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Tribuna:EL MAPA DE ESPAÑA / 27 - BALEARES
Tribuna
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Teoría de Ibiza

Manuel Vicent

En el barco Palmyra, de 35 pies, bien arranchado y a buen son de mar, zarpamos del puerto de Denia a las dos de la madrugada un día de agosto, festividad de Nuestra Señora de los Ángeles. Tanto el armador Jolís como el capitán Goñi se ocuparon previamente de la intendencia, cargando bebidas duras, salazones, frutos secos y demás provisiones para una travesía de siete jornadas por las Baleares. A la hora de partir, los aparejos estaban empapados de humedad, lo cual presagiaba buen tiempo con calimas. Había altas presiones, y el nivel del agua en las carenas y en los diques de la dársena era muy bajo debido a un arraigado anticiclón.Al abandonar la bocana con calma chicha se marcó un rumbo de 90 grados. Comenzó a trabajar el piloto automático y a palo seco se inició la navegada en medio de una noche blanca a 5,5 nudos, según indicaba la corredera. Aparecieron en seguida las cuatro ráfagas del cabo de San Antonio, y poco después, también el faro de La Nao nos acompañó a contrapunto, y ya no se perdieron de vista a popa en 24 millas. Había que esperar a que amaneciera para divisar el perfil de Ibiza, con el peñón Es Vedrá jineteando el horizonte; pero antes hubo tiempo de echar un sueño, y la tripulación bajó a los camarotes después de formular maravillosos proyectos tomando unas copas en cubierta con las velas plegadas.

El insomnio me ayudó esta vez a pasar una noche de soledad bajo las estrellas mientras los amigos dormían. Con la cabeza apoyada en un candelero, me puse a pensar en el cielo de Joan Miró contemplando las constelaciones, las cuales habían salido de uno de sus lienzos plagados de signos algebraicos, sexos y pupilas insomnes. Este pintor se ha alimentado de la profundidad pitagórica y la armonía nocturna de este espacio balear. Ahora navegábamos entre la Vía Láctea y los bancos de caballas y sardinas que de pronto también llenaban de astros las aguas. al verse sus plateados vientres reflejados por la luna, y así la mar adquiría a veces una fosforescencia mineral, y entonces la sonda del barco comenzaba a sonar. La quilla estaba pasando sobre una sólida formación de atunes que levantaba espuma como si el oleaje estuviera golpeando un bajío.

Pasadas las seis de la mañana, las aguas fueron adquiriendo un color de estaño diluido en sombras, y poco después toda la mar comenzó a ser inflamada por una luz malva o rosada, que también daba un volumen lívido a la calima del horizonte, donde se levantaba la silueta de Ibiza. A babor quedaban cala Badella, la Tarida, la isla Conejera y San Antonio, que yo recordaba de otros tiempos, cuando sus guaridas azules acogieron a los primeros estalinistas desnudos, recién convertidos al placer de la carne; a estribor ya se veía Es Vedrá como una cresta de gallo emergiendo de las aguas, y allí esperaba darme una vez más el baño iniciático. Estaba amaneciendo y de pronto todo el barco comenzó a oler a café, cuyo aroma se confundía con el sol tierno que aún no hería los ojos. El patrón hizo sonar con fuerza el Bolero de Ravel, mientras la gran calabaza emergía de las estribaciones de Punta Rovira, y la música se mezclaba con el sonido de las tazas y cucharillas que humeaban en el aire extasiado de altamar. Fue entonces cuando aparecieron los delfines. Durante el desayuno, en medio del intenso perfume del café ligado con el otro sabor de brisa salobre, de pronto el grumete Juan Luis, desde el púlpito de proa, dio el grito de costumbre.

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No había viento y la mar se había puesto femenina. A medida que el sol se levantaba, las aguas iban tornando un color turquesa sobre los fondos de arena o adquirían la densidad del zafiro si se reflejaban en un alveolo de algas. A estribor aparecían los ocres arenales de Formentera, los islotes ofuscados en negro por el rebote de una luz de plata, los pedernales de la costa cortados al pie de los pinos, cuyas copas hacían juego con las grutas. Éste era el espacio de la antigua felicidad, tierra de neófitos. Sobre esta latitud, que fue paso de fenicios, refugio de piratas, cayeron en los sesenta los hijos de las flores para ensayar una vida libre sin el sentido del deber que muerde la nuca, y a esta primera leva de seres inocentes siguieron los conversos progresistas, que pasaron del realismo social a colgarse de la oreja una pluma de gaviota y a percutirse el esternón abierto con un colgajo de la diosa Tanit. Fueron estas aguas entonces una pauta mental, la nueva frontera que había que conquistar desnudo, y aquellos viejos payeses que parecían fabricados de barro cartaginés vieron bajo las higueras maternales de Ibiza a los pioneros de la libertad encendiendo de noche la luna para sus ritos y no se asombraban de nada puesto que la esencia de esta isla es la naturalidad, no volver el rostro nunca.

