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Bangladesh: la tierra se hace lago

El agua completa su trabajo devastador en la provincia de Sylet

La provincia de Sylet, en el extremo oriental de Bangladesh, se ha convertido en un enorme estanque donde las hojas de las bananeras sumergidas parecen plantas de loto colocadas para el deleite del visitante. Resulta difícil asimilar que tras, ese paisaje idílico se esconde la desgracia de cientos de miles de seres. La rana que saltaba frente a mí en el interior del avión presagiaba la tragedia. La lluvia, que convierte las suaves colinas de Sylet en un edén y da una inmensa fertilidad a su suelo, cae con intensidad asesina desde hace dos semanas. Los ríos se han desbordado hace cinco días, los campos se han inundado, un millón de personas se han visto obligadas a abandonar sus casas, 200 han perdido la vida... Y la lluvia no cesa.

Los habitantes de Sylet han cambiado los tradicionales carritos por barcas. A golpe ansioso de remo y tocados de sombreros chinos de caña unen los caminos que han quedado divididos por el agua, llevan a las gentes de un lado a otro y se ocupan de sacar de sus chozas inundadas a quienes corren peligro de ahogarse. "Ni el Gobierno, ni el Ejército ni nadie han venido a ayudarnos. Sólo nosotros mismos luchamos, en medio de nuestra pobreza, para salvarnos los unos a los otros. Nos han abandonado a la suerte del agua", afirma Mohid Chowdury. A sus 35 años, este ex empleado de un restaurante indio de Manchester (Reino Unido) cuyos ahorros, desde hace 15 años, han sido destinados a la construcción de su casa de Fenguganj, se siente estafado por la naturaleza y por todos los dirigentes de Bangladesh. Y afirma: "Los corruptos gobernantes que se han sucedido en estos 20 años de independencia no se han preocupado de construir diques que eviten las tragedias que se suceden año tras año".En 1987 se inundó un tercio de Bangladesh y el año siguiente dos tercios con el resultado de 2.900 muertos. El país es un enorme delta donde desembocan el Bramaputra, el Ganges y el Mehna con centenares de sus afluentes, que arrastran anualmente 2.500 millones de toneladas de limo sobre el que germina el alimento de los 115 millones de bangladesíes. De ahí que más de las tres cuartas partes de sus 143.999 kilómetros de extensión tengan una altura media inferior a los cinco metros sobre el nivel del mar. Es una tierra lisa como un plato por la que el agua se mueve libremente de un lado a otro cubriéndolo todo.

"Sabemos que el ciclón del pasado 29 de abril ha hecho sufrir a los habitantes del sur del país mucho más que a nosotros el Kushiara (uno de los ríos desbordados), pero aunque comprendemos que el Gobierno no da abasto para atender a todos, tampoco puede olvidarse de los cientos de miles que nos hemos quedado sin nada", dice Mahbubur Rahman, director de la escuela de Ticopara.

Carretera cubierta

Al menos 15.000 personas de ese distrito de Ticopara se han refugiado en la ciudad que lleva el mismo nombre, en la que existen varios edificios de dos pisos. "Tenemos una población 15.000 habitantes y ahora somos más de 25.000. Si continuamos aislados nos moriremos todos de hambre", añade el maestro, que ha suspendido las clases para albergar en el segundo piso de la escuela -el primero está inundado- a cientos de familias.La carretera que une Ticopara con India desaparece bruscamente bajo las aguas 56 kilómetros antes de alcanzar el Estado indio de Assam. De allí proceden los ríos Kushiara y Shuma. "Si llegáramos a un acuerdo con Nueva Delhi para controlar el flujo de las aguas, la situación cambiaría totalmente", señala un funcionario del distrito. Serpenteando desde la cordillera del Himalaya, los cauces de ambos ríos, los de muchos de los 54 comunes entre India y Bangladesh, rebosan con frecuencia cuando al deshielo se unen lluvias copiosas.

"Esta es la peor inundación que he visto en mis 60 años de vida", dice Bari Bibi, una anciana que con una hija y dos nietos ha buscado refugio en la isla que forman 12 casas levantadas sobre un terreno poco más alto que el que le circunda. Los otros ocho miembros de su familia se han refugiado en otra isla, 12 kilómetros más al sur, con las cinco gallinas y la vaca que poseen. En esta zona se ha podido salvar a los animales porque el agua ha ido subiendo lentamente.

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Sentados sobre bidones, los pequeños comerciantes venden los pocos productos que no se echaron a perder al inundarse sus míseras tiendas. La canoa de Shofiru, de 30 años, se acerca a uno de los bidones para comprar azúcar. Al interior de su casa no ha llegado el agua, pero ella está aterrorizada por la multiplicación de serpientes negras y venenosas que se deslizan sigilosas entre el barro huyendo de las ya cercanas aguas profundas.

Samina, Morgina y Uzira son las tres personas de más edad de Zakigan, una de las aldeas que se han tragado las aguas. Morgina es hija de Samina, de 90 años, y quien me coge de la mano hasta llevarme junto a su madre, cuyo cuerpo diminuto envuelve un sari verde. La anciana me toma las manos y se las lleva a la frente. Después, en una especie de silencioso ritual, sus manos casi transparentes van repetidamente de sus mejillas a las mías como queriendo absorber mi aspecto fuerte y saludable.

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