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El terremoto nacional en la URSS

Carmen Claudín

La democracia ha ganado, en Moscú, una batalla histórica y decisiva para el futuro de los pueblos de lo que aún se llama Unión Soviética. La esperanza de los que pensamos, desde el principio, que el golpe podía fracasar no contaba con recibir una confirmación tan rotunda y tan rápida de que no estábamos tomando nuestros deseos por la realidad.No hemos presenciado un golpe clásico, sino la convulsión (esperemos que última) de un sistema que se resistía a morir. Un sistema despojado de los tapujos ideológicos que solían legitimarlo y dispuesto a recuperar el poder que estaba perdiendo irremediablemente. Su esencia queda perfectamente encarnada en esos personajes grises y lúgubres que ya no entendían el país real, y que, probablemente, se habían autoconvencido de que su actuación no era un golpe vulgar, sino una especie de reajuste hacia la normalidad, hacia lo que había sido siempre el orden natural de las cosas. Su miopía de aparatchiki dirigentes era tal que han ignorado olímpicamente las señales que les daban los resultados de las sucesivas elecciones: las principales raíces del descontento popular, sobre todo en Rusia, no estaban en un cansancio o despego respecto a los cambios, sino, precisamente, en la tardanza de un cambio más profundo y radical. En este sentido, el golpe, afortunadamente, llegó demasiado tarde. El virus de la libertad había hecho sus estragos y la evolución de la sociedad había calado incluso en las Fuerzas Armadas y, en una medida menos conocida, en el opaco KGB. Si los mediocres protagonistas de estas horas dramáticas se hubieran tomado la pena de analizar las muchas encuestas sociológicas aparecidas estos años en su país, tal vez hubieran acabado sin poder, pero con una jubilación tranquila. Sin embargo, toda su psicología les empujaba en ese sentido. La consolidación de fuerzas políticas independientes; el imparable debilitamiento del PCUS (el pilar de los pilares), dividido y herido de muerte si prosperaba el decreto de Yeltsin prohibiendo la actividad del partido en los lugares de trabajo; la ineludible introducción de la economía de mercado, así como la perspectiva del trato de una nueva Unión que iba a suponer un cambio radical en la articulación de los mecanismos de poder; todo ello excedía evidentemente los límites que estaban dispuestos a aceptar en nombre de una perestroika que se les escapaba definitivamente de. las manos. La ironía de su destino es que su acción ha aportado una ayuda decisiva a todo aquello que pretendían liquidar.

Nada, en efecto, podía conseguir una clarificación más segura y más drástica de los verdaderos defensores de los cambios democráticos. Por ello, las primeras declaraciones de Gorbachov, explicando su error político por una mala elección de individuos, no podían satisfacer a nadie, siendo como eran éstos la quintaesencia de todo aquello que representa realmente el PCUS. No por casualidad aquellos que, en el Parlamento y en las calles, llevaban más tiempo criticando a Gorbachov por su indecisión a adoptar una política más radical han sido los que no han dudado a enfrentarse a los tanques. No hay en ello ninguna paradoja ni un descubrimiento tardío del papel de Gorbachov, sino la demostración de quienes eran los verdaderos aliados objetivos de la perestroika de Gorbachov, incluso si, desde hacía tiempo, era Yeltsin el que encarnaba para la mayoría de la gente la lógica de la dinámica que el primero puso en marcha: no la reforma, sino la transformación del sistema.

En este sentido, la suspensión de las actividades del PCUS que impuso Yeltsin no debe ser percibida con nuestros criterios occidentales y vista como una medida antidemocrática. El PCUS no es un partido más, es el sistema mismo. La administración publica, las Fuerzas Armadas, el KGB, el complejo militar-industrial, todo ello era el cuerpo de una sola alma, el partido-Estado. Es precisamente la inextricable imbricación de las estructuras económicas con las estructuras políticas lo que explica fundamentalmente el fracaso de las reformas económicas parciales hasta ahora y la no adopción de un plan verdaderamente estratégico en este terreno. Por esta misma razón, la responsabilidad occidental en los últimos acontecimientos no reside tanto en la debilidad de su ayuda económica o en la tardanza en decidirse a lanzar un plan Marshall, porque ninguna ayuda externa hubiera sido suficiente, por sí sola para estabilizar la situación soviética mientras no se resolvía la cuestión política central. Por ello, el error de los dirigentes occidentales ha sido, básicamente., una equivocada apreciación política sobre el peligro de desestabilización que identificaban más con la impaciencia de los radicales que con el peso institucional de los conservadores, y que ha retrasado su percepción del peligroso desfase en el que había entrado la política, considerada centrista, de Gorbachov.

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Además, al contrario de lo que pueda parecer, las medidas contra el PCUS adoptadas por Yeltsin, seguido por otros presidentes republicanos, han sido en las condiciones actuales una decisión acertada para quitar terreno a los, anhelos de venganza que se han despertado en la población y que no serán fáciles de controlar. Por ahora es gracias a Yeltsin y a la intervención decidida de los diputados demócratas que no haya corrido sangre en Moscú. Conviene recordar nuevamente que el anticomunismo de allí poco tiene que ver con lo que se conoce aquí. Es la expresión de un auténtico odio social de la gente, como el que el europeo occidental sólo puede recordar remontándose a principios de siglo, un odio a la medida de la profunda desigualdad social, de la infranqueable división en castas administrada por el partido, que caracterizaba a la sociedad soviética. A esto se añade la inconmensurable responsabilidad moral del PCUS en la eliminación física de varias decenas de millones de personas, comunistas incluidos. Ningún partido, ningún régimen fuera de la URSS ha soñado siquiera poder eliminar tantos comunistas como los que ha aniquilado el poder soviético. Desde un punto de vista moral, pues, la ecuacion es inapelable: a monopolio total, responsabilidad total. Es evidente que el planteamiento político tiene que ser otro si se quiere llegar a un consenso y conseguir una transición pacífica, pero no hay que olvidar nunca esta realidad para entender cuán difícil y complejo es el margen de maniobra comparado, por ejemplo, con la transición española.

En estas condiciones, la presión sobre Gorbachov para disolver el partido y renunciar como secretario general es más bien un favor que se le ha hecho, ya que él mismo no ha tenido la lucidez política suficiente para tomar esa decisión como primera medida al regresar a Moscú. Es de admirar su valor personal a la hora de defender sus principios en momentos tan adversos, pero no se entiende de ninguna manera la coherencia de estas convicciones con la permanencia en ese partido. Es una decisión que Gorbachov tenía que haber tomado mucho antes y no está nada claro que no sea demasiado tarde.

Por fin, no hay que olvidar que el terremoto nacional es otro producto directo de este sistema. Pero las fuerzas democráticas rusas no deben ser confundidas ahora con el tradicional nacionalismo gran ruso que siempre fue otra de las características cosustanciales del sistema soviético. No por casualidad, en los últimos años se había producido un evidente acercamiento de facto entre los sectores más conservadores del partido con grupos derechistas, de corte fascista, anticomunistas, pero que anteponían la unidad sagrada de la patria rusa a cualquier otra consideración. Como era de prever, el golpe ha acelerado los movimientos centrífugos de todas las repúblicas. En el mejor de los casos, se irá ahora hacia una confederación de características inéditas en el mundo. Pero el camino para llegar a ello será ahora aún másdiflicil y necesitará una enorme dosis de voluntad y serenidad políticas, nada fáciles de encontrar en estos momentos de exaltación colectiva.

Carmen Claudín es responsable de Países del Este, Fundación CIDOB (Centro de Información y Documentación Internacional de Barcelona).

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