_
_
_
_
Tribuna:Hambre en Etiopía / 1
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Viaje al centro de la miseria humana

Han envuelto el pequeño cada ver -no más de 40 centímetros- en trapos de color indefinido y lo han atado como un paquete, con cuerdas. Han cavado un agujero profundo en la tierra y alguien ha pronunciado una plegaria. ¿Qué se puede rezar por un niño de seis años muerto literalmente de hambre? ¿Qué se puede recordar de su vida, a quién se puede encomendar su alma? ¿Qué Dios será digno de acogerla en su seno? Sus parientes no se hacen preguntas. Mezclan arena y agua para sellar la tumba y, finalizada la ceremonia, se apresuran a dirigir sus pasos al punto del campo de refugiados donde se reparte la poca comida que llega, el grano -trigo, siempre y sólo trigo- que perpetuamente resulta escaso No hay lágrimas para el niño muerto, no hay tiempo. Más niños le seguirán hoy, mañana y pasado mañana. Víctimas de mala nutrición, diarrea, infecciones, tuberculosis. De la miseria extrema.Esto es el Cuerno de África, en donde se teme que 14 millones de personas perecerán entre julio y agosto; de ellos, la mitad serán etíopes. Si la ayuda internacional no se moviliza ahora mismo, si los Gobiernos del mundo opulento no actúan drásticamente, si los burócratas de Bruselas y Ginebra no se sacuden la rutina, si la buena gente particular no galopa con sus contribuciones hacia las agencias internacionales que tratan de paliar el desastre, el paraíso se llenará pronto de angelitos negros. Al menos dejarán de sufrir.

Guerras y sequía

En Etiopía hay dos clases de hambre. La que se padece a causa de las progresivas sequías y por el bajo rendimiento de la tierra fértil que la hay, y más de la que Occidente imagina- debido a un desarrollo primario de la agricultura y la errónea o nula planificación administrativa. Paralelamente, están los hambrientos creados por la guerra; las guerras. Son cientos de miles de desplazados, bien por la fuerza, por la política de reasentamientos del ex presidente Mengistu -derrocado en mayo último por el Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope, que ha propiciado la creación de un Gobierno de transición hacia la democracia-, bien porque, simplemente, su tierra se convirtió en campo de batalla y perdieron cuanto les pertenecía. Hay también un millón de sudaneses y somalíes refugiados, respectivamente, en el suroeste y el sureste de Etiopía, que llegaron aquí huyendo de los conflictos de sus países de origen. Y están también los etíopes que, habiendo empezado a huir a Somalia cuando estalló, hace 17 años, la lucha contra Mengistu, tuvieron que volver en enero-febrero de este año, cuando la nación vecina se sumió en un baño de sangre que aún prosigue. Los llaman retornados, y esperan en los campos de acogida que les devuelvan a sus pueblos de origen.

"África se está convirtiendo en un inmenso campo de refugiados. Pobre África", comenta Abdu Naser, estudiante de 20 anos, un retornado: "Si el nuevo Gobierno consiguiera mantenernos con vida en las próximas semanas, puede que saliéramos adelante. Volvería a estudiar" Pero la inteligencia se seca y el nivel de preparación de la gente de este país está por los suelos.

"Sólo pienso en comer. Me acuesto con hambre y el hambre me despierta en mitad de la noche. Ya no recuerdo ninguna otra sensación, ninguna otra emoción, excepto esta permanente angustia en el estómago, esta obsesión en el cerebro". Quien entra en el hambre lo hace en otra dimensión. Pierde la identidad, se convierte en un paria, un número en la lista de desahuciados, un nadie. Mohamed Dahe, refugiado somalí, tiene 36 años. En el campo de Taferi Ber, recuerda: "Yo era enfermero, trabajaba en un hospital público". Ahora no es. Huele ya a muerto.

