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El emblema de la España negra

En un país asolado por los incendios forestales, la contaminación de las aguas, la desprotección de los ecosistemas, la caza abusiva y la urbanización desmadrada, no parece que la abolición de las corridas de toros sea la más urgente de las tareas que se nos plantean a cuantos amamos la naturaleza. Sin embargo, hay problemas que conviene atajar no sólo por su gravedad sustantiva, sino por su valor emblemático. Si el enfermo acude a la consulta con un trozo de mierda en su mejilla, conviene que el médico le recomiende que empiece por lavarse la cara.Desde la Baja Edad Media hasta principios del siglo XVIII toda Europa era sucia, chabacana, supersticiosa y cruel. Las calles estaban llenas de excrementos; las pestes y epidemias diezmaban la población, y las matanzas, torturas y mutilaciones estaban a la orden del día. Las ejecuciones públicas y las quemas de herejes o sediciosos eran los espectáculos más populares. Aunque menos multitudinaria, también la tortura de osos, toros, perros, gallos y otros animales tenían su público soez y apasionado. Esa Europa negra dejó de serlo gracias al esfuerzo de racionalización de las ideas y suavización de las costumbres que fue la Ilustración. La España negra posterior es el resultado de haber carecido de Ilustración en nuestra historia.

El adjetivo castellano cruel viene del latín crudelis, que a su vez procede de cruor (sangre derramada). Crudelis es el sanguinario, el que hiere hasta verter sangre, o el que se complace viendo cómo la sangre brota de las heridas. En este sentido literal de la palabra, eran crueles los espectadores del circo romano, que se complacían viendo derramarse la sangre de animales y gladiadores. Su crueldad contrastaba con la sensibilidad más refinada y suave de los griegos clásicos, aficionados al atletismo y al teatro de ideas.

En la España del siglo XVII los nobles aburridos entretenían sus ocios alanceando los toros a caballo. El pueblo llano los torturaba a pie. En el Alcázar de Madrid se laceraba y acribillaba a los toros hasta que éstos, desesperados, se lanzaban por un portillo abierto al precipicio posterior, en el que caían y se estrellaban, destrozándose y saltando sus miembros y vísceras por el aire, con gran regocijo de una corte grosera que miraba y aplaudía. De todos modos -y en contra de lo que ciertos antropólogos de vía estrecha quisieran hacemos creer- la crueldad no era ni es una originalidad étnica o racial de los españoles, sino una característica común a la Europa preilustrada.

En Inglaterra, por ejemplo, las fiestas de toros no eran menos crueles que en España. Como Vicky Moore ha documentado recientemente, desde el siglo XII hasta el XVIII eran frecuentes los espectáculos de bull-baiting, en los que el toro era hostigado, acribillado, atado y mordido por perros especialmente amaestrados. Esta fiesta se celebraba en un bull-ring o plaza de toros circular, con los espectadores situados en gradas alrededor. También había bull-runnings, comparables a los encierros de San Fermín y a las torturas callejeras de toros al estilo de Coria. En Stamford (en Lincolnshire) se celebraron hasta bien entrado el siglo XIX. También eran populares las corridas de osos (bear-baitings), aunque mucho menos frecuentes que las de toros, pues los osos eran más raros, caros y difíciles de conseguir.

La actual sensibilidad de los ingleses por los animales no es ninguna virtud racial, sino el resultado de un largo proceso de aprendizaje intelectual y moral. No en vano fue Inglaterra la cuna del pensamiento ilustrado, que desde el siglo XVIII inició una reacción contra todo tipo de tortura. Como ya señalaba el gran filósofo Jeremy Bentham en su obra clásica Los principios de la moral y la legislación, los intereses de los animales son también objeto de preocupación ética y jurídica, pues la pregunta esencial no es si son capaces de hablar, sino si son capaces de sufrir. Las ideas ilustradas se fueron imponiendo poco a poco. Los espectáculos basados en la crueldad fueron prohibidos en toda Inglaterra en el siglo XIX.

A partir del siglo XVII se inició lo que Ortega y Gasset llamó la tibetización de España, es decir, el aislamiento de nuestro país de los vientos ilustrados que soplan en el resto de Europa. No sólo seguíamos haciendo filosofía escolástica ramplona, y no participábamos en la gran aventura de la ciencia moderna, sino que tampoco la nueva sensibilidad moral hacía mella entre nosotros. En esa España sumida en el oscurantismo y la chabacanería fue extendiéndose y estilizándose la variedad plebeya (a pie) de la tortura pública de los toros, hasta dar lugar a la actual corrida, con su insultante cursilería, sus gestos amanerados y, sobre todo, su abyecta y anacrónica crueldad. Ya antes de salir del toril, el toro es sometido a todo tipo de mortificaciones en sus cuernos, ojos, piernas y testículos. A continuación, y ya en el ruedo, los picadores lo atacan con la pica hasta cortarles los músculos del cuello y destrozarlo por dentro. El inocente animal, chorreando sangre, y reventado de dolor, debe todavía someterse al lento suplicio de las banderillas. La espada del matador acaba de inundar de sangre sus pulmones. La puntilla es el único momento de piedad en todo ese esperpento sádico, atroz para el toro que lo sufre, y degradante para la embotada sensibilidad del aficionado que lo contempla.

Afortunadamente, y aunque sea con retraso, España se está incorporando ahora al carro europeo y haciendo suyos los valores de la Ilustración. Sin embargo, la España negra todavía colea, y todavía encuentra intelectuales casticistas dispuestos a jalear todo lo más cutre y cruel de la tradición carpetovetónica en nombre de un nacionalismo trasnochado y hortera, defendido con chulería numantina frente a las críticas del resto del mundo, rechazadas como presuntos atentados a nuestro sacrosanto patrimonio étnico-cultural, aunque ya vimos que la crueldad con los toros no tiene nada de específicamente hispano, y sí mucho de simplemente rancio, atrasado y anacrónico.

Ya no hay quien pare la decadencia de la España negra, aunque el cerrar filas de los castizos en su defensa pueda frenar el proceso. El debate está servido, y sólo tiene una salida racional: la abolición de esas bolsas de crueldad -en expresión de Ferrater Mora- que son las corridas de toros, y la transformación de las dehesas ganaderas en parques naturales. El municipio de Tossa de Mar ya prohibió las corridas. La Comunidad de Canarias también las ha prohibido. En el Parlamento Europeo el tema está planteado. Esperemos que sean los parlamentarios españoles los que propugnen la abolición de este emblema de la España negra. En definitiva, somos españoles los que cargamos con la vergüenza colectiva de llevar ese trozo de mierda en la cara, y somos nosotros los que más interés deberíamos tener en limpiárnoslo.

Jesús Mosterín es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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