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La ciudad de la incertidumbre

Refugiados kurdos y habitantes de la aldea de Çukurea adaptan su vida a un destino forzado

El campamento de Çukurca, en el sureste de la frontera turco-iraquí, se ha convertido ya en una ciudad improvisada. Para los 121.000 refugiados kurdos, la supervivencia ha adquirido rasgos cotidianos, que no han interrumpido siquiera ante la perspectiva de una repatriación incierta. Al otro lado del valle, los habitantes de la vecina aldea turca, inundada repentinamente por organizaciones humanitarias, periodistas y refugiados, se han adaptado también a las circunstancias. Los precios han subido al margen de cualquier índice racional y el mercado negro se abre paso en la única calle del pueblo. No tienen reparos en aprovechar el momento. Saben que, cuando todo pase, el olvido y la pobreza serán sus únicos aliados.

A las ocho de la mañana, los kurdos musulmanes lavan a sus muertos en una pequeña ladera cercana al campamento de refugiados de Çukurca. Los miles de tiendas de campaña se desparraman por las laderas de un amplio valle en territorio iraquí. El cementerio, sin embargo, está en suelo de Turquía, cuyo Ejército acaba de vallar el hasta ahora imaginario límite fronterizo. Los vivos desearían poder cruzar la alambrada para siempre. Los muertos, en cambio, no encuentran objeciones.Con este rito cotidiano comienza un día más en el campamento. Allí se han encontrado vecinos y amigos, campesinos y economistas, cristianos y musulmanes. Todos interrumpieron su vida para huir de la muerte, y todos comparten un futuro incierto. Algunos pudieron escapar en coche, pero la montaña, barrera inexpugnable, les obligó a abandonar los vehículos a sus pies. En el campamento se cuenta cómo un rico comerciante de Dahuk intentó cambiar a un campesino su Mercedes por una mula. Sus esfuerzos fueron inútiles.

Por la mañana, los refugiados bajan al pueblo por un camino serpenteante tras conseguir el permiso de los soldados turcos Allí hacen tertulias en las aceras de la única calle y escuchan al almuédano llamar a la oración.

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La pequeña localidad de Çukurca nunca había asistido a nada igual. Bien es cierto que la presencia de una base permanente del Ejército turco ha dotado a esta aldea del fin del mundo de luz, agua corriente y de la inefable PTT, la telefónica turca, más parecida a una tómbola por lo aleatorio de las líneas. Pero tener tan cerca a semejante avalancha de refugiados, periodistas y voluntarios ha agudizado los instintos.

Los precios han conocido subidas inverosímiles. Las botellas de agua mineral, por ejemplo, costaban 1.000 liras turcas (unas 26 pesetas) hace dos semanas. Ahora las venden por 34.000 sin pestañear. Muchas veces, el sellado del tapón tiene una holgura sospechosa, cuando no estánabiertas del todo, lo que trae a la memoria los rumores de que se está vendiendo el agua de las tomas abiertas en el campamento.

Rumores también son los que señalan a algunos policías turcos como beneficiarlos de la subida artificial de los precios a cambio de mantener alejada a la posible competencia: nadie se explica si no por qué a unos comerciantes de la cercana ciudad de Hakkari se les impidió vender al campamento alimentos más baratos.

Los comerciantes no aceptan de los refugiados dinero turco. Prefieren el pago en dinares iraquíes, moneda mucho más fuerte que la lira. "El cambio es muy malo para nosotros", comenta con disgusto Kemal, un profesor de inglés de Akrá. "Hace días, por 10 dinares (unas 200 pesetas) te daban 10.000 liras. Ahora te dan esa misma cantidad a cambio de 20 dinares".

Algunos refugiados también saben jugar con ventaja, y encuentran en el mercado negro sitio para cámaras fotográficas, radios o ropa robadas en el campamento. Precisamente Hazer se queja de que le ha desaparecido buena parte de la colada. Su tienda está en lo alto de una ladera, rodeada de pedruscos. A la entrada, esta mujer oronda prepara, una tras otra, obleas de nan, el pan kurdo, ayudada por tres de sus ocho hijas. Dentro, Ahmed, agricultor próspero, permanece en silencio, sentado como un gran patriarca.

Hazer no habla del pasado ni del futuro. Hace pan y cuida de los hijos. Al fondo de la tienda, en una caja de madera, tiene a su hija de seis meses. Es un cúmulo de huesecitos y piel seca. "Haz una foto", pide con dureza. La niña nació débil y no saben si sobrevivirá, por eso no le han puesto nombre todavía.

Vestidos de oro

Cerca de la tienda se han asentado varias familias campesinas más pobres. Las mujeres visten ropajes de colores vivos y lentejuelas, que se mantienen impolutos pese a la cochambre que rodea todo.

Al otro lado del camino, cerca del "sector cristiano", vive con sus padres y 10 hermanos Heshiar Abas, un estudiante de ingeniería electrónica de Dajuk. Tiene 26 años, pero parece mucho mayor. "Mentalmente debo de andar por los 40", comenta. Heshyar sueña con ver Tarifa, conoce a Picasso y a Goya y sabe de la eterna rivalidad entre el Real Madrid y el Barcelona. Jugaba al baloncesto y fue subcampeón de ajedrez de su universidad. Ahora su ocupación consiste en recorrer el campamento vestido con un chándal y unos zapatos que se adivinan blancos bajo de los pegotes de barro.

Heshiar tiene dos amigos, también ingenieros. Tarik Aziz, un árabe de Bagdag, vehemente admirador de Andrés Segovia, y Dushti Husiern, kurdo de Dajuk. Ambos se negaron a servir en las milicias populares iraquíes y se encontraron en las montañas en una noche lluviosa.

Tarik anda desesperado porque está sin papeles, sin ducha y sin música. Dushti tiene más ánimo, porque ha conectado con unos parientes de la ciudad turca de Van, que intentarán sacarle de allí. Habían anunciado su llegada al día siguiente y él les esperaría en la puerta.

Al anochecer, en el pueblo se encienden las luces y en el campamento empiezan a brotar miles de hogueras.

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