Luminaria estival
EL DESASTRE ecológico producido por el fuego se repite cada verano en España como una especie de ineludible tributo que haya que rendir a los caprichos y a las fuerzas de la naturaleza. Existen, efectivamente, causas naturales que explican el festival de fuego que viene asolando, en cada época estival, extensas zonas de masa forestal a lo largo y ancho del territorio nacional: las altas temperaturas, las tormentas y la sequía influyen de forma determinante en la proliferación de los incendios de nuestros bosques. Pero las causas atribuibles a la voluntad del hombre -su actuación intencionada o negligente- tienen tanta o mayor incidencia que las naturales en la cadencia anual con la que llega el desastre.El abandono de la limpieza de los bosques, las rencillas y las disputas entre campesinos y ganaderos, la expectativa de las recalificaciones de terrenos, las ansias cada vez mayores de 'los constructores por urbanizar zonas de bosque y hasta los intereses de algunas compañias madereras añaden lumbre al caldo de cultivo de los incendios forestales. De otro lado, el abandono progresivo del campo en España, consecuencia del progreso económico y del proceso de urbanización, está provocando el avance del matorral y, por consiguiente, una mayor oportunidad para el incendio y para la erosión.
En los tres últimos años se han quemado en España alrededor de 260.000 hectáreas de superficie arbolada, y este año las previsiones son aún más desalentadoras. La superficie quemada en 1991 durante el mes de julio -80.000 hectáreas en 4.337 incendios- casi duplica la que fue arrasada por el fuego durante el verano del año anterior. Una de las zonas más afectadas es la Comunidad Valenciana, donde, de seguir el actual ritmo incendiario, las áreas desertizadas superarán pronto el 40% de su territorio. Pero no hay que olvidar otras zonas afectadas gravemente por los incendios estivales: la reserva nacional de caza de la sierra de la Culebra, en Zamora, donde se han calcinado más de 10.000 hectáreas, o el parque nacional de Ordesa, en Huesca, en cuya zona protegida ardieron cerca de 1.500 hectáreas de pinos y encinas. El resultado es que los incendios y la. superficie quemada aumentan en España mientras que en países de características similares, como Portugal y Grecia, el proceso es a la inversa.
Es obvio que el problema de erosión en España es muy grave, pero no, tanto como para concienciar a los responsables públicos y a los ciudadanos en general sobre la necesidad urgente de poner freno a esta situación. Los buenos propósitos de la Administración quedan reducidos, con frecuencia, a nebulosos planes de estudio escasamente operativos. Es de esperar que no sea uno de ellos el anunciado recientemente por el secretario de Estado para las Políticas de Agua y Medio Ambiente del Ministerio de Obras Públicas, Vicente Albero, con el que se pretende recuperar en 20 años unos cinco millones de hectáreas erosionadas. El comportamiento cívico en el campo de muchos ciudadanos -por ejemplo, fuegos (le barbacoa mal apagados o colillas encendidas arrojadas sin cuidado- sigue siendo también una asignatura pendiente. De otro lado, los inceridiarios actúan a sus anchas, amparados en el anonimato y en la desidia a la hora de aplicar penas y sanciones ejemplares a quienes destruyen la naturaleza.
De ahí que, junto a una mayor voluntad política por parte de las administraciones públicas -la Generalitat- ha dado prueba de ella, al margen de que la medida sea o no efectiva, con la prohibición administrativa de encender fuego en el campo- y a una mejora en su coordinación, sea necesario actuar en un campo básico en la lucha contra los incendios: la educación cívica. No sólo es fundamental que el ciudadano adquiera conciencia del desastre que supone para España perder cada año algunos centenares de hectáreas de bosque a causa de los incendios. El incendiario debe ser considerado socialmente como un enemigo público, y su actuación, enjuiciada con rigor. No se puede jugar con fuego cuando la consecuencia es la desertización galopante de España.
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