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Erik y sus dioses

Ahora la religión es importante; antes era sólo inevitable. Hablemos, pues, de religión. No es mal momento cuando calienta el sol. Entre otras cosas, porque la religión a la que me refiero aquí ni tiene que ver con el intrincado negocio de cohonestar a las iglesias con el Estado ni pretende echar leña a la crispada polémica sobre la vuelta de Dios al horizonte racional. (¡Ah!, ¿pero había llegado a marcharse? No. Se había disfrazado de su propia ausencia y se había reído mucho dentro del nombre de sus matadores, el hombre, el progreso, la revolución). Tales negocios polémicos son invernales, mientras que mi religión de estas páginas es más bien veraniega y vacacional. Responde al asombro de una plaza levantina, incandescente, que en mi niñez me dejó leer a la profunda sombra de una pequeña tienda una sentencia indeleble: "La razón dentro, por el calor". O sea, que hay cosas de las que se da cuenta y razón dentro, para estar cómodo a la fresca, antes que fuera, donde no hay quien pare. Una de esas cosas es la religión en cuanto respeto a lo sagrado. O sea, respeto, sin más.Hay que sacar el tema de la religión de los nudos desapacibles y corredizos de la teología y de la antiteología. Es cierto que de nada se puede tratar si no compartimos, los distintos tipos de personas, algunas grandes metáforas. Los adustos y acatarrados discursos que hasta hoy han suministrado esas metáforas -la vida como un camino de salvación o la vida como una aventura exploratoria- solían insistir mucho más en la comprensión de las creencias ajenas que en el respeto hacia ellas. Hay, sin duda, una gradación entre comprender, respetar y compartir. Pero veo muy difícil que alguien pueda comprender algo realmente si no apura el respeto por lo comprendido. Me temo que del rechazo más frontal hacia los males evidentes -una política racista o una religión conspiratona e hipócrita- no puede excluirse la presunción de respetabilidad hacia algunos símbolos y actitudes que esas perversidades han manipulado. Ni siquiera comprenderíamos el racismo si no compartiéramos, al menos, la metáfora de la igualdad de la naturaleza humana; ni siquiera comprenderíamos las andanzas del Opus Del, por ejemplo, si no compartiéramos la metáfora de un poder y de una dimensión espirituales.

En otro tiempo, la producción y puesta en común de metáforas corría a cargo de los discursos adustos, la teología, la historia y las ciencias naturales.

Después vino la novela, cuya fuerza crítica y deconstructiva del discurso adusto reivindica últimamente el filósofo Richard Rorty. Ahora la sociedad popular y urbana ha inventado la más formidable fábrica de metáforas: el cine, que es un relato más rápido, continuo y pregnante. Una novela que no sea como cine (y las de ahora casi todas lo son) hay que estudiarla. Una película ni siquiera hace falta inocularla, entra sola por ósmosis.

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Hace poco he repasado en televisión la estupenda película Erik, el vikingo, un producto del artista británico Terry Jones surgido de la matriz estética del muy estimable grupo Monty Phyton, colegiales amigos de humor y mente. Lo cierto es que los chicos ya prometían cuando se largaron de la Universidad colgando los hábitos de historiadores. Recuerdo cómo explicó la pérdida de vocación uno de ellos: "Me di cuenta de que estaba harto de estudiar lo que fulano había dicho que mengano había dicho que perengano había hecho; preferí decir y hacer por mí mismo". No me extraña que la historia del vikingo Erik se haya puesto a la consideración de los estudiantes en uno de esos concursos televisivos más o menos educadores. Aparte de divertida para disolver la neura de fin de curso, la película es de lo más aleccionador. Ni es una reconstrucción de época, ni una aventura de míticos forzudos, ni una comedia intelectual. Es más bien una teoría concentrada de la religión (y también de la historia). La moraleja se resume en algo como esto: lo que crees es parte de lo que haces y no al revés; la religión es equívoca para la buena vida pero muestra la forma de lo que es respetable; hemos de obrar, por tanto, no para compartir todo, sino para evitar que lo sagrado sufra.

Como siempre en la épica, incluso en la humorística, la historia de Erik es la de un guerrero que ha de cumplir una misión. Todos somos un poco Erik en la medida en que compartimos la metáfora del combate. Y como se está en combate desde el principio, sería tonto ponerse a buscar primero la creencia verdadera y una vez hallada entrar en acción. Por decirlo con la fenomenología del espíritu de Julio Cortázar: hay un momento de fama y un momento de cronopio para cada persona. En consecuencia, tampoco se piense que eso del combate es exclusivo de la gente hacedora y rompedora -muy fama- a la que le importa un pito lo que deja tras de sí en la refriega. A lo peor ni siquiera existiría la felicidad del triunfo de no existir al mismo tiempo la metáfora de la lucha, que el cronopio repiensa y perfecciona de continuo. Famas y cronopios, o sea gente que da por supuesto el panorama para entrar en él a saco y gente que deambula por el panorama sin acabar de creérselo, no están tan alejados. Al menos durante las vacaciones se confraterniza. Al igual que Erik se para a meditar ante el frío riachuelo de su aldea y siente que las cosas y las costumbres podrían llegar a ser completamente distintas, a cualquiera sentado frente al mar en ropa ligera se le ocurre, una vez al año, que está allí y que todo lo demás visto y recordado se le enfrenta en bloque: no es el panorama de la competición en la que uno ocupa un puesto sino el panorama en sí. He ahí una experiencia de la religión mínima de nuestro tiempo. Esa experiencia acercabastante a unos y otros. El fama, que es pesimista de la inteligencia y optimista de la voluntad, piensa horrores de sus congéneres y opina que no hay arreglo posible para los desastres sempitemos, pero se levanta por las mañanas hecho una fiera y firme como una roca. Cronopio, el pobrecillo, que es optimista de la inteligencia y pesimista de la voluntad, nota en cada incidente el risueño temblor de la esperanza pero luego considera la lista completa de posibles malentendidos antes de hacer una llamada telefónica. La diferencia entre unos y otros es insalvable, pero también aquí la religión mínima pide -al igual que lo exige para agonías más agudas y sangrantes- que lo que no se puede compartir sea cubierto por el manto del respeto.