El olor nunca sale en las fotos que mandan las agencias de información para sacudir nuestras conciencias. Ese hedor profundo y ácido de la indigencia extrema, que lo penetra todo, del que nadie se puede zafar. En las fotos, que impactan pero luego se olvidan, no se percibe el zumbido enfermizo de las moscas, y las llagas, purulencias, las costras en la piel no se muestran en toda su crudeza. En las fotos parece que ellos hubieran nacido así, sentenciados. Sin embargo, hay culpables. Me lo dijo con rabia un muchacho en el campo de Hartishiek, en donde un cuarto de millón de personas sobreviven en condiciones que no se pueden contar con palabras, y no es el peor de los campos que visité. "Las grandes potencias nos venden sus armas pasadas de moda para que sigamos matándonos entre nosotros, y, entre tanto, las multinacionales mantienen sus monopolios". Guerrillas, luchas interétnicas, Gobiernos que cambian una tiranía por otra alentados por potencias de signo contrario; los intelectuales tienen que huir, los campesinos se ven obligados a dejar la azada para empunar un fusil, y la tierra, abandonada, se encierra en sí misma, se hace enemiga.

Población terminal

Durante el mandato del derrocado Mengistu, las regiones más castigadas por el hambre fueron Tigre y Eritrea, en el norte, por que eran las que luchaban contra la dictadura. Cuando la gran hambruna del 84-85, se cortaron los suministros, se impidió que la ayuda internacional llegara hasta allí. Murieron como moscas.

Hoy, el mal se ha extendido a las regiones del este de Hararge -en el sureste de Etiopía- y de Ogadén, más al sur, por la afluencia de refugiados e inesperados cambios climatológicos que han convertido la región en casi un desierto. Con el caos creado durante el último mes de guerra, antes de que Mengistu decidiera huir a su granja de Zimbabue y dejara el camino libre a la guerrilla, las ayudas se interrumpieron, las comunicaciones se cortaron, los encargados de la distribución fueron evacuados para salvar sus vidas. Es aquí donde se concentra la población terminal. Sólo en Ogadén mueren 100 personas al día.

"La lluvia cada vez es menos frecuente, y la que cae, lo hace donde no conviene", declara Paolo Pironti, experto en agricultura que trabaja para el Secretariado Católico de Hararge, dependiente de la Iglesia italiana, una de las muchas organizaciones humanitarias que realizan denodados esfuerzos para hacer llegar alimentos a la gente. Es un hombre casi en la cuarentena, alto y flaco, muy rubio, nacido en Sicilia, hijo de tuareg y de egipcia. Está aquí desde hace 11 años y se mueve como un loco en demanda de ayuda. Cuando le vi en Diré Dawa, la ciudad más importante de Hararge, estaba a punto de iniciar una gira por países europeos. Es capaz de arrodillarse delante de quien sea para pedir dinero, pero ya no tiene ánimos para ir adonde están los hambrientos. "Durante la catástrofe del 84-85, murieron demasiados niños en mis brazos. No lo puedo soportar".

El Gobierno etíope de transición que encabeza el tigriño Meles Zenawe, un hombre de 37 años que, hace 18, abandonó sus estudios de medicina para echarse a las montañas a luchar, parece tener buenas intenciones y el serio propósito de reconstruir el maltrecho país. No le queda otra: si fracasa, será nuevamente la guerra, y Etiopía desaparecerá del mapa, con sus 5.000 años de historia y su pueblo inteligente y digno que ahora tiene que arrastrarse y pedir limosna al resto del mundo. La tarea con que el nuevo Gabinete se enfrenta es sobrecogedora. Sólo centralizando las acciones de las diferentes agencias de ayuda a través del organismo oficial pertinente, la Comisión de Ayuda y Rehabilitación, se podrán cubrir las emergencias.

Harapientos y bandoleros

Pero la Comisión está sin presupuesto y tiene vacíos los depósitos de alimentos: las últimas existencias disponibles para Hararge las gastó en suministros para los soldados del ejército vencido, otra oleada de desesperados a añadir al océano de desdichas. No son sólo soldados. Les acompañan sus familias en una huida sin rumbo presidida por el miedo. El Gobierno ha prometido no tomar represalias y alimentar a la multitud de harapientos, muchos ellos inválidos, que lucharon sin convicción y hoy pueblan los caminos o piden limosna en las ciudades. Si no se les da de comer, pueden convertirse en bandoleros. Algunos ya lo han hecho: en algunas regiones, los conductores de camiones de ayuda tienen que internarse con escolta armada.

Puntualiza Paolo Pironti: "A las organizaciones y Gobiernos del primer mundo hay que decirles que no deben confundir este régimen con el anterior. Mengistu desviaba las ayudas a objetivos militares. Los nuevos están haciendo lo que pueden, hay que darles un poco de confianza".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_