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Addis Abeba, ciudad de la esperanza

Pobreza, miseria y escasez en la capital de Etiopia, que estrena la paz

"Les he aceptado. Sin entusiasmo y sin rencor", confiesa el comerciante xusi que atiende su pequeño negocio de zapatos en el mercado central de Addis Abeba. Tranquilo, como si no se hubiera producido poco más de dos semanas atrás un radical cambio de régimen, se pregunta: "¿Democracia? Eso dicen. Veremos". Se encoge de hombros. "Etiopía no ha conocido más que feudalismo y dictadura militar. Es pronto para juzgarles", acaba.

El comerciante xusi se refiere al nuevo Gobierno provisional formado por el Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope, que agrupa a cuatro movimientos rebeldes, aunque el mayoritario, el Frente de Liberación del Pueblo Tigray, es el que domina en el Gabinete encabezado por su líder, Ata Meles Zenawi, un hombre de 36 años, impecablemente vestido."Ahora nos toca a nosotros", afirma un tigraiño que vive en la capital y que, bajo Mengistu, aprendió a no decir lo que pensaba. Lo afirma sin revanchismo aparente, aunque desprecia a los amara (la etnia dominante hasta el momento), y habla del papel que Tigray desempeñó en el pasado, en la historia de Etiopía. En lo que a él respecta, se conforma con que nadie meta las narices en sus asuntos.

Ésta podría ser la frase que resume lo que hoy siente esta ciudad: vivir en paz. "Tenemos demasiados problemas como para desgastarnos en una guerra sin fin. Estos 17 años de conflicto civil han devastado el país", confiesa Atushi Bashi Lama, empleado de la Comisión de Socorro y Rehabilitación, que canaliza las diversas ayudas internacionales. "¿Cree usted que podíamos concentrarnos en solucionar el hambre mientras la guerra nos amenazaba?".

Les da lo mismo quien mande: la cuestión es que lo peor ha pasado ya. Y éste es un hermoso país que merece una suerte mejor. "Addis Abeba es una ciudad lo bastante mezclada como para que no se produzca un enfrentamiento sangriento", explica el padre Antonio Valdamari, misionero camboniano que lleva muchos años en el país. "Los etíopes pueden someterse a un dictador, pero ninguna tribu tolera que le mande otra".

De hecho, las pocas venganzas étnicas que se han producido desde el cambio de Gobierno han ocurrido fuera de aquí. En el sur, en la provincia de Sidamo, los gugi, tribu local, pasaron a cuchillo hace pocos días a todos los hombres de un asentamiento wollaita. Los pocos que pudieron escapar fueron a parar al río, donde los cocodrilos les devoraron. Un superviviente llegó hasta la misión para contarlo.

Muerte a medio plazo

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En otro punto de la misma provincia, el poblado construido en torno a la serrería fundada por unos italianos, en donde un grupo de la etnia kambata trabajaba desde hace 40 años, fue incendiado y destruido completamente. No hubo muertos, aunque, en este país, destruir una fuente de riqueza supone la muerte a medio plazo. Hay más de 70 etnias en Etiopía, y otras tantas lenguas. El padre Valdamari reza para que nada ocurra.Cada tarde llueve en Addis Abeba. Los rebeldes entraron con la estación húmeda, con las cortas y furiosas tormentas que permiten distinguir el invierno del verano en esta dulce ciudad salpicada de montículos, en donde los pájaros viven mejor que muchas personas, y en donde algunas personas viven mejor que la mayoría de sus compatriotas.

La reducida burguesía local, que ahora exulta con la caída del presidente socialista -el Gobierno ya se ha reunido con los representantes de la empresa privada y les ha prometido luz verde-, llena cada tarde el bar del Hilton y todos beben compulsivamente porque antes de las siete tienen que regresar a casa, al entrar en vigor el toque de queda.

Los otros ciudadanos, los que no disfrutan de privilegios, se afanan buscándose la vida trasegando bultos, vendiendo y mendigando. Hay lisiados por toda la ciudad pidiendo limosna. Vi a uno que caminaba sobre las dos manos y la pierna izquierda: como un perro al que un coche le ha roto un anca.

Pobreza, miseria, pero no extenuación, en Addis Abeba. Malnutrición, desde luego. Hay escasez de alimentos básicos, la gente se pelea por el pan. El keroseno, indispensable para los fogones, llega con cuentagotas. La poca harina de que se dispone se vende a precios exorbitantes.

En el mercado central

En el populoso mercado central, con los tobillos hundidos en un lodo negro y maligno, cociéndose al sol, vendedores y compradores se afanan en sus ocupaciones cotidianas.Las mujeres, apretujadas, vocean su mercancía rica en hidratos de carbono y sin proteínas: patatas, mandioca, mazorcas de maíz. Algún afortunado atraviesa a empujones la multitud con una sonrisa de triunfo en el rostro y un pollo agarrado del pescuezo. Huele a ajo y cebolla hasta arrancarte lágrimas, y los niños comercian, mendigan y, como en todas partes, juegan.

Sin embargo, una nueva amenaza se cierne sobre la ciudad. Lo llaman "el segundo ejército". Un ejército de sombras. Son las tropas de Mengistu derrotadas, cubiertas de harapos y hambrientas, que salieron de las provincias del norte cuando los rebeldes se hicieron allí con el poder. Llevan meses merodeando y ahora vienen hacia Addis Abeba, en busca de socorro. Cientos de miles en todo el país, dicen que están por llegar 90.000.

Los primeros 12.000 se encuentran ya en la capital, han sido instalados en un campamento militar llamado Jan Medo, en donde las monjas de Teresa de Calcuta y las misioneras combonianas les dan de comer lo que pueden: exiguas raciones de dos patatas cocidas o un pocillo de frijol. Ayer les vi: con sus heridas de guerra, muchos de ellos sin una pierna o un brazo, jóvenes, débiles, mugrientos. Duermen en tiendas proporcionadas por organismos internacionales y esperan, no se sabe bien qué.

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