Pamela de frutas

A babor iban apareciendo perfilados en la bruma el cabo Llentrisca y después Punta Yondal y Falcó, que se cierran a proa con los freus de los Ahorcados, antes de dar paso a la bahía de La Vila. Y en ese momento de la mañana todo era tan estático y diluido en azules encalmados y la navegación tan propicia, que Pepita Jiménez, la tripulante más fina, optó por ponerse la pamela de frutas para darle un aire decadente al esplendor del instante. A esa altura existía la posibilidad de abrirse hacia Es Palmador y ensayar rápidamente el número de la felicidad,. y cuando arribamos a esa cala ya estaba allí fondeada lo que parecía la Armada Invencible: grandes yates, veleros majestuosos, lanchas superdinámicas, y en sus cubiertas, los millonarios abrasados, algunos viejos paralíticos que eran reyes industriales rodeados de muchachas de plástico y macarras, señoras legítimas requemadas o encendidas como tizones luciendo pareos, y también sus hijos, con toda clase de cacharros náuticos violando la perfección de las aguas. Largamos el ancla muy cerca de la playa, cerrada por un fondo de encinas que guardan pozas de barro milagroso donde acuden los esotéricos navegantes a embadurnarse para alcanzar la juventud por detrás. Mientras veía pasar por la arena resplandeciente un desfile de seres desnudos bajo una capa de arcilla que el sol cuarteaba como a las antiguas figuras de dioses fenicios mal cocidos, yo pensaba en la isla que conocí por primera vez: aquel dormido silencio de chicharras, payeses de negro y parroquias blancas junto a una tienda de comestibles, las calas deshabitadas, alguna embarcación ibicenca de vela latina que cruzaba las aguas calmas, la pesca de raones al volantín cuando los hippies aún estaban calentando motores en la discoteca Paradiso de Amsterdam. Pero en seguida vinieron ellos a hacerse cargo de este edén, y después llegaron unos sucedáneos que eran argentinos con tenderetes de collares; luego, los comunistas, ofuscados por la nueva estética de la libertad y los pantalones de panadero; a éstos siguieron los oficinistas disfrazados de locas, las putas más hermosas de todas las salas de masaje de Europa, los pederastas afincados ahora en Dalt Vila, y finalmente llegaron las mesnadas de italianos y de hoolligans ingleses, cuya base de operaciones es hoy un San Antonio cutre, repoblado de piernas de pelo rizado con chancletas y macutos.

En medio de esta marea de carne común aún se ven extraños ejemplares en la isla varados en otro tiempo, nuevos maravillosos a bordo de fastuosos yates, pero la Fiesta de Ibiza ha terminado. Durante la primera jornada navegamos a Cala Saona y La Sabina para atracar esa noche en el puerto de Ibiza, en cuyo náutico había tertulia de mafiosos locales, gente de cráneo rapado y sabiduría en los Ojos. Mari Mar, la mujer del patrón, preparó unas berenjenas, anchoas, ajos tiernos, tomates y pimientos asados bajo la luna menguante, que aún hacía brillar en la oscuridad sobre estos manjares el aceite virgen de oliva. Y a partir de esta fusión los días comenzaron a transcurrir sin horas, y el sol se sucedía en las calas junto con las visiones de la brisa. Puedo asegurar que navegamos por la costa rumbo a la isla de Tagomago, y a babor iban pasando Talamanca, cabo Martinet, aunque antes de arribar a Santa, Eulalía fondeamos en Cala Llonga para seguir explorando grutas y bucear en aguas de una profundidad tan, azul que se confundía con la propia niñez, y dormitar bajo la toldilla después de haber saboreado salazones con cerveza, sandías, higos y claudias. Y de pronto volvía la luna y el efecto de Ibiza hacía fondo en la piel de cada uno. En el interior de la isla la multitud de los jóvenes cumplía su rito. Tomaba una copa en Keeper para abrir la noche, comenzaba a bailar a las dos de la madrugada en Pachá, seguía en Amnesia y la fiesta continuaba en Space, con el sol ya sobre la playa de'n Bossa, donde al final la gente remojaba el alcohol. Pero esa noche, desde la cubierta, yo me entretenía con María Pilar, mi mujer, viendo cómo los lenguados jugaban alrededor del ancla en las aguas transparentes, sólo iluminadas por las algas azules.

Mañana: Baleares /y 2

Meditación de Mallorca

Manuel Vicent

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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