Socialismo y falsa conciencia
Asfixia provocada por el aislamiento y el bloqueo exterior, traición a los ideales originarios perpetrada por unos dirigentes corruptos que liquidaron a la primera generación de grandes revolucionarios: en las últimas semanas se han repetido desde estas mismas páginas esas dos ideas sobre el colapso del comunismo que, aun si aceptan la ineficiencia y hasta la perversidad de su realización histórica, pretenden mantener, sin embargo, la vigencia de un modelo de sociedad y de Estado que por avatares de la historia todavía permanecería. inédito.El comunismo, viene a decir la primera tesis, no se ha realizado todavía. porque, desde el mismo momento de su triunfo, la revolución socialista, sometida al cerco capitalista, debió renunciar a su genuino proyecto como revolución mundial. Lo que ha existido en la Unión Soviética no ha sido en realidad socialismo, sino alguna otra cosa derivada de las necesidades de su construcción en un solo país. En estas condiciones de aislamiento, añade la segunda tesis, el socialismo fue desviado de su primer curso por la aparición de una nueva clase dirigente, una burocracia inculta e ignorante que frustró las grandes expectativas suscitadas por Lenin y sus camaradas bolcheviques.
Ambas interpretaciones muestran bien la permanente función de la ideología como falsa conciencia. Ante todo, no es cierto que el comunismo se haya tenido que desarrollar en condiciones de aislamiento: el tratado de Rapallo es de 1922, y la incorporación de la Unión Soviética a la diplomacia internacional y al comercio mundial estaba sustancialmente acabada en 1925. No es ocioso recordar que la URSS firmó con Alemania, en agosto de 1939, un tratado que permitía, semanas después, el reparto de Polonia. Por lo demás, en la guerra contra Alemania, Estados Unidos fue el aliado de la URSS -y no de Alemania-, a la que envió masivas cantidades de camiones y alimentos. En fin, desde 1945-1949, el socialismo, lejos de encerrarse en un solo país, se extendió por la inmensa mayor parte del continente eurasiático y algunos enclaves exteriores. El comunismo ha sido un sistema mundial con el mismo título que el capitalismo: formaban dos modos de economía-mundo en cambiantes relaciones de competencia y colaboración, o sea, de interés mutuo.
La segunda tesis fue esgrimida ya por los propios reformadores soviéticos en su primer intento de superar el estancamiento brezneviano sin renunciar a la sustancia del sistema. "Volvamos a Lenin" fue la primera consigna de Gorbachov. Su carácter ideológico era manifiesto desde el primer momento, pues retornar a Lenin es, en definitiva, volver a echar las bases sobre las que creció, frondoso, el árbol de Stalin. No ciertamente porque el producto histórico que conocemos como estalinismo hubiera de repetirse en toda su perversa singularidad, sino porque, prescindiendo de la peculiar forma de terror que el socialismo adoptó bajo Stalin, los fundamentos del sistema habrían sido los mismos, e idénticos los resultados finales.
Y son precisamente tales fundamentos lo que estas dos tesis pretenden ocultar, convirtiéndolas en manifestaciones de la falsa conciencia al correr un velo sobre la raíz de todo el asunto. Pues si los conceptos valen algo, entonces socialismo es, por lo menos, dos cosas: en economía, supresión de la propiedad privada de los medios de producción y del mercado; en política, transformación del Estado en pura administración tras un periodo transitorio de partido único. Esto era Gorbachov antes del golpe, y Breznev durante toda su vida, y Stalin, y Lenin, y Kautsky cuando Lenin le reconocía como maestro, y, si se apura, hasta el mismo Marx en las pocas ocasiones en que abandonó la crítica del capitalismo para ocuparse de prever el socialismo. Y bien, ha sido precisamente la supresión del mercado y de la propiedad privada de los medios de producción y la identificación del partido con el Estado la doble causa del fracaso histórico del socialismo y de su reciente hecatombe final. Y lo ha sido porque esos dos elementos han resultado anacrónicos: pretendían resolver problemas reales proyectando soluciones propias de un tiempo pretérito.
