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Zoología moral

Fernando Savater

Hace dos o tres meses acabó mi programa favorito de televisión, el único capaz de hacerme abandonar cualquier otra obligación o recreo para disfrutarlo. Era (es, porque por fortuna puede conseguirse toda la serie en vídeo) La vida a prueba, dirigido por David Attemborough, el hermano listo del empeñoso Richard. No he leído demasiados comentarios sobre estos documentales excepcionales, quizá porque la admiración pura puede pasarse de glosas. Su tema, me atrevo a recordárselo a quienes imperdonablemente se los hayan perdido, es el comportamiento comparado de los animales en todos los aspectos de la vida: nacimiento, cría, nutrición, alojamiento, apareamiento, defensa y ataque, etcétera. Una realización prodigiosa y una información exhaustiva para mejor narrar lo más insólito: la descifrable rutina de otros seres.El espectáculo resulta fascinante y sobrecogedor. Le pone a uno delante aquello a lo que Baudelaire fue tan sensible, "el éxtasis de la vida y el horror de la vida". Visto superficialmente, y pese a ocasionales toques de comedia o de seco romanticismo, el conjunto pertenece a lo que podríamos llamar el género terrorífico. Para luchas sin cuartel ni miramientos, la más vieja de todas, la lucha por la existencia: rechácense imitaciones. El hecho de que la vida siempre se abra paso por medio del espanto no aminora el espanto, sino que lo refuerza. Todo está calculado... Viendo los programas de Attemborough aprende uno la filosofía de Schopenhauer sin necesidad de leerla y comprende la piedad implícita en el dictamen cartesiano de los animales-máquinas. ¡Como buen racionalista, pretendía escamotear el sufrimiento de los sin pecado!

No hace falta ser Walt Disney para caer en la tentación de antropomorfizar en ternurismo o moraleja todas esas fatigas y celadas, esos sobresaltos genéticamente programados. Se parecen, sin mucho rebuscamiento, a otros que conocemos demasiado bien. Son afanes que resuenan como un eco tras los nuestros: problemas de supervivencia y convivencia que cada especie tiene su propio modo de afrontar y sobre los que nosotros debemos improvisar e innovar, no siempre con demasiado acierto. Ante los remedios zoológicos a las complicaciones vitales puede experimentarse a veces envidia, por la firme contundencia de la solución adoptada; en otras ocasiones, cierto alivio por rituales atroces de los que parecemos estar ya libres. Los nuestros estilizan impulsos semejantes, pero añaden una incertidumbre creadora que requiere el nunca garantizado acuerdo de las voluntades y sabe aprovechar las rebeldía s discrepantes. Siempre lo que ideamos guarda perceptible un trasunto zoológico, pero en nada se nota tanto nuestra diferencia específica como en nuestros "parecidos" con otros seres vivos. Desde luego somos tan naturales como los demás, pero -caso único- naturalmente artificiales. Hace poco lo comentaba muy bien Cayetano López en un precioso artículo (Lo natural y lo humano, EL PAÍS 8 de agosto).

En lo que más diferimos de los animales es en nuestra posibilidad de sentir complejos respecto a ellos, sea de superioridad, de inferioridad o de identificación. La tendencia actual parece ir en la línea apuntada por aquella definición que dio Thomas Szasz de la razón: "Es la característica que distingue a los seres humanos de los animales y que los seres humanos emplean en negar la validez de esta distinción". Todas las especulaciones recientes sobre los derechos de los animales confirman tal dictamen. Una de las exposiciones más articuladas de este complejo aparece en el libro El contrato animal (Emecé, 1991), de Desmond Morris, que hace años ya había acariciado a contrapelo el afán zoomórfico de las multitudes con El mono desnudo. El título de la obra de Morris alude, claro está, a El contrato social, de Rousseau. Según él existe un implícito contrato entre animales y hombres que nos convierte en socios para compartir el planeta. "La base de este contrato consiste en que cada especie debe limitar el crecimiento de su población de tal modo que permita la convivencia con otras formas de vida". Los hombres hemos roto el pacto al creemos "el peligroso cuento de que la humanidad está por encima de la naturaleza". Esta arrogancia nos ha llevado a explotar y humillar a los bichos de mil maneras, en contra de nuestro compromiso inicial. Morris concluye su libro proponiendo un nuevo decálogo de derechos de los animales, cuyo respeto restaurará la vigencia del contrato animal. No queda claro si debemos actuar así por lealtad a los animales o por miedo al castigo que pueda infligimos la naturaleza en caso contrario, aunque el autor parece inclinarse por esta última y veladamente teológica amenaza.

