La década Mitterrand
¿Se puede hablar de una década Mitterrand? Fue posible hablar de una década Thatcher o Reagan porque, tanto Estados Unidos como el Reino Unido se transformaron en la dirección que proclamaban los programas de esos dirigentes políticos. En Francia, la situación es muy diferente ya que la Francia de 1991 es casi totalmente distinta de la de 1981, año en que François Mitterrand accedió a la presidencia de la República. Mitterrand había elegido la alianza con los comunistas, un programa de nacionalizaciones, un marcado antiamericanismo, y, sobre todo, había afirmado su voluntad de transformar profundamente la sociedad francesa, de hacer una sociedad socialista.Era éste un objetivo chocante, ya que el modelo socialista estaba en retroceso en todas partes; en el Este, Solidaridad daba en ese momento la primera gran victoria a la democracia frente al comunismo, mientras el mundo capitalista se recuperaba de las crisis petroleras gracias a importantes innovaciones tecnológicas. El programa común firmado por los socialistas y los comunistas franceses daba la espalda a la evolución de todos los países europeos, tanto a la de Italia, donde el partido comunista buscaba integrarse en un sistema democrático, como a la de España, donde se consideraba la modernización y europeización de la sociedad como una precondición necesaria para toda reforma social. Por no hablar de Alemania, donde el partido comunista estaba fuera del juego político, o del Reino Unido, donde los laboristas e incluso los sindicatos no daban más que batallas de retaguardia contra el neoliberalismo de Margaret Thatcher.
Muy pronto se hizo evidente que el programa electoral de Mitterrand llevaba a la catástrofe: caída de las inversiones, aumento brutal del paro, descontento de la opinión pública ante la subida de los precios y ante el poder arrogante de los nuevos jefecillos políticos, y finalmente, el levantamiento de los defensores de la libertad de enseñanza que desembocó en la caída del primer ministro, Pierre Maurois.
Tras haber dudado salir de la serpiente monetaria europea en 1983, Mitterrand tuvo que plegarse a la realidad. A partir de 1984 y tras la llegada de Fabius al cargo de primer ministro, la situación se tranquilizó. Se inició el enderezamiento de la economía, valerosamente preparado por Jacques Delors, y rápidamente desapareció el espíritu militante y colectivista mientras el partido comunista en desacuerdo con esta nueva orientación, perdía a toda velocidad más de la mitad de su electorado. De 1984 a 1991, la evolución de Francia ha consistido en un acercamiento a la mainstream europea. No ha habido nada más espectacular que su aceptación activa de la línea política decidida por Estados Unidos para Oriente Próximo, mientras durante todos los años precedentes no hacía más que hablarse de la política árabe francesa, aunque sin precisar su contenido.
Hay que añadir, sin embargo, que esta evolución neoliberal y occidental más que elegida parece haberle sido impuesta a François Mitterrand. Ha renunciado a la alianza con los comunistas pero todavía no ha elegido la alianza con los centristas, y encarga a su primer ministro, Michel Rocard, dirigir en minoría un Gobierno que en unas ocasiones debe conseguir la abstención de los comunistas, en otras, la de los centristas, y a menudo debe utilizar el extraño artículo 49.3 de la Constitución que obliga a la oposición a jugarse el todo por el todo, a censurar al Gobierno cuando está en desacuerdo sobre una cuestión en particular. La política económica es vacilante. Mitterrand ha dicho: "Ni nacionalizaciones ni privatizaciones". Pero, ¿puede uno lanzarse a competir con Japón o Alemania con tal consigna, ni-ni? La misma vacilación existe en el terreno de la educación, donde se han destinado recursos considerables a la escuela pública y a las universidades pero el centralismo administrativo continúa paralizándolo todo.
Francia ya no es el enfermo de Europa como lo fue en el decenio 1974-1984; se ha integrado en el pelotón, pero, más que tirar de él, lo sigue. Evita plantear grandes problemas y no escucha a sus intelectuales, que a menudo se encierran en una condena de la sociedad moderna que no interesa a una inmensa clase media consciente de su enriquecimiento y de la mejora de su nivel de vida.
Esta sorprendente evolución habría podido provocar graves crisis sociales y políticas. La vuelta al poder de la derecha, de 1986 a 1988, podría haber abierto un periodo de enfrentamientos brutales con un presidente de la República socialista. La lenta pero neta evolución del Gobierno hacia el centro habría podido resucitar al partido comunista, e incluso reagrupar en tomo a él a los socialistas que permanecían fieles al espíritu de 1981. Nada de esto ocurrió, y aquí aparece el excepcional talento político de François Mitterrand, que transformó la cohabitación con el primer ministro Jacques Chirac en un triunfo personal cuando casi todo el mundo consideraba que sería su adversario el que saldría victorioso de esa poco pacífica coexistencia.
¿Cómo definir, pues, la década Mitterrand? Como la del abandono jacobino, gracias al cual Mitterrand había llegado al poder. Cuando termine el septenato actual, Francia habrá abandonado casi por completo ese socialismo de izquierda que siempre había conservado, de Jules Guesde y de Léon Blum al nuevo partido socialista nacido en Epinay, y estará mucho más próxima al modelo dominante en el mundo occidental. François Mitterrand ha organizado esta retirada, o mucho más exactamente, este cambio completo de orientación, con un agudo sentido de lo posible y un pragmatismo a toda prueba.Es muy fácil decir que la vida política francesa ha estado dominada durante 10 años, e incluso durante 20 años, por François Mitterrand; sin embargo, es imposible hablar de una década Mitterrand, ya que el presidente ha debido plegarse a la realidad más que transformarla según un proyecto personal. Francia no va mal. Desde hace tres años ha sido gestionada con competencia y coraje por Michel Rocard, cuyas ideas corresponden mejor que las de Mitterrand a la evolución real de la sociedad francesa y sobre todo a la del funcionamiento de su Estado; pero está desorientada, todavía no ha olvidado las ideas del comienzo de la década, mientras que, desde hace seis años, ha tenido que aprender otras muchas muy diferentes. Hace de la necesidad virtud y no parece capaz de lanzarse a grandes proyectos, aunque se adapta tan bien como otros países a la nueva coyuntura internacional y al triunfo actual del modelo liberal.
Hay que considerar esta década como una larga y lenta transición, puesto que será necesario que el Gobierno, animado por los socialistas, encuentre una verdadera mayoría, sin la cual la crisis de la derecha, por muy profunda que parezca, podría llegar a su fin en las elecciones legislativas de 1993. Probablemente no era posible ir más deprisa dada la magnitud de la movilización para el programa común, y se puede confiar en el juicio político de François Mitterrand para elegir la mejor velocidad para cambios ineluctables. Pero, ¿no es la principal víctima de esta evolución demasiado lenta el Partido Socialista, más atado al pasado que el presidente de la República, quien poco a poco ha tomado distancia con sus antiguos lugartenientes, y muy bien podría, en un futuro próximo, acelerar el ritmo de los cambios para evitar tener que sufrir tras 1993 una nueva cohabitación con un primer ministro de la derecha?
François Mitterrand cumple 10 años de poder, pero es entre hoy y 1993 cuando va a tener que tomar las decisiones más difíciles: comprometer a su país en una vía nueva y construir la fórmula política capaz de dar al país el dinamismo que le falta.
es director del Instituto de Estudios Superiores de París.
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