Artista de raza
Con la muerte de Rufino Tamayo desaparece el último superviviente de la mítica generación de pintores mexicanos que no sólo fundaron un estilo nacional de arte contemporáneo sino que también alcanzaron un notable prestigio e influencia internacionales. A diferencia de los otros grandes padres fundadores del arte mexicano del siglo XX -los muralistas Rivera, Orozco y Siqueiros-, Rufino Tamayo fue un heterodoxo que no quiso someterse al dictado de la estética del realismo político monumental que aquéllos hicieron popular a través sobre todo de murales de carácter épico.No cabe duda de que esta encomiable independencia de Tamayo tuvo que pagar un precio elevado: el de no parecer suficientemente mexicano. Esta injusticia tuvo, además, el carácter paradójico de cebarse con quien más hondamente estaba compenetrado con las raíces antropológicas mexicanas, como lo han se ñalado sus críticos más sagaces, desde Luis Cargoza y Aragón hasta el propio Octavio Paz.
De todas formas, que Rufino Tamayo, pintor, litógrafo y muralista a su manera, se viera no pocas veces incomprendido no quiere decir tampoco, ni mucho menos, que su obra no acabara alcanzando el prestigio nacional e internacional que se merecía, un prestigio que, por otra parte, estoy convencido que irá en aumento, cuando, vistas las cosas con la suficiente perspectiva, se pueda apreciar cómo su camino, solitario constituyó una fecunda vía liberadora para las también muy relevantes posteriores generaciones de pintores mexicanos.Sensualidad
Abierto y cosmopolita por naturaleza -pasó 20 años en Nueva York y otros 15 en París, por sólo citar las estancias más largas en el extranjero-, Rufino Tamayo tenía la concepción instintiva, sensual, directa de la pintura, lo que le acercaba más al color, la materia y, la textura que a la retórica de los mensajes. Amaba por encima de todo a Picasso, lo que no le impidió ser quizá el creador mexicano contemporáneo con mayor capacidad de ósmosis, y, de esta manera, posibilitar que entablase diálogo con otros pintores de vanguardía, como Braque, Dubuffet, Tápies... Esta curiosidad versátil de Tamayo no quebró, sin embargo, el sentido unitario de su obra, siempre arropada por esa su personal sensitividad o sensualidad más que sensibilidad, pues las sensaciones que transmite su pintura son siempre fuertes, a veces casi brutales, como lo es la naturaleza y la cultura de su país, que pasa sin transición de la violencia al refinamiento.
En 1988 pudimos visitar en el museo nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid una amplia y relevante retrospectiva de Tamayo, formada por 80 obras pertenecientes a sus principales etapas, y fue allí, gracias al recorrido selectivo a través de toda su riquísima trayectoria, cuando se pudo apreciar la importancia de la raíz sensible que vertebra su obra sobre cualquier otra episódica característica de la misma. Y quedó entonces totalmente claro que Rufino Tamayo era sobre todo un pintor de raza.
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