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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Elegía por el parque del Oeste

He nacido en este barrio, y desde muy pequeño el parque del Oeste ha sido para mí una segunda casa. Creo recordar haber veraneado un par de años en él cuando no levantaba ni un metro del suelo; con mi primera novia paseaba a la luz de la luna por sus avenidas siendo un adolescente; en los últimos años de la Universidad he preparado más de un examen recostado en sus praderas, y mi primera película la rodé en sus vaguadas.Hacía un par de años que no paseaba por el parque. El otro día, jueves 13 de junio, ante el calor, me acerqué a dar una vuelta con mi hijo Pablo, dirigiéndonos hacía la fuente de la Salud a refrescarnos con su agua.

Me extrañó la soledad del parque. Yo no lo conocía así. Ciertamente, siempre fue un lugar tranquilo, pero no hasta esos extremos. Días antes habíamos ido a otros parques, enmarcados entre edificios, en solares aprovechados al efecto, entre ruido de tráfico y humo de coches, pequeños, sin rastro de hierba, infectados de excrementos de perros pero paradójicamente, abarrotados. Yo me acordaba del parque del Oeste, y en la comparación, sólo tenía una explicación el llenazo de estos parques urbanos por la comodidad de la cercanía a los colegios o a la propia casa.

Había leído los asaltos cometidos a unas parejas en el parque del Oeste por un grupo de hombres negros. Sabía, y había podido verlo con mis propios ojos, que los travestidos habían inundado la zona, que la prostitución había encontrado un lugar donde campar a sus anchas. Mejor sitio no puede haber para los negocios del amor.

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El parque estaba solitario. Ningún riño, ni una voz, ni grupos de madres observando cómo juegan sus pequeños. Ni siquiera un grupo de chavales aprovechando sus praderas para un partido de fútbol o rugby. Ni tampoco, como se estilaba cuando yo era un chiquillo, una estupenda carrera de chapas. No había nadie. ¡Estos madrileños no saben lo que tienen! De repente, Pablo se resbala por una ladera y cae. Me acerco a recogerlo. En un pequeño espacio, en la hierba, tiradas, tres, cuatro jeringuillas. Ha estado cerca, al caer, de clavarse alguna.

Me quedé mudo. Pablo no entendía nada. Le cogí, le senté en su carrito, él lloraba sin entender, yo no le dije nada. Nos dimos la vuelta. El parque vacío quedó atrás, espero que algún día podamos volver-

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