Partidarios de la Gran Frontera
La crisis yugoslava, bajo el signo del conflicto entre el imperio austro-húngaro y el otomano
Uno de los primeros niveles de explicación que los autóctonos en lucha ofrecen al periodista destacado estos días en Eslavonia o en Kiajina recurre al pasado: las impresionantes carnicerías entre serbios y croatas durante la última guerra mundial. Primero fueron los ustachí croatas contra los serbios, luego los chetniks serbios contra los croatas, y, por último, los comunistas que reprimieron a ambos bandos.Pero la crueldad es un nivel de argumentación de poco alcance. El salvajismo de la guerra civil griega entre 1944 y 1949 fue igualmente espantoso, y de momento el Épiro y la Tracia están tranquilos.
La verdad es que hay momentos en que los pueblos desean resucitar sus pesadillas pasadas, y otros en los que no, pero la existencia de las tribulaciones de la historia no explican por sí mismas su instrumentalización posterior.
Tomar partido
En el caso del conflicto serbiocroata estamos ante un recurso muy simple: casi más que cualquier otra ideología política, el nacionalismo exige al observador tomar partido. ¿Cómo -se insiste- se puede permanecer impasible ante la injusticia, la opresión, la tragedia de un pueblo? El observador foráneo se encuentra rápidamente sumido en un conjunto de razones, en una lista milenarla de agravios, que tienen una poderosa carga de coherencia, una inevitable linealidad histórica.
El problema reside en el hecho de que toda realidad nacionalista está siempre en contradicción con otra realidad nacionalista. Por tanto, el observador se descubre a su pesar escogiendo, dando la razón a unos y la culpa a otros, porque, además, ya tenía sus predilecciones.
La alusión a las matanzas de 1941 y los movimientos de la guerrilla serbia en nuestros días, 50 años justos más tarde, esconde además una lógica menos agradable de explicar al extranjero.
El argumento central pasa por el recuerdo histórico de la frontera militar de contención contra los turcos construida por la Corona de los Habsburgo. Krajinai y Eslavonia, hoy centros de la discordia entre los neochetniks panserbios y la Guardia Nacional croata, eran piezas fundamentales de esta frontera en lo que se vino a llamar el reino de Croacia-Eslavonia.
Con la derrota del poder turco por las armas habsburgas a finales del siglo XVII, sin embargo, se instalaron colonos serbios rescatados militarmente de Bosnia para servir como protección permanente. Igual que hicieron los Austrias en Transilvanla y Valaquia.
Esta frontera militar eslavona no desapareció completamente hasta 1881, aunque con el triunfo del ferrocarril, que permitía transportar con rapidez tropas de un sitio a otro, los asentamientos militares permanentes perdieron todo sentido.
Por otra parte, la progresiva independencia o autonomía de los territorios turcos al sur de la Gran Frontera, y la ocupación de Bosnia por las tropas austriacas en 1878, trasladó el espacio militar mucho más al sur.
Unidos contra el turco
La Gran Frontera, la Granitza, contra el turco aglutinó a serbios y croatas, que podían convivir con una más que rudimentaria imaginación política. Calmada la frontera, frente a la burocracia austriaca o a los intentos húngaros por magiarizar su cultura, sentían como algo común el ser sureslavos.
Las banderas que hoy agitan eslovenos, croatas y serbios son un recuerdo de aquellos sentimientos: todas son meras combinaciones de franjas azules, blancas y rojas, inspiradas en los colores de la vieja bandera de Rusia, madre de todos los eslavos.
Pero a partir de la definición de espacios nacionalistas, no tanto con la creación del reino de los serbios, croatas y eslovenos en 1918, como con la imposición de una Yugoslavia duramente centralista en 1929, la confección de una Croacia libre se había de hacer a expensas de los serbios de Eslavonla o de Krajina, si Croacia iba a ser un Estado de población integral. Lo contrario era arriesgarse a quedarse con núcleos poblacionales dispersos.
