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Tribuna
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EEUU en el Golfo

Como uno de los primeros y constantes seguidores de la política del presidente Bush en el Golfo, considero apropiado hacerme eco de la intranquilidad acerca del curso de los acontecimientos en el norte de Irak. Nadie puede ver las desgarradoras escenas de sufrimiento a lo largo de las fronteras de Turquía e Irán sin dar la bienvenida a cualquier movimiento que prometa evitar el desastre entre los refugiados kurdos. Pero, del mismo modo, el deseo inicial del presidente Bush, que era evitar la participación militar, reflejó de forma precisa las realidades a largo plazo de una parte del mundo inaccesible en la cual coinciden los intereses vitales de todos los poderes regionales y en la cual no se ve amenazada directamente la seguridad nacional de Estados Unidos. Para complicar más las cosas, al haber asumido las responsabilidades inherentes al envío de las fuerzas armadas norteamericanas, EE UU debe procurar que el plan propuesto de ceder el control sobre los campos de refugiados a contingentes de fuerzas ligeras de la ONU no repita todo el trágico proceso tan pronto como Irak recupere parte de su fuerza.Lo que estamos presenciando en la lejana Inmensidad del norte de Irak es que un nuevo orden mundial no se crea con la suavidad de la retórica idealista. En realidad, lo que lo hace nuevo es la superposición de lo desconocido y lo tradicional. El drama que se está desarrollando implica un intento de relacionar el concepto de soberanía del siglo XVIII, que reclamaba la no intervención en los asuntos internos, con el concepto wilsoniano de la autodetermicuión étnica, que es uno de los hitos del actual sistema internacional. Es el territorio inexplorado el que debe tratarse con más cuidado, para que no elaboremos una doctrina de intervención permanente más útil, en última instancia, para las naciones agresoras. Pero también debe tratarse con una urgencia considerable, porque la tragedia de los kurdos puede resultar ser un anticipo de lo que puede estar surgiendo en los Balcanes, la Unión Soviética y otros lugares. Estados Unidos no puede abrirse camino en este laberinto sin unos criterios con los que definir los riesgos, las oportunidades y las obligaciones.

Nuestro debate nacional no ha sido partidario de dicho enfoque. La Administración, así como sus críticos, son reacios a invocar el concepto del interés nacional, como si el interés nacional fuera algo de lo que avergonzarse. Ambas partes están tratando de conseguir reglas aplicables por igual en cualquier lugar, conduciendo así a un diálogo de sordos en el que un grupo parece defender siempre una doctrina generalizada de intervención mientras sus críticos insisten en una doctrina igualmente generalizada de no intervención. El asunto es aún más confuso porque las dos partes suelen cambiar los papeles con frecuencia. En este proceso, Estados Unidos corre el riesgo de condenarse a una elección entre una extensión excesiva o el aislamiento.

El principio de la prudencia es reconocer que, para aliviar la tragedia kurda, Norteamericano necesita hacer valer ni el deber ni la capacidad de corregir cualquier injusticia mediante la fuerza de las armas. El norte de Irak es un caso especial, porque las violaciones de los derechos humanos se produjeron ante nuestros propios ojos, durante un alto el fuego cuyos términos habíamos dictado, por un dictador al que habíamos comparado con HItIer, y causado por tropas cuya destrucción había estado en nuestra mano. Pero definir una responsabilidad especial hace que sea más (no menos) importante relacionar nuestras acciones con cierto concepto del interés nacional.

