_
_
_
_
Tribuna:EL MAPA DE ESPAÑA / 9 - ARAGÓN
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Las ruinas del cielo

Vicente Molina Foix

Foto: Cristina García Rodero"Mientras el brochista roba a los muros el artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos de calamocha y almagra, el arquitecto los embellece a su modo con carteles de yeso y cariátides de escayola, dejándolos más vistosos que una caja de dulces franceses". Así lloraba, desde su celda, un Bécquer convaleciente en Veruela de sus males, físicos y del siglo, en la primavera de 1864. Toda la carta IV de ese hermoso libro es una queja historicista, y por tanto romántica, contra el pisoteo de las huellas que el pasado ha ido dejando por tierra.

No podemos decir, sin embargo, que la mano del hombre, brochista o arquitecto, haya sido tan cruel en Aragón. Hay, desde luego, ejemplos de lo que un grupo de irrespetuosos amateurs de la arquitectura llamamos "labores de achuecado", en homenaje al ímpetu restaurador de antiguos edificios del arquitecto Chueca Goitia, nuestro Violletle-Duc de posguerra. Pero si bien uno de los puntos más visitados de la región, Ainsa, muestra rasgos inconfundibles del estilo achuecado (placitas sin tropiezo ni mancha, calles en perspectiva caballera, aromas de lisura en la piedra de iglesias y casonas), la mayor parte de los pueblos (que en Aragón hacen honor sin sonrojo al peligroso término de "pintoresco" pertenecen en su bella simplicidad y nada aparatosa colocación a un periodo que denominaremos pre-chuequense.

En este sentido, y aparte de localidades con ya justo renombre, Alquézar y Ansó en Huesca, la zaragozana Ambel, Teruel es el gran solar de descubrimientos. Y no por Albarracín, que se da por supuesto como uno de los pueblos hermosos más famosos de España, sino por una serie de jalones tanto en las vertientes de su misma serranía como en las del Maestrazgo y en la línea frontera norte con Castellón. ](Abro aquí un paréntesis de tributo a uno de mis placeres de excursionista, por el que confieso adicción: la guía de viajes. Dentro de este género menospreciado, confinado en las librerías pedantes al rincón de la jardinería y el bricolaje doméstico, el viajero por Aragón dispone de tres libros espléndidos: el Teruel del profesor S. Sebastián, el escrito por el poeta José Albi sobre Albarracín y su serranía, y, en especial, el atinado companion Nueva guía artístico-monumental de Aragón de F.Torralba, todos publicados por la benemérita Everest).

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

De los pueblos en cuestión, quizá a mis lectores más leidos les suene el nombre de Calaceite. No es éste, en su curiosa zona catalanoparlante, adornadas aquí y allá las casetas camineras por un "Visca Aragó lliure", el más hermoso (lo sería Valderrobres, a mi juicio), ni exhiben sus calles ningún edificio como la iglesia parroquial del cercano Cretas, cuya fachada mereció la suprema consagración de ser copiada en el Pueblo Español de Barcelona. La fama de Calaceite, afortunadamente restringida, se la dan los escritores y artistas que desde que el francés Didier Coste descubriese el pueblo hace ya muchos años, lo han ido ocupando pacíficamente. Ausentes hoy quienes más lo disfrutaron, José Donoso y su esposa, Pilar, allí siguen Mauricio Wacquez y Toni Mari, Nuria Serrahima y Ráfols Casamada, Angel Crespo (cuya máquina de escribir oigo tabletear tras la celosía mientras paseo en un mediodía caluroso por la calle de Maella), y, más omnipresente que nunca, el propio Coste, que ha creado una fundación para artistas becarios.

También a Calaceite llega la sombra burlona de Luis Buñuel, que tuvo aquí una casita adosada, quién sabe si por azar, a un oratorio de la Virgen del Pilar, y solía comer en un robusto y recomendable restaurante del vecino pueblo de Beccite, la Antigua Posada de Roda, a cuya dueña, la Tía Cinta, hoy fallecida, se cuenta por la zona que el cincasta solía hacer su confidente. (Y abro un segundo paréntesis de tributo, éste a la comida regional, ya que otro de los baldones que Aragón arrastra es el de su cocina, considerada zafia y pesada por los gourmets. Mi estómago -pues no sólo de alma vive el excursionista- puede testificar que no todo es chilindrón en estas tierras: entre norte y sur no faltan las gratas sorpresas, desde las que depara La Bóveda en la graciosa plaza del Mercado de Borja, con sus sabrosos postres servidos entre grabados de Man Ray, hasta las de la memorable y finísima Casa Blasquico de Hecho, en el Pirineo de Huesca).