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Este contrato de Morris recuerda mucho a aquel famoso de los hermanos Marx, el de "la parte contratante de la primera parte dice a la parte contratante de la segunda parte, etcétera". Morris habla por todas las partes y firma dos veces. Si alguna vez se ha llegado al colmo de la manipulación antropocéntrica y de la negación de lo natural como natural es precisamente ahora. El primero de los derechos o mandamientos inventados por Morris reza así: "Ningún animal debe ser revestido de cualidades imaginarias relativas al bien o al mal para satisfacer nuestras creencias supersticiosas o nuestros prejuicios religiosos". Por lo visto, al buen señor, el convertir velis nolis a los animales en "socios" de los hombres, en "parte contratante" y en "derecho-habientes" no tiene nada que ver con proyectar sobre ellos cualidades imaginarias relativas al bien o al mal para satisfacer supersticiones zoólatras. Antes incluso se ha burlado, con laico regocijo, de los paganos desvaríos de los egipcios respecto a gatos y escarabajos o de los judíos contra los cerdos... En cambio, él se debe considerar el colmo de la ciencia cuando afirma: "Está mal aplicar las duras reglas del comercio a la vida de los animales. Debemos admitir que la calidad de vida es tan importante para ellos como para nosotros". ¡Gracias, Darwin!

No quiero dar la impresión de que Desmond Morris es un extremista de la zoolatría. Pese a una exhortación de carne y verduras sintéticas (supongo que para aumentar la comunión del hombre con la naturaleza), admite el uso de los animales como alimentación humana. Es obvio que la eliminación de microbios y bacterias, o de la filoxera y la langosta africana, tampoco le presentan problema, porque de esas incuestionables matanzas nada dice (aunque, paradójicamente, recomiende no supeditar el respeto a los animales a que éstos nos resulten "simpáticos" o "bonitos"). Se muestra, en cambio, severo con el empleo de nuestros socios para la diversión humana o para productos de lujo (pieles, plumas, etcétera). Tales cosas, por lo visto, no son necesarias. Resulta así, según Morris, que los hombres tenemos que basar nuestra conducta en las necesidades biológicas, mientras que los animales deben ser tratados de acuerdo con derechos morales. Poco a poco, la superstición bárbara retrocede...

Voltaire dijo que la superstición era a la religión lo que la astrología a la astronomía: la hija chalada de una madre muy sabia. Con mayor razón hubiese podido aplicar la misma humorada a este contrato animal imitado del contrato social. Todas las disquisiciones sobre "derechos" de los animales son la parapsicología de la ética. Y como buena parapsicología, se rodean de cuanta parafernalia científica puede movilizar la credulidad tecnológica de materialistas arrepentidos y beatos reciclados. Los unos nos informan de lo poco que nuestro patrimonio genético difiere del de algunos simios y niegan, por tanto, que los humanos seamos particularmente ilustres: todo lo más, ex simios. Los otros ser monean que los animales son más respetuosos con el orden natural que nosotros, cosa bastante lógica, si se tiene en cuenta que llamamos "orden natural" a lo que hacen los animales y "salvajada antinatural" a ciertos comportamientos humanos. Para todos ellos los animales son algo así como unos pobres raros, más dóciles y decorativos que los abundantes pobres corrientes y molientes que ya le hartan a uno. ¡Pobres bichos! ¡Si supieran que sus protectores no quieren rescatarlos del ruedo o del zoo más que para llevarlos a la parroquia!

F. Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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