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El pueblo kurdo es víctima de una historia que se remonta a varios siglos. Saladino, el vencedor de los cruzados, era un kurdo que dirigió sus ejércitos cuando la religión islámica era la fuerza unificadora. Sin embargo, desde el advenimiento del Estado nacional, el pueblo kurdo, formado por unos 20 millones de personas, se encontró dividido entre Irán, Irak, Siría, Turquía y a Unión Soviética. Sus comprensibles demandas nacionales amenazan, por tanto, los intereses vitales de cinco países en un área a la cual Estados Unidos tiene acceso únicamente a través de uno de los países que acogen a las minorías kurdas, en el pasado Irán, actualmente Turquía. Los motivos del país que nos facilita el acceso son intrínsecamente ambivalentes, relacionados o bien con la desviación de las presiones kurdas de su suelo o bien con la utilización del deseo kurdo de autonomía para debilitar a otro vecino. Incluso los objetivos norteamericanos están necesariamente más limita dos que los de los kurdos. Estados Unidos se enfrentó por vez primera a estas limitaciones en 1975. Unos años antes había ayudado en una modesta operación, secreta a través de Irán concebida para llevar a cabo una medición de la autonomía kurda y para contener la acumulación de armas soviéticas en Irak. Pero los soviéticos introdujeron enormes cantidades de armas, e Irak lanzó una ofensiva que, según los expertos, pudo ser contenida únicamente gracias a la entrega de varios cientos de millones de dólares y a dos divisiones regulares iraníes. En el año en que el Congreso cortó las ayudas a Indochina, la Administración de Ford no creyó que el Congreso fuera a considerar dicha solicitud. Por su parte, Irán no deseaba continuar solo los esfuerzos, especialmente teniendo en cuenta su larga frontera con la Unión Soviética, en aquel momento aliada de Irak. Para aquellos que formábamos el Gobierno entonces, la decisión fue dolorosa, desgarradora. Sin embargo, la lección que hay que aprender corresponde al compromiso original, no al resultado final. Estados Unidos debería haber determinado desde el principio hasta dónde podría llegar en su ayuda a los kurdos, y debería haber dejado claros esos límites antes de ofrecer su ayuda. Debemos procurar que la historia no se repita. Gran parte del debate actual es extremadamente hipócrita. Muchas de las personas que no estaban dispuestas a emplear la fuerza para terminar con el terror iraquí en Kuwait están defendiendo ahora que Estados Unidos debería haber continuado la guerra para ayudar a los kurdos. No recuerdo tales discusiones cuando se decretó el alto el fuego. Hasta el último minuto, los altos cargos de nuestro Gobierno habían asegurado al Congreso y a la comunidad internacional que nuestro único objetivo era expulsar a Irak de Kuwait. De excederse dicho objetivo, el presidente no podría haber conseguido de nuevo apoyo nacional ni internacional para continuar la guerra. Pero, aun asumiendo que la escala de nuestro éxito hiciera a la Administración insensible a las críticas, una consideración prudente del interés nacional podría haber llevado a la conclusión de terminar la guerra. Porque, si fue la hegemonía sobre el Golfo por parte de cualquier nación radical lo que

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amenazaba los intereses vitales de Norteamérica (el motivo principal de nuestra intervención), tuvimos casi tanto miedo de Irán como de Irak, especialmente en vista de las importantes comunidades shiíes en Kuwait y en toda la frontera saudí.

Además, la continuación de la guerra no habría ayudado necesariamente a los kurdos; su sublevación fue sofocada por fuerzas situadas en el Norte durante todo el conflicto; una guerra prolongada podría haber beneficiado, en cambio, a la rebelión shií en el Sur, donde se estaban diezmando los restos de la Guardia Republicana. Pero si como resultado hubiera surgido en Basora una república shií con conexiones con Irán, se acusaría indudablemente a la Administración de repetir el error de la guerra Irán-Irak al reforzar excesivamente a una de las dos partes en conflicto.

La Administración especulaba con que la liberación de prisioneros de guerra iraquíes ayudaría a derrocar a Sadam y que el problema étnico sería solucionado entonces por el nuevo Gobierno. Esta opinión no era del todo descaminada, pero quizá fuera demasiado elaborada. Debería haberse comprendido que un equilibrio de poder en el Golfo que hubiera de ser sostenido únicamente por Sadam en el poder hubiera resultado política y moralmente inaceptable. Por tanto, tan pronto como fue evidente que empezaban a fraguarse revoluciones por todas partes, debería haberse decretado un alto el fuego basado en la retirada de Sadam o, si esto se considerase imposible, en estrictas limitaciones en los movimientos de las fuerzas armadas iraquíes.

Mantener a Irak intacto para evitar un vacío de poder era un objetivo válido, frecuentemente afirmado antes y durante la guerra. Pero la aversión resultante a verse implicado en los asuntos internos de Irak demostró ser incompatible con la escala de la derrota de Irak, y, de hecho, fue desmentida por la resolución 678 de la ONU, en la que se establecía el alto el fuego, ya que sus disposiciones de desarme sólo pueden ser ejecutadas mediante una supervisión internacional de intrusión. Además, la rápida retirada de las fuerzas norteamericanas eliminó progresivamente la credibilidad de una amenaza de nueva intervención.

Pero esto es una percepción retrospectiva perfecta. No conozco ninguna figura nacional cuyas declaraciones públicas le autoricen a establecer esa discusión. Y, para ser justo, el debate actual no sería posible sin el liderazgo del presidente, que expulsó a Irak de Kuwait, redujo su fuerza militar, protegió a los Gobiernos árabes moderados y evitó una posterior guerra de mayor alcance.

