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Votar a matar

Enrique Gil Calvo

En un texto recientemente aparecido en la revista Claves, Víctor Pérez Díaz llama la atención sobre dos características del terrorismo vasco: su latente racionalidad y la tibia pasividad con que viene siendo acogido por la opinión pública española. Pasados los comicios, y ante el reciente recrudecimiento de la violencia, conviene ampliar estos argumentos, a fin de recordar la urgente necesidad de resolver tan grave problema.La organización armada del independentismo vasco no es ni una banda de extorsionadores mafiosos (que se escudarían en una ideología ad hoc para legitimar la obtención criminal de sus recursos de pervivencia) ni tampoco una secta de iluminados fanáticos (compulsivamente obligados por sus intransigentes convicciones a morir o a matar). Por el contrario, se trata de un movimiento social que, de acuerdo a la óptica de la escuela de la movilización de recursos (Tilly, Oberschall, etcétera), optimiza racionalmente sus recursos tácticos (tanto instrumentales como expresivos, desde su infraestructura logística y su capacidad eficaz de matar hasta sus aparatos ideológicos de adoctrinamiento y propaganda, desplegados a través de sus redes organizativas de solidaridad) a fin de poder maximizar el cumplimiento de sus objetivos estratégicos.

Admitir el racionalismo extremo del independentismo vasco no implica refutar la perspectiva weberiana de la doble moral (como si los etarras supieran supeditar sus convicciones al cálculo de las consecuencias), sino adoptar más bien una perspectiva clausewltziana, que entiende la guerra como una continuación de la política por otros medios. Mientras les siga resultando políticamente rentable matar, los miembros de ETA continuarán estando racionalmente decididos a matar. Por consiguiente, la pregunta que debemos formularnos sería la siguiente: ¿por qué les sigue resultando políticamente rentable matar? Y la respuesta podría ser ésta: pues porque matar les confiere mayor poder político del que lograrían sin hacerlo, compitiendo en igualdad de condiciones con sus adversarios potenciales, incapaces de matar. ¿Cómo renunciar gratuitamente a ese excedente de poder del que disponen gracias a su eficacia letal? ¿Quién, en su mismo lugar, dejaría de ejercer ese poder fáctico que han adquirido como herencia legada por la transición a la democracia?

En democracia, el poder fáctico se desperdicia si no se logra refrendarlo en las urnas. Por tanto, para conservar su cuota de poder político, los independentistas vascos no sólo deben seguir matando, sino que deben además seguir cosechando ese 20% de votos del electorado vasco que aproximadamente controlan, pues la eficacia matadora de ETA de nada serviría sin su capacidad de traducirse efectivamente en votos. De hecho, los etarras matan para que se les siga votando, pues en cuanto dejaran de matar automáticamente se les dejaría de votar. Así, el fin son los votos y las muertes los medios. Pero votos y muertes resultan tan inextricablemente vinculados que se produce la conocida inversión de fines por medios, y las muertes pasan a constituir un fin en sí mismo, como única llave de los votos, sin la que éstos se perderían sin remedio. "Mato, luego existo, pues me votan", se dice el etarra cartesiano. En efecto, si matar les resulta políticamente rentable es porque les permite disfrutar de unos votos que, sin esa eficacia matadora, no cosecharían.

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¿Por qué votan a ETA sus electores? ¿Sólo por la fascinación morbosa que pueda ejercer su carisma letal? Una vez más, hay que prescindir, también aquí, de las habituales explicaciones al uso, generalmente basadas en el irracionalismo, la frustración o la simple perversldad. No: si la gente vota a ETA no es por convicción, maldad, fascinación o voto de protesta, sino, mucho más prosaicamente, porque ello satisface su propio interés racional. La teoría del comportamiento electoral predice que se elige aquella candidatura que, a la luz retrospectiva de la experiencia conocida, promete defender mejor los intereses políticos del elector. Por ello, no se elige tanto la candidatura con la que exista mayor identificación ideológica como aquella que parezca disponer de mayor poder político.

Pues bien, por eso votan sus electores a ETA: sólo porque es fuerte, y dispone del poder fáctico de hacer cumplir su voluntad. Es decir, sus electores votan a ETA porque mata, y la seguirán votando mientras continúe matando. En consecuencia, en cuanto ETA dejase de matar, perdería su poder político (al perder sus fácticos poderes letales que le permiten coaccionar a los demás), y sus electores dejarían de votarla. He aquí la clave del círculo vicioso del poder político del independentismo armado. Los etarras matan como recurso racional para mantener su cuota de poder político a través de las urnas. Y sus electores les votan como recurso racional para mejor defender sus intereses políticos, eligiendo la candidatura fácticamente más poderosa.

¿Cómo romper la lógica perversa de este círculo? Una de dos: o se logra que ETA pierda su poder de matar (confiando en la siempre dudosa eficacia policial), o se logra que sus electores dejen de votar a matar. Desgraciadamente, es en este último sentido, el de las medidas políticas, donde más contraproducentes parecen las que suelen proponerse: la ¡legalización de la oficina electoral de ETA (que es HB) o el recorte de su derecho a la libertad de expresión. No. Aquí, lo único ilegal debe ser matar y coaccionar con armas. Pero nunca debe ser ¡legal votar a ETA ni dar vivas a su efecto letal.

Entonces, ¿qué hacer? Pues tratar de influir políticamente sobre los auténticos inductores de los crímenes de ETA, que no son los funcionarios de HB, como suele creerse, sino los votantes que con sus votos entregan a ETA un cheque en blanco con licencia para matar. Por supuesto, no se puede perseguir judicialmente a los votantes de ETA, pero sí se les puede perseguir moralmente, recordándoles que no son meros encubrldores y cómplices (como los funcionarios de HB), sino, lo que es mucho peor, auténticos inductores, emboscados en su anonimato electoral, que, con su voto manchado de sangre, tiran la piedra y esconden la mano, sin querer asumir su inequívoca responsabilidad letal.

Como inexpertos recién llegados a la democracia, solemos mitificar el sagrado derecho a la libertad de voto. Y es cierto que, jurídicamente, debe haber una total libertad de voto: hasta para votar a matar. Pero nunca se puede ser moral o políticamente libre para votar a matar. Por ello, al igual que mediante el pacto de Ajurla Enea los partidos vascos han decretado el ostracismo político contra HB, lo mismo debemos hacer los ciudadanos votantes: decretar el ostracismo civil contra los electores de HB, que son los responsables últimos de las muertes causadas por ETA. Coexistamos jurídicamente con sus cuerpos, pero, ya que ejercen tan homicidamente su libertad de voto, rehusemos convivir civilmente con sus personas: rechacemos su mano, ignoremos su palabra, renunciemos a su trato, volvámosles la espalda y neguémonos a compartir con ellos la misma comunidad. Echémoslos de nuestra casa, separémoslos de nuestra familia y excluyámoslos del ámbito de nuestra amistad. Pues quien con su voto tinto en sangre pervierte así la ciudadanía no merece ser reconocido en público como un ciudadano más.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Complutense.

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