleza de lo nuevo que da lo creador, se sonríe, se burla, porque se siente segura: conoce muy bien su poder de atracción, la extraña, pero verdadera capacidad que tiene de sobrevivir.

La ciencia psicológica podrá encontrar y acaso ha hallado ya, en su investigación de la vida psíquica, las causas profundas de ese mal. También la sociología profunda se habrá ocupado de ese urgentísimo problema de la vida actual. Y otras ciencias también... aunque tan grave es la amenaza que pareciera que todas las actividades pensantes y esclarecedoras del hecho humano tendrían que conjuntar sus esfuerzos para un formidable análisis de este hecho tremendo, que esta en la conciencia de todos, y que es la mediocridd que todo lo arrasa hoy.

Un enemigo tan poderoso sólo puede ser vencido con la acción inteligente de la sociedad toda, acción que, con energía extraordinaria, lleve a una revolución intelectual, emocional y, sobre todo, moral.

Los primeros estallidos de esta revolución, por mil sutiles signos, puede decirse que ya están produciéndose.

Hay gran fatiga, gran agotamiento de seguir con la conducta imitativa; hay clarísima exasperación de los múltiples conformismos que hacen perder a todos su capacidad crítica, asfixiando la posibilidad de ver lo profundo.

"¿Estamos vivos o sólo lo parece?", se preguntaba Anton Chéjov. Estar vivos es estar libres de la gigantesca vulgar¡dad; "sólo parecerlo" es nutrirse de la malsana influencia del, estereotipo, del lugar común, del tópico.

Hay un yo social que imita, y un yo auténtico que clama por su libertad, y, ahí está la lucha, entre un yo que se pliega a los dictados (le los otros (quienes, a su vez, siguen a otros, y así sucesivamente), y un yo que arriesga, que se juega todo por ser él mismo.

La libertad es la respiración del ser, y la palabra normalidad, curiosamente, designa dos cosas distintas: una persona normal es una persona sana mentalmente, pero también se dice de aquella que se adapta a un modelo social, (que actúa como actúan fuera; es esta última una persona que tiene un dentro invadido por lo de fuera).

La suela del zapato, aquella larva, sigue entrando en el hormiguero. La mediocridad sigue moviéndose como si algo del exterior la alimentara constantemente. Y lo original queda a un lado, medio olvidado, temido, y hasta, alguna vez, manifiestamente negado.

Pero eso, lo que es bueno, lo que es inteligente, lo que es fino, lo que es sabio, está ahí, entre nosotros.

Estar alerta a su llamada; saber que nos es tan necesario como el aire que respiramos, es mucho ya.

Un sabio antiguo, Lao Tze, nos abrió la senda para este mañana inteligente al descubrirnos, en su libro del Tao, "que lo débil vence a lo fuerte".

Javier del Amo es poeta y novelista. Trabaja como psicólogo.

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