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Gorbachov y los fantasmas rusos

La vida rusa, por lo menos en la época moderna, siempre ha sido pendular, cíclica, contradictoria, en alguna medida esquizofrénica. En ninguna parte se entiende esto mejor que en los clásicos: en Los endemoniados, en Guerra y paz, en El maestro y Margarita. En las páginas de Dostoievski, de Tolstói, de Bulgákov, en las de Gógol y Turguénev, encontramos a cada rato a los parientes próximos de un Borís Yeltsin, un Mijaíl Gorbachov, un Nikita Jruschov o un Iósif Stalin. Son personajes diferentes, personajes antípodas, y a la vez perfectamente conocidos y reconocibles. Rusia, en el pasado, y la Unión Soviética, en las últimas siete décadas, fueron el campo de lucha de una Ilustración incipiente con la persistente Edad Media, de un racionalismo extremo con el fanatismo y la superstición, de Europa con el mundo no europeo, de la civilización y la barbarie. Lenin, a pesar de todo, a pesar de su pasión revolucionaria, o a causa precisamente de ella, era un occidental, un heredero de la filosofía crítica. Lo demostró cuando supo dar marcha atrás y cuando elaboró la nueva política económica, que fue un regreso claro, heterodoxo, a los estímulos y a los mecanismos del mercado. Stalin, en cambio, era un bárbaro astuto, inteligente, implacable: un heredero a conciencia de Iván el Terrible. Al ver la segunda parte del filme sobre Iván que había hecho Serguéi Eisenstein felicitó calurosamente al cineasta y no vaciló un instante en prohibir la obra. Sabía muy bien que Eisenstein había hecho su retrato indirecto, el retrato de una fiera política peligrosa.Los movimientos pendulares de la historia rusa o soviética trajeron a Jruschov después de la era de Stalin, y a Gorbachov después del periodo de la burocracia neoestalinista. En los primeros días de Gorbachov pensé en la reaparición del fantasma de Jruschov, que, había pasado el final de su vida en condiciones de residencia vigilada y que había sido enterrado en unos funerales casi clandestinos. Se produciría otra. apertura política, más profunda quizá que la anterior, en algunos aspectos irreversible, y comenzaría un segundo deshielo. Resultaba oportuno recordar lo que había escrito el propio Nikita en sus Memorias: "Estábamos asustados, verdaderamente asustados. Teníamos miedo de que el deshielo desencadenara una inundación que no seríamos capaces de controlar y que nos ahogaría a todos...".

Al cabo de un tiempo comprendí que Gorbachov era un personaje completamente diferente: ni un endemoniado dostoievskiano ni un mujik, un campesino con sentido común y con ciertas aspiraciones libertarias, pero capaz de golpear con el zapato en su banco de las Naciones Unidas. Me recordaba, por el contrario, y de un modo muy preciso, a esos reformistas a la europea que siempre actuaron en la vida rusa, que desde la época de los zares alcanzaron influencia en el Gobierno, pero que nunca llegaron a imponerse del todo. Quedaba demostrado que ese tipo humano había sobrevivido después de la revolución, que se había infiltrado en el interior del sistema y que de pronto, por primera vez, con Mijaíl Gorbachov y con Raísa, su mujer, hacía su aparición súbita, inédita, en el lugar más alto de la jerarquía.

Uno de los secretos de la era de Gorbachov, una de sus claves, ha consistido precisamente en la confianza que supo inspirar a los jefes de Estado occidentales. No ha sido una cuestión de ideología, sino de estilos, de tono, de personalidad. Si fuera por la ideología, el ídolo de Occidente habría tenido que ser el anticomunista y procapitalista Borís Yeltsin. Sin embargo, gente tan poco sospechosa de socialismo como Margaret Thatcher, John Major, George Bush o James Baker, prefirió confiar en la prudencia, en el sentido del equilibrio, en la flexibilidad negociadora de Gorbachov. La actitud sólo cambió a favor de Yeltsin cuando éste, con evidente riesgo de su vida, encabezó la lucha contra el golpismo. Sin embargo, la audacia y el coraje de Yeltsin todavía se ven unidos a cierto primitivismo político, a una vehemencia que puede resultar insegura, mientras que Gorbachov representa la tradición europea, y democrática, de la política como arte de lo posible.

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Ahora, dentro de los movimientos dramáticos del péndulo, no sabemos si el Gorbachov que se volvió a instalar en el Kremlin es un fantasma, una sombra dé sí mismo. Uno de los problemas centrales de la vida rusa, desde los tiempos de Pedro I y de Catalina, consistió siempre en asimilar la modernidad, el conocimiento y la técnica de Europa sin perder la identidad y la unidad nacionales. La confianza que infundía Gorbachov a los gobernantes occidentales probablemente implica desconfianza dentro de su propio medio. Lo que para unos era prudencia, para los otros puede ser ambigüedad y vacilación. Desde Occidente, uno podría pensar que la pareja de Gorbachov y Yeltsin es perfecta para llevar adelante la perestroika. Yeltsin es la imaginación; Gorbachov, la razón moderadora. Yeltsin asegura el apoyo popular, y Gorbachov, la confianza de la comunidad internacional. Pero toda visión occidental, externa, de estos fenómenos corre el riesgo de ser irreal, ilusoria.

Desde Pedro el Grande hasta el mismísimo Gorbachov, los grandes estadistas rusos trataron de conciliar las libertades intelectuales, que ya desde mediados del siglo XVIII eran vistas como condición indispensable del desarrollo, de la moderrudad, con la cohesión imperial y burocrática. En Guerra y paz, los generales prusianos aliados de las tropas zaristas, conocedores de la ciencia militar moderna, quedaban supeditados al instinto de cazador y de campesino del mariscal Kutuzov. Vale decir, en la lucha contra Napoleón y contra las ideas francesas, que planteaba dilemas parecidos a los de España, se utilizaba una versión limitada, controlada, de la modernidad. La aparición de Gorbachov supuso la primera entrada al primer plano de una conciencia política verdaderamente moderna, escasamente ideológica, atenta a los equilibrios de fuerzas. La de Borís Yeltsin, el primer abandono de las viejas aspiraciones imperiales. Yeltsin aceptó el desmembramiento como precio necesario e incluso deseable de los cambios. Es probable que su actitud, dados los extremos a los que se ha llegado, sea hoy día lúcida. Al fin y al cabo, la liquidación del estalinismo, el sistema que consolidó la unión y el imperio, pasa inevitablemente por ahí. En ese caso, el poder de Gorbachov, supranacional por definición, estaría destinado a desvanecerse y desaparecer. Por irónico que parezca, Gorbachov, el moderno, el europeo, sería entonces el último, de los gobernantes soviéticos, el último de los herederos del sistema que había instalado Iósif Stalin, y que representaba, en más de algún aspecto, los sueños ancestrales de Rusia. En este sentido, la crisis reciente puede ser interpretada como un despertar, como un aterrizaje definitivo del mundo ruso en la realidad de finales de este siglo.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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