De derechos y libertades inexpugnables
La sujeción de unos seres humanos a otros, por más obvia que parezca, necesita algún tipo de cobertura ideológica, al menos desde el momento en que el hombre aprecia, de un modo u otro, el valor de la libertad personal. La explicación se busca en la propia naturaleza (sujeción de las mujeres, de los niños, de la gente de otra raza), en el mandato divino, en la utilidad o conveniencia, en la eficacia o en el beneficio del sometido.El despotismo es una manera de dominación sobre otros, en contra o al margen de la voluntad de éstos, y normalmente se refiere a las relaciones humanas (o inhumanas) en el campo de lo que se llama política, o forma de organización de una sociedad más amplia que la familia. Pero no se circunscribe al ámbito político; el despotismo puede aparecer en cualquier lugar en que se establezcan relaciones de sujeción: familia, trabajo, juego, deporte, sexo, religión y más aún.
En la época moderna, y en nuestras sociedades europeas, la ganada conciencia de la libertad política, esa obra ingente del Siglo de las Luces, con todos los precedentes que se quieran, hace que el despotismo encuentre cada vez más dificil explicación aceptada. El despotismo ilustrado, cuando ya no es de recibo eso del derecho divino de los déspotas, es una forma de enmascarar la mala opinión por la vía de la utilidad y el bien que se hace a los súbditos. Pero ya no es más que una justificación por el resultado. una fórmula que trata de convencer por apelación a lo pragmático; la convicción se transforma en conveniencia.
Este es en realidad el paso previo a la no aceptación de explicación ni justificación alguna del despotismo, ni divina ni humana. Y entonces, la ausencia de aceptación del concepto hace que el despotismo elija una vía solapada: el disimulo, el disfraz. El despotismo se viste los ropajes de la libertad y los derechos, para no dejar de ser lo que es: un ejercicio de dominio al margen o en contra de la voluntad de los dominados. Se comprende que para conseguirlo haya de recurrir al engaño. El déspota, carente de justificación natural o divina, incapaz de quedar bien con el mero relato de los inmensos bienes que proporciona al pueblo, se rodea de toda la representación de las libertades. Este despotismo puede ser ilustrado o no; pero siempre es hipócrita.
El déspota falaz utiliza toda suerte de argucias para aparentar lo que no es. Las formas del engaño son prácticamente ilimitadas: se utilizan todos los recursos de la propaganda, del sistema educativo, la condescendencia interesada o el entusiasta interés de iglesias, sabios, santones, moralistas, escritores y demás especímenes del gremio predicador. A base de machacar oídos, ojos y mentes, hasta se puede conseguir que lo blanco parezca negro, y viceversa.
Una forma de engaño caracterizada por su singular bellaquería es la que se produce con la legislación. Desde que los revolucionarios franceses (los de verdad, los de 1789) establecen que la ley es garantía de los derechos de los sujetos, la ley se santifica como valladar frente acualquier intento del poder de arrollar esos derechos, singularmente los que los sujetos pueden agitar y mostrar frente al poder mismo, el poder político. El despotismo, es decir, los déspotas, porque esto es cuestión de unas personas frente a otras, se aplica en dos incesantes trabajos paralelos: manipular las leyes y dificultar o impedir su aplicación. Nos fijaremos en lo primero.
Y así, no es difícil encontrarse leyes con declaraciones luminosas, emocionadas y emocionantes, cuya lectura nos sume en la más pura autocomplacencia de habitantes del paraíso de las libertades, de los derechos frente al poder. Pero, amigo, una lectura atenta de lo que sigue complementa y desarrolla aquellas santísimas declaraciones, reduce el entusiasmo si no conduce a la más negra postración.
En los últimos dos siglos, esto ha sucedido con frecuencia, aquí y fuera de aquí. Dos ejemplos; uno de fuera: la República de Luis Napoleón y el Segundo Imperio, que puede presentarse como prototipo del despotismo falaz; uno de dentro: la España de Franco, que, después de reconocer qué sé yo cuántos derechos en el Fuero de los Españoles, metía en la cárcel, en virtud de condena legal, por respetable número de años, a sujetos responsables de organizar un sindicato; pero allí estaba la ley declaratoria (o declamatoria) de derechos.
Sin embargo, las formas más hipócritas de este despotismo se dan en situaciones en que la legitimidad de origen del poder es indudable. Recordemos la Segunda República Española, cuando unas Cortes enfervorizadas de libertad hicieron, a la vez, una Constitución brillante y una Ley de Defensa de la República.
No es tan extraño que sucedan cosas así. Hay que ver lo bien que quedan, en las constituciones y en los discursos solemnes, las declaraciones de derechos. Pero mucha gente se asusta de lo que ha escrito; incluso muchos demócratas que pueden presentar inmaculado estatuto de pureza de sangre, sobre todo cuando tienen la responsabilidad del poder. Entonces les entra lo que pudiéramos llamar la sensatez, y se hacen las leyes de desarrollo, incluso la propia Constitución las ha previsto. Y qué raro es que una ley de desarrollo de derechos no sea limitativa de lo que el ingenuo, al leer la solemne Tabla, creyó entender. Y la gente más avisada ya cuenta con ello. Pero es que a veces se pasan.
Y no es casual que las razones que se dan para esta empecinada, constante neutralización de los derechos y las libertades sean, al fin y a la postre, las mismas que en su tiempo y en el nuestro tenían y tienen los déspotas declarados para justificar su dominio: el mandato divino, la eficacia, la conveniencia, el beneficio propio del dominado, y, en este caso, en la más interesante variedad de la finalidad benéfica, que es la preservación de las propias libertades. Lo del mandato divino no se lleva mucho ahora por estos andurriales, pero sí por otros próximos, y siempre encuentra un adecuado sustitutivo desacralizado; ya algunos romanos listos decían hace tiempo aquello de salus populi suprema lex esto.
Lo malo es que además hay personas que, llevadas de su pasión por el bien (el bien público, claro), pueden llegar a ser déspotas sin saberlo (el déspota malgré lui, que se dice), o que preparan, candorosas, el camino para el despotismo ajeno. La gente mayor y los aficionados al cine recordarán a aquel senador, McCarthy, que quería evitar en Estados Unidos la contaminación del despotismo estalinista, y otras muchas.
Todo lo cual viene a cuento de dos proyectos de ley que están dando bastante que hablar: Ley Orgánica sobre Protección de la Seguridad ciudadana y Ley Orgánica para la Regulación del Tratamiento Automatizado de los Datos de Carácter Personal. Esta última, prevista expresamente (en cuanto a su existencia, no en cuanto a este contenido) en la Constitución.
No voy a meterme aquí en un análisis pormenorizado; no tengo espacio para tanto. Pero sólo algunos ejemplos: a quien se le pidan informaciones personales para ficheros, públicos o privados, de datos personales de utilización legítima hay que informarle de los derechos que le confiere la ley, entre los que se encuentra el de dar los datos o no darlos, si no existe una obli-
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