El miedo a la invasión
LO OCURRIDO en Italia con la llegada de varios barcos cargados de jóvenes albaneses que aspiraban a encontrar una forma de vida humana ha causado un impacto profundo en toda Europa. La total carencia de preparación ante un fenómeno que se repetía por tercera vez en este año y la brutalidad de las autoridades italianas han causado críticas indignadas. Al mismo tiempo, ha surgido la pregunta de si lo ocurrido en el puerto italiano de Bari no es un anticipo de lo que puede ocurrir en otros puertos, o zonas fronterizas, si se produce una avalancha de emigración desde los países del Este, sumidos hoy en una situación económica grave, y ante los cuales la diplomacia occidental siempre ha afirmado -frente a las prohibiciones comunistas- que viajar libremente es un derecho que ningún Gobierno puede negar.El tema es complejo y conviene evitar simplificaciones o exageraciones. El influjo a Europa occidental de inmigrados del Este es un fenómeno que ya se está produciendo, y que sin duda alcanzará una amplitud mayor en los próximos años. Sin embargo, el caso de Albania es, en muchos sentidos, excepcional y no ofrece una imagen real de lo que puede ser la inmigración del conjunto de esos países. Para lo que sí son útiles las dramáticas imágenes de Bari es para mostrar lo que Europa occidental no puede hacer en ningún caso cerrarse como una fortaleza que defiende su alto nivel de vida con porras y pistolas.
Las cifras apocalípticas que han sido manejadas -como la de 50 millones de soviéticos prestos a lanzarse hacia Europa occidental- no parecen responder a la realidad. Una persona bien enterada como el ex ministro de Exteriores de la URSS Eduard Shevardnadze considera que el número previsible de emigrados soviéticos alcanzará un millón o millón y medio. La experiencia de 1990 y 1991 -sobre todo en Alemania, primer punto de destino de los emigrados del Este- indica que un porcentaje elevado de las personas provenientes de Checoslovaquia, Hungría o Polonia tienden a regresar a su país al cabo de algún tiempo.
Pero, incluso dejando de lado los cálculos más alarmistas, queda en pie una realidad sumamente preocupante: una masa de varios millones de personas se va a esforzar por emigrar del Este al Oeste del continente en los próximos años. Además, este movimiento viene a sumarse a la inmigración que llega -en modo creciente- del Tercer Mundo, y sobre todo de África del Norte, la que más afecta a los españoles. Es sin duda uno de los fenómenos de mayor trascendencia política que se: plantean en esta fase de posguerra fría. Hasta ahora, ni en la CE ni en las reuniones de la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea (CSCE) ha sido considerado en el lugar prioritario que merece.
La amenaza de las reacciones xenófobas, que se han incrementado ya en Francia y Alemania, es grave: en cualquier momento pueden tomar un sesgo fascista. Por otra parte, la envergadura del fenómeno torna insuficientes las soluciones improvisadas por cada país: exige una política europea capaz de movilizar los fondos imprescindibles para adoptar medidas que actúen sobre las causas tanto como sobre los efectos. La CE, que difícilmente podría ahora integrar a los Estados ex comunistas, sí está en condiciones de incrementar su ayuda coordinada a esos países. La presión migratoria de los mismos, legal o ilegal, es proporcional a sus niveles de miseria. Hace falta crear vías legales, tal vez por un sistema de cuotas, que encaucen la llegada e integración de los inmigrados en diversos países europeos, teniendo en cuenta las condiciones para la mejor adaptación. Ello no suprimirá los casos de ilegalidad, pero los reducirá. Ante un problema que está a la vuelta de la esquina, que no tiene soluciones ideales porque entraña cargas y dificultades para todos, Europa necesita hacer gala de dos cualidades mínimas: previsión y generosidad.
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