Otros amos
El sábado por la noche bebían champaña en el único restaurante decente de Vilna. Eran tres y descorcharon una botella cada uno. Estaban muy felices. Les vi pagar con dólares. Luego se ajustaron el alzacuellos católico, obsequiando apostólicas miradas a mi estupenda intérprete lituana. Desaparecieron.El domingo volví a verlos por la tarde en la catedral repleta de ovejas, donde oficiaron una interminable misa de acción de gracias, cantada, por la independencia de las tres repúblicas bálticas. Lucían sus antiguas castillas y ahora ponían los ojos en blanco. El coro de los esclavos de Nabucco amenizó la consagración, lo cual tampoco dejaba de ser simbólico.
El cardenal arrió la bandera del pasado opresor mientras izaba el trapo de la tortura eterna en el mástil del confesonario.
Todos estaban de rodillas con hambre, por lo que el prelado condenó el aborto, el divorcio y las relaciones prematrimoniales con una ferocidad que sólo podía llegar desde lo más alto y santo del universo. Hombres con escapulario pasaron las bandejas para la colecta por cada rincón del templo.
El gran bronce de Lenin aguardaba el momento de ser fundido, pues las masas habían arrastrado aquel cadáver hasta un rincón del crematorio, en las afueras de la ciudad. Las nuevas autoridades ocultaban su paradero.
Los mendigos suplicaban el último rublo a las puertas de la iglesia como sucedió siempre, borrachos sobre su propia orina.
Siempre, pensaba yo, hay otro amo detrás del que se va, luciendo un atuendo diferente. Puede ser gorra de plato, mitra de oro, turbante de ayatolá o sombrero de vaquero.
Da igual. Siempre está ahí, al acecho entre burbujas, porque el pueblo lo reclama de rodillas con mucho miedo y demasiada hambre.
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