El socialismo fue pensado por artesanos e intelectuales radicalizados de las clases medias como remedio para librar a la clase obrera -y, con ella, a la humanidad- de la miseria física y moral provocada por el avance del capitalismo industrial entre los pequeños patronos y sus trabajadores. La solución consistía en suprimir la propiedad y el Estado -doble causa a la que se atribuía la ruina económica y la marginación política de estas clases sociales- y situar en su lugar mera administración de bienes colectivizados. Pero esta doble fórmula socialista, instrumento eficaz para situaciones de la llamada economía de guerra, se ha revelado nefasta para garantizar el crecimiento económico sostenido y la libertad política, pues los procesos de producción en masa y de crecimiento del Estado, característicos de las sociedades industriales, convirtieron necesariamente a los administradores en una casta de burócratas privilegiados y a los miembros del partido-Estado en policías. Kautsky, que era alemán, comprendió que ése habría de ser el destino del socialismo si no renunciaba a algunas de las tesis compartidas, antes de la escisión bolchevique, por todos los partidos de la Internacional Obrera; Lenin, que era ruso, después de renegar de su antiguo maestro tachándole de renegado, construyó su sistema ateniéndose estrictamente al modelo original más el inevitable suplemento del terror: no se edifican ideales ciudades de oro sin levantar grandes empalizadas y dar carta blanca en sus calles a la policía política.
No han sido circunstancias históricas exteriores e interiores -la mala suerte de que el capitalismo afilara sus mandíbulas de hierro mientras la clase dirigente rusa dormitaba en la corrupción- las que han provocado el derrumbe del socialismo, sino el cimiento mismo sobre el que se ha levantado todo el edificio, pues suprimir el mercado e identificar partido con Estado es causa de parálisis y corrupción que no tiene remedio ni por una mejora ética de la clase dirigente ni por la resurrección de idénticos ideales en tiempos más propicios. Ni la primera generación de revolucionarios profesionales (Lenin), ni la segunda de administradores del terror (Stalin), ni la tercera de burócratas gerontocráticos (Breznev), ni el fin de esta última de reformadores ilustrados (Gorbachov) han sido capaces de resolver la contradicción en que se ha debatido el socialismo real por la muy simple razón de que las contradicciones no se resuelven sin renunciar a los términos que realmente las provocan.
Suprimir esa contradicción equivale a renunciar a los dos elementos fundamentales sobre los que se edificó la reflexión socialista del siglo XIX: ni la abolición de la propiedad hace más iguales a los seres humanos ni la supresión del Estado como terreno de lucha política -a la espera de que algún día sea posible abolirlo- significa un incremento de libertad. ¿Quiere esto decir que el capitalismo está ahí para siempre, como
Socialismo y falsa conciencia
única economía-mundo posible, invulnerable a toda crítica? Seguramente no, seguramente las condiciones de producción, lo que Marx llamaba el desarrollo de las fuerzas productivas, volverán algún día anacrónicas las formas capitalistas de propiedad. Pero una cosa está clara: los términos en que hayan de formularse las críticas al capitalismo y las posibles alternativas para resolver las nuevas fórmulas de miseria y explotación no pueden surgir del sustrato que hizo posible el socialismo como construcción mental del siglo XIX, primero, y como realización práctica de nuestro siglo, después.Formular una crítica potencialmente eficaz del capitalismo exige cumplir la condición que el propio Marx se dio la pena y el trabajo de echar sobre sus hombros cuando comprobó que en 1848 no había sonado aún la hora de la revolución obrera: tomárselo en serio, tomar en serio el capitalismo de finales del siglo XX, claro está, no el de mediados del siglo pasado. Quizá ahora, por vez primera desde Bernstein, esté el pensamiento político de izquierda en condiciones de enfrentarse, como si de un nuevo comienzo se tratara, a la comprensión de la tremenda fuerza histórica mostrada por el capitalismo. Pero los chistes y demás ocurrencias sobre los desagradecidos nietos yuppies de los grandes revolucionarios, ansiosos de delicatessen (Vázquez Montalbán y Maruja Torres); las chanzas sobre lo que les espera cuando tengan abarrotados sus supermercados y puedan gozar de las libertades norteamericanas (Haro Tecglen); la compulsiva afirmación de la perennidad del ideal comunista y la indiscriminada denuncia moral del capitalismo como saco de todos los vicios (Anguita y, otra vez, Vázquez Montalbán), no son más que manifestaciones; de aquella falsa conciencia que Marx tenía como el peor producto de la ideología burguesa: con ella se trataba entonces de ocultar la raíz de la explotación capitalista; ahora se pretende disimular la causa del derrumbe socialista.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.