Remover el pasado no conduce al futuro, por lo cual los siguientes principios parecen fundamentales:

1. La participación militar occidental no puede ser ilimitada. Si las fuerzas occidentales siguen como protectores permanentes de campos de refugiados permanentes, éstos quedarán aislados políticamente. A medida que Irak recupere su fuerza, empezará a atacar a las fuerzas militares aliadas, y los kurdos resistirán los ataques para evitar que se utilicen los campamentos para guerra de guerrillas, situando así a las fuerzas aliadas entre dos fuegos. Hoy, Irán y Turquía agradecen cualquier medida que retire de sus fronteras a los refugiados kurdos; mañana puede que se resistan a las posibles consecuencias de campamentos permanentes protegidos por fuerzas militares occidentales. Tal sucesión de acontecimientos haría cargar a las democracias occidentales con los mismos dilemas que les hicieron salir de Beirut.

2. Los refugiados no deben asentarse en campamentos permanentes. No debemos crear en las lejanas montañas del norte de Irak el tipo de campamento de refugiados que ha destruido las vidas de una generación de palestinos; la finalidad del despliegue militar aliado en el norte de Irak debería ser permitir a los refugiados regresar a sus casas. Los campamentos generan desesperación, irredentismo y violencia. Estados Unidos no debe tener que enfrentarse a la elección de Hobson, entre traición o arbitraje constante, si no participación, en una guerra civil que con el tiempo podría implicar a otras naciones con población kurda.

3. La ONU en sí no es una solución. Si simplemente se interponen fuerzas ligeras de la ONU entre los iraquíes y los kurdos por una decisión administrativa de un secretario general sin ninguna autoridad política formal, se encontrarán en una posición insostenible tan pronto como Irak recupere cierta libertad de acción. La ONU debe ratificar un acuerdo de autonomía entre Irak y los kurdos, que permita a los refugiados volver a sus hogares. E Irak debe dar su consentimiento a una presencia de la ONU para vigilar dicho acuerdo. La simple entrega de los campamentos a la ONU sería una abdicación, ya que las fuerzas de la ONU están aún menos preparadas que las tropas aliadas para un hostigamiento del tipo de Beirut, que sería el destino de una fuerza destacada allí sin autorización política.

4. Los aliados deben insistir ahora en un acuerdo kurdo-iraquí basado en garantías internacionales. La estrategia de Sadam es clara: Ilegar ahora a un acuerdo que acelerará la retirada de las tropas extranjeras del suelo iraquí y preparará el camino para el fin de las sanciones. Después puede reconstruir la economía de Irak y negociar con los kurdos cuando la atención del mundo se dirija a otra parte. Este es el motivo por el que la única salida honrosa del norte de Irak es una autonomía internacionalmente garantizada para los kurdos. Sadam y los negociadores, kurdos han anunciado un acuerdo que establecerá la autonomía. kurda basado en un convenio latente de 1970. Puesto que Sadam. incumplió el acuerdo original, sería imprudente fiarse de su palabra. Pero las frecuentes exhortaciones a tal efecto sin un programa plausible para su consecución amenazan con aumentar la talla de Sadam y reducir nuestra credibilidad.

Sin embargo, podemos mantener las sanciones hasta que se alcance el objetivo de la autonomía kurda. En una fase anterior de la crisis del Golfo puse en duda la confianza exclusiva en las; sanciones, porque creía que la concentración de tropas en Arabia Saudí no podría mantenerse durante el tiempo necesario, y que las sanciones no podrían reducir por sí solas la capacidad militar de Irak. Pero la guerra ha destruido la economía y la capacidad militar de Irak. Así pues, las sanciones tienen muchas más posibilidades de funcionar ahora que antes de la hostilidades.

El mundo que surge ahora pide el liderazgo norteamericano en muchas áreas. Pero, si no queremos convertimos en filántropos permanentes o en policías permanentes, debemos establecer prioridades que relacionen los fines con los medios, y que solucionen nuestros intereses posteriores a la guerra fría. Sobre todo, necesitamos definir con mucho cuidado los objetivos de posibles, intervenciones militares, teniendo en cuenta las palabras del estadista del siglo XIX que dijo: "Pobre del líder cuyos argumentos al final de una guerra no sean tan convincentes como lo fueron al principio".

Henry Kissinger fue secretario de Estado de EE UU.

Copyright 1991, Los Angeles Times Syndicate.

Traducción: Esther Rincón.

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