El declive de la libertad
Significa una señal de alerta -y no mera casualidad- que la opinión pública española se vea actualmente enfrentada con dos proyectos de ley que aprietan el cerco del Estado a las libertades cívicas. En las sociedades con implantación de alta tecnología, los ciudadanos tienen que ser protegidos ante el despropósito de la circulación e intercambio, en manos particulares y públicas, de información sobre su vida privada, origen étnico y convicciones propias. Aceptar -como ahora pretende la propuesta de ley sobre protección informática- que la policía pueda acumular esta información sensible, sin vigilancia de otras instancias independientes y sin conocimiento de los afectados, representa una utilización políticamente perversa de la nueva tecnología.El proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, en sus intenciones, amenaza con debilitar o eliminar el control que sobre la actividad de las fuerzas de seguridad deben mantener los jueces, si no se quiere lesionar gravemente las bases del Estado de derecho. Las restricciones que se imponen a la vez a las libertades de asociación, reunión y manifestación expresan una desconfianza creciente con respecto a la sociedad civil. La desproporción de las sanciones económicas, de inmediata ejecución, que pueden amenazar la existencia jurídica de los multados, por la posibilidad de alcanzar hasta los 100 millones de pesetas, hace sospechar que sus promotores se han equivocado de país en lo que se refiere al valor del dinero. Con este proyecto se olvida que debe ser norma en la democracia que los ciudadanos no puedan quedar inermes ante los errores y posibles abusos de las fuerzas del orden. Parece que no se ha aprendido suficientemente la lección de la ley antiterrorista, declarada más tarde inconstitucional. Hoy sabemos de su carácter criminógeno, pues a su amparo se propició la tortura, en numerosos casos fue aplicada ¡legítimamente y en su haber tiene un desaparecido.
Estas propuestas legales son un síntoma más de la voracidad -al parecer, innata- del poder ejecutivo, dirigida a extender su influencia y control sobre la sociedad y sobre el corazón de los otros poderes clásicos, diseñados para modelarlo. Así, lo observamos en el Parlamento, aquejado de hemiplejia, degradado crecientemente en eco y caja de resonancia del Gobierno: débil para ejercer sus funciones censoras. El Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional se ven acosados por el empeño de introducir en su composición aliados políticos que no siempre son acreditados juristas. Además, los canales de comunicación pública con frecuencia son desvirtuados como instrumento de propósitos partidistas, y los medios considerados desafectos tienen que soportar consejos, amenazas veladas y el mal humor del poder.
Después de esta enumeración, no puede extrañar que, según un estudio realizado en el seno de Naciones Unidas por el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), con la finalidad de aplicar unos indicadores acerca del nivel de libertad, España se vea situada en un incómodo y bajo lugar 24º. Hemos sido catalogados como de nivel medio en la práctica y garantía de las libertades políticas y cívicas. Ocupamos el último puesto entre los países de la CE, que nos preceden en el grado superior de la escala, y estamos situados por detrás de algunos Estados del Tercer Mundo.
La fiabilidad de estos índices de carácter cualitativo no es matemática, y pueden discutirse sus criterios y evaluaciones. Pero una corroboración indirecta de su pertinencia la presenta la corta reacción adversa que ha tenido su publicación. No ha habido intentos oficiales, y escasos sociales, dispuestos a refutar o cuestionar este mal juicio acerca de las libertades en España. Ello tiene dos interpretaciones plausibles: se acepta, lamentándolo, que es así o -lo que sería peor- importa poco que sea así.
En realidad, las sociedades industrialmente avanzadas de fin de siglo se encuentran ante la profundización de un dilema sobre su futuro que ha marcado la historia de la modernidad. Lo constituye el contenido de la noción de progreso.
La concepción ilustrada ha entendido el progreso como el avance en la conciencia y en la práctica de la libertad. Pero simultáneamente ha sido acompañada por un concepto de progreso de carácter marcadamente económico que lo identifica con el desarrollo de la ciencia y de la técnica aplicadas. Por supuesto que ambas concepciones no tienen que excluirse necesariamente y que el desarrollo económico ha posibilitado grandes espacios a la libertad. Pero a la vez es cierto que la acentuación unilateral de un concepto económico de progreso, en el camino, puede lesionar gravemente la práctica de la libertad.
Ésta, ya en su origen histórico, se vio conectada con la exigencia ética y universal de la igualdad. Y ha ido definiendo históricamente sus contenidos en las proclamaciones de los derechos políticos y civiles, junto a los derechos económicos, sociales y culturales.
Hoy, las consecuencias sociales del modelo económico que se ha impuesto han llevado a una dualidad entre las personas en el centro del sistema y a una división entre Norte y Sur que, en las previsiones actuales, parece irreversible. Se deterioran las perspectivas de la igualdad y a la vez se limita la conciencia de la libertad. La persistencia de la marginación social, del desempleo llamado estructural, de las profundas divisiones sociales, para sostener su difícil equilibrio, inducen a asegurar los resortes represivos. Y además, en la dimensión planetaria, la presión de los fenómenos migratorios, cada vez más intensos y que previsiblemente van a adquirir proporciones desconocidas, exige una mayor coacción de la libertad si hay que preservar los actuales desequilibrios económicos y sociales. Parece, pues, que se nos impone un concepto de modernidad no concebido tanto como el progreso de la libertad, sino como el sostenimiento del desarrollo material de los países avanzados y su defensa, cueste lo que cueste. También si ello significa reducir los espacios de aquélla. Prueba de ello es el fortalecimiento de los resortes policiales en la Comunidad Europea -potenciados por el invisible control sobre los ciudadanos propios y transeúntes, que facilita la moderna tecnología informática-. La alerta de los filósofos críticos de los años cincuenta ante el riesgo de convertirnos en habitantes de "sociedades totalmente administradas" técnicamente hoy es un miedo justificado.
En la Europa democrática, la mayor raigambre de la cultura política y de las instituciones permite resistir mejor los nuevos y viejos vientos de la ley y el orden; entre nosotros, con una sociedad civil todavía bisoña y dubitativa, hay que temer más por los grandes efectos del declive de la libertad. Pero siempre nuestra memoria nos permitirá advertir que hay otro concepto de progreso y de modernidad, entendido como el avance de la conciencia de libertad.
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