Réquiem fugaz por Graham Greene
Era el sitio más raro y desolado del mundo para enterarse de la muerte de Graham Greene. Un hotel en las afueras de una ciudad del Medio Oeste norteamericano, una habitación tan hospitalaria y casi tan grande como el estadio que se veía por la ventana, a la primera luz lluviosa de un día con rasgos de extrañeza y de sueño mal recordado por culpa del cambio de hora y de la distancia. Él, que fue tan adicto a los viajes a lugares remotos como a la Iiteratura y el whisky, seguramente había conocido esa sensación. He dicho que el hotel estaba en las afueras de la ciudad, pero es inexacto: en rigor, uno no sabía distinguir las afueras del centro, pues todo lo que los Ojos podían ver era una repetición horizontal del mismo paisaje, carreteras en interminable línea recta y almacenes v hamburgueserías y gasolineras ingentes, iluminadas en la noche de rojo y amarillo, aparcamientos, edificios altos y aislados en una distancia que no parecía posible atravesar caminando, vallas metálicas. extensiones de césped, filas de casas de madera sin pintar sobre las que ondeaban banderas que parecían signos de una victoria insolente sobre la pobreza y la desgana de quienes vivían en ellas. Me habían explicado que ese edificio que se veía desde la ventana era un centro de instrucción para los reclutas que estudian en la Universidad. Por la mañana temprano, en camiseta y pantalón corto, desfilaban con fusiles al hombro sobre el césped y se podían oír muy débilmente los gritos que repetían al marcar el paso. Tal vez alguno de ellos o de ellas llevaba en la pechera de la camiseta una leyenda parecida a la que me había helado la sangre la tarde anterior: con ese eficaz laconismo del Inglés se pedía en dos palabras el exterminio nuclear de Sadam Husein.Bajo la puerta de la habitación alguien había deslizado un periódico, el USA Today, que tiene, según sus promotores, la atrayente virtud de poder ser leído con el rnismo esfuerzo intelectual con que se mira de soslayo un televisor. En la primera página, a la izquierda, entre titulares deportivos, venía la noticia, junto a una foto borrosa, en blanco v negro, de tamaño carnet: a los 86 años, Graham Greene acababa de morir en Ginebra, con la misma discreción con que había vivido y escrito durante los últimos años, casi tan secreta: mente como Bekett o Rulfo. Por algún motivo, en aquel lugar resultaba más difícil aceptar la evidencia. Está uno tan retirado de su propla vida en esos viajes, tan desposado de la longitud