Había dos lugares en la provincia de Teruel a los que deseaba regresar. El primero es su capital, de la que conservaba el recuerdo mórbido de sus momias, que impresionaron al niño que yo era cuando, espoleado por la campechanía cruel de los mayores, tuve que agacharme como está mandado en el Mausoleo de los Amantes para ver las tibias aún enteras y la sonrisa carcomida de sus dientes. Hoy las calaveras no me asustan tanto, quizá porque alrededor de la infausta pareja han montado su tenderete los mercaderes: al salir del templo compro una casete con su historia dramatizada en una cara y en la otra el Himno que, como a los mejores clubs futbolísticos, les han compuesto; de noche en el hotel leo, sin embargo, en una publicación erudita que tal vez la leyenda de Juan e Isabel esté sacada no de la triste realidad, sino de un cuento del Decamerón. La risa me sacude los huesos.

Calles quietas

Mi compensación es que al caminar por la ciudad descubro lo que no recordaba. Unas calles quietas y complacientes donde el mudéjar célebre de sus torres no hace sombra a otros edificios llamativos: una exquisita arquitectura modernista muestras en el perímetro de la plaza del Torico y sus calles adyacentes, destacando en ella el forjado y la rejería, especialidad de esta zona donde el abundante mineral de hierro se transforma en los "nervios de la ciudad" de que habló Jarnés.

Al segundo lugar quería regresar porque nunca había estado, pero lo conocía, Belchite. A través del cine y de los libros y las fotografias de la guerra civil había recorrido la ciudad castigada paradigma de una ruina no traída por los hombres a los que temía Bécquer, sino por los que en la defensa de las ideas más humanas y constructivas de aquella contienda hicieron de sus calles depósito de una voluntad de muerte y escenario de una destrucción en nombre de lo "más hombre", esas dos palabras que Sciascia cuenta haber oído en una transmisión de guerra de la radio española y que para él quedaron como cifra de la sonoridad del tambor, el canto del gallo y las lágrimas de la derrota.

Caminar hoy por el abandonado Belchite sin libros ni cámaras, pero cargados con la me moría de las mediaciones, induce a pensar en un gran decorado, ya inútil, de spaghetti- western bélico, si es que el género existe. A la desconcertante sensación de irrealidad de ver un pueblo entero, con casas y hospital y estanco cuatro iglesias caídas en desuso no por desidia, sino por bombardeo, se superpone la realidad de la ruina: la belleza que aún subsiste en el abandono, el portón de la entrada al pueblo y sus medallones de piedra, el esgrafiado de filigraría del convento de San Agustín, la fachada renacentista de la Parroquial, donde una capilla del crucero aún nos guiña el Ojo rococó de sus estucos policromados y su angelote.

Salimos de Belchite como los touristas dieciochescos, abruinados por la poética del deterioro. Y así puede seguir el viajero por Aragón un buen rato. Si circula por el límite navarro, admirando el fantasma de los pueblecitos abandonados en la ruta del embalse de Yesa, si por el resto, comprobando a su pesar que la loable lucha de la Diputación por evitar el menoscabo de los monumentos impide ver muchos de los mejores: ni colegiata de Daroca ni catedral de Tarazona ni Seo ni interior del castillo de Sádaba. Todo, la fe lo hace suponer, sigue allí, pero como un cielo prometido que aún no hemos sabido merecernos.

La morada celeste que ni cierra sus puertas ni está en ruinas es el santuario de Torreciudad, donde yo, sin embargo, casi no pude entrar. Este poblado espiritual es donde el hoy mero siervo de Dios, pero futuro santo monseñor Escrivá de Balaguer, originarlo de la cercana Barbastro, quiso edificar un "lugar de oración" del Opus Dei. El caso es que yendo yo excelentemente vestido con un polo de poco escote y pantalones cortos aclaro, no del tipo biquini ni siquiera bermudas tropical, sino de los de dobladillo por la rodilla - el guardián del aparcamiento reconvino, y con tal de no perderme-lo decidí (en un homenaje privado al gesto madrileño de Andy Warhol, que yo mismo conté en EL PAÍS, cuando afeado por acudir en vaqueros a una Fiesta de los March en su honor se puso encima los del esmoquin) sobreponerme entre unas zarzas los pantalones largos de mi acompañante, que sacrificó por mí su visita.

El enclave piadoso rezuma limpidez y progreso por todas sus piedras, que son muchas, ya que el arquitecto Dols, consciente de la Obra que tenía entre manos, no escatimó medios, ni tampoco homenajes al terruño de monseñor, a la vista del retablo y de la torre gigante, que llarnaremos, por respeto a la palabra neo, pos-mudéjar.

Para que no se ofusque entre las columnatas babilónicas y las graderías propias de estadio nazi, le señalo dos pistas al hipotético visitante de esta domus aurea: los lavabos, en los que una hucha de diseño invita a la salida a que el usuario "contribuya a los gastos de mantenimiento y limpieza", y los confesionarios -en número de 39 y con absolución trilingüe-, donde se puede ver un adelanto de la técnica religiosa que yo desconocía, el semáforo de penitentes, instalado en las modernas cabinas de rnadera y cristal con luces rojas y verdes en lo alto indicando que el camino está vedado o libre para el pecador.

Mañana: Ciudades del 92 Sevilla Fernando Savater

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_