Dicho de otro modo, había que limpiar el lado propio de la vieja Granitza. De aquí que, si se sigue la ruta de las matanzas de los ustachi croatas en 1941-1943, se puede ver una auténtica carretera de la muerte entre Sisak, Zadar y Bibác en la Krajina, o una zona de aniquilación en el distrito de Srem y la zona en torno a Osijek y Vukovar en Eslavonia oriental.
Ahora que la nueva versión de la Gran Serbia asume el modelo de un Estado nacional con una población homogénea, olvidando su histórica pretensión a ser la unificadora de los sureslavos, el panserbismo ha de recurrir a la misma estrategia que el pancroatismo de 50 años antes.
La imposición yugoslava
Claro que unos y otros se pueden justificar. Los pancroatas lo hacían en 1941 con el argumento de que Yugoslavia era una falsedad, una imposición dictatorial, y que ellos sólo querían la autodeterminación y la unidad de sus Poblaciones al margen del sucio y opresivo espíritu oriental de los serbios.
Este antiorientalismo les llevó a asumir plenamente el discurso nazi en la Segunda Guerra Mundial. Los panserbios de 1991 se justifican primero con los asesinatos ustacha, y luego con el recuerdo de la participación yugoslava junto a los aliados en la Segunda Guerra Mundial, recuerdo, a su vez, de su victimización de Serbia en 1914.
Esta especie de lógica histórica mortífera y excluyente parece haber contagiado a muchos observadores occidentales. Hoy, se recupera el discurso germanófilo de entreguerras, donde se asegura que Yugoslavia fue y es un mero artificio de los aliados creado tras la Primera Guerra Mundial.
Hasta se ha llegado a repetir que era el producto de un "parto Intelectual" del profesor británico R. W. Seton-Watson en el curso de las conversaciones para la Paz de París de 1919, olvidando como mínimo el Pacto de Corfú de 1917, así como los años anteriores de lucha de croatas y eslovenos para la formación de una confederación de eslavos del sur.
En base a, ello se defiende la autodeterminación de Croacia y Eslovenia, aprovechables como posibles futuros miembros de un mercado común ampliado.
No se trata aquí de defender a Serbía y atacar a los otros, ni viceversa. Tampoco de propugnar o no la supervivencia a ultranza de Yugoslavia. Pero desde luego, no se debe caer en el error de intentar reconstruir la vieja frontera militar que separaba al imperio austro-húngaro del otomano.
Neocomunistas bizantinos
Y, sin embargo, en las descalificación de uno y otro analista se dibuja una amplia frontera que no sólo deja fuera a Serbia. Rurnania es otro territorio rechazable, con sus mineros iracundos y sus niños con sida, gobernado adernás por neocomunistas bizantinos. Albania es, sencíllamente, un problema de subsistencia vital.
Y en cuanto a Bulgaria, es el gran reino de la tecnología fallida. Sólo hay que mirar lo que ocurre con la central nuclear de Kozlodui, a punto de reventar. 0 los 150 virus nformáticos (de un total de 500 identificados en todo el mundo) que la prensa occidental dice han creado los técnícos búlgaros en paro, restos de un intento Industrial quebrado. Y lo peor es que chantajean a Occidente: con la central atómica, con los miles de refugiados, con un "Líbano europeo". Definitivamente, se insinúa, no son interesantes para una Europa desarrollada.
Las soluciones a los problemas de la zona han de ser globales. No puede funcionar el intento de recrear la frontera militar de los Habsburgo, dejando un patio trasero europeo conformado por Bulgaria, Serbia, Albania y Rumania.
A pesar de ello, suma y sigue: reconocimiento diplomático de los países bálticos, e ignorancia de la independencia moldava, que como en el caso de Estonia, Letonila y Lituania, fue invadida por las tropas soviéticas en 1940, en aplicación del Pacto Molótov-Ribbentrop.
Esa forma de pensar y actuar viene a reproducir a gran escala los viejos esquemas imperialistas de las antIguas potencias europeas, más nocivos aún que la demagogia de Milosevic y los panserbios de Belgrado.
Francisco Veiga y Enrique Ucelay-Da Cal son profesores de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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