En realidad, el joven Erik está harto y perplejo ante la espiral de violencia improductiva en que él y su pueblo viven. Matan, violan y saquean con el fin de organizar la próxima expedición, y así sucesivamente. Con lo cual sube a la montaña a con sultar el oráculo de la hechicera. ¿Por qué va todo tan mal y qué se puede hacer para remediarlo? La respuesta es diáfana: Fenrir, El Lobo, se ha comido el sol; así que la era de Ragnaror, de oscuridad y muerte, no acábará hasta que Erik viaje al boirde del mundo para despertar a los dioses del Walhalla. La aventura que sigue está llena de episodios y de detalles ingeniosos y emocionantes. El barco vikingo sale majestuoso del fiordo rumbo a lo desconocido. Pero las espaldas de los bravos nunca están lo bastante protegidas. El traidor de turno se dirige a los siniestros dominios de Hardan, El Negro, el tipo de cínico absoluto que cuando no asesina al personal lo tortura un poco con gesto de complicidad campechana. (¿A quién rrie recuerda este Hardan?). La mortífera y sofiÍsticada nave de los malos emprende la persecución: los días del dominio de la espada y el terror están contados si Erik logra escalar el cie.lo y acabar con la era de Ragnaror. En fin, Erik y los suyos ha.n de batirse con el Dragón del Mar y alcanzar el Reino Feliz, cuyos habitantes no se hacen daño unos a otros porque, eXplica el Rey Feliz, "no nos atrevemos". Los felices parecen más interesados en cantar canciones ingenuas y estruendosas con sus horrísonas máquinas musicales que en atender a su seguridad. Cuando una sola gota de sangre es derramada sobre aquella confiada tierra, el Reino Feliz entero se hunde en el mar. Pero Erik ha conseguido, entretanto, el cuerno que resuena, cuyo sonido dulcísimo e infinito colocará a los viajeros a las puertas del Walhalla. Este es el punto crucial del relato. En él se dan cita los personajes clave: de una parte, Erik y sus compañeros, el misionero cristiano que los acompaña y la hija del Rey Feliz, que, enamorada del apuesto y valeroso jefe vikingo, se ha unido a la expedición; de otra, los dioses.

Pero Odín y Thor y los demás dioses resultan ser unos niñitos que juegan. Por supuesto, no quieren saber nada de las pretensiones salvíficas de Erik. y ni siquiera tienen la menor idea de la historia de Fenrir, El Lobo, y demás. Todo el grupo habrá de ser arrastrado al infierno. Pero entonces la chica le pide al misionero que toque el cuerno, que resuena por última vez. Sólo él, que cree hallarseen medio del bosque con una partida de insensatos que hablan con los árboles, puede hacerlo. Él está fuera de ese relato y deesa. creencia y es capaz, así, de devolverlos a todos a casa, a la realidad real. Y lo hace. Toda vía, Hiardan, El Negro, amenaza de muerte a los pacíficos lugareños del poblado vikingo. Pero muy oportunamente el barco que trae por los aires al aturdi do misionero cae sobre los malos y los aplasta para siempre. El sol, por fin, empieza a brillar en las bárbaras y lejanas costas vikingas.

Hablo de una filosofía de la cotidianidad que colabora con gusto a relativizar las creencias. Pero una vez debilitadas, ¡qué cornodidad cotejar, comparar, escoger las más benéficas, las más útiles, las más bellas, las mejores! Y no aludo al hecho feliznicnte cumplido de la tolerancia para con las diversas creenelas y sus relatos, ni tampoco a la enseñanza bien establecida de obrar bien y pensar como se quiera, sino, sobre todo, a la necesidad de fortalecer también -contra tanto pusilánime la religión que es la de muchos de nosotros: esa religión civil que bajo diversas formas:rio se deja reducir a. ideologías transitorias -como han mostrado sociólogos como Ferrarotti o Giner-, sino que forma parte interna del proyecto llustrado que se transforma y torna nuevas direcciones ante nuestros ojos.

Entre los desplantes de las iglesias y las propuestas mínimas de convivencia, decantémonos por éstas. Déjemos que los campeones de aquéllas, incluso los profesionales del profesionales del progresismo eclesial, presuman de que, como Pablo de Tarso, "han resistido a Pedro". Esa re sistencia es un asunto interno, de ellos. Yo, por mi parte, me resistÍré a Hans Käng o a cualquiera que diga esas cosas en el contexto de descalificar u orillar el esfuerzo moral ilustrado y postilustrado. Como si Nietzche se hubiera vuelto loco un buen día, en mitad de una industriosa ciudad, para nada, para que el relato de las Iglesias diga: ¿veis?, Dios tenía razón y ésos no. Pues no. Los dioses son niños. Si alguien se interesara por mi gusto teológico, yo le dirigiría, en la línea de una del mínimo común, a la propuesta de Fernando Mariresa: asumir, corregir, planear. Nuestras creencias, las que sean, forman parte de esas acciones. De lo contrario, serán malentendidos, figuras retóri cas nuestro mito local.

Lluis Álvarez es profesor de Filosofía y Estética de la Universidad de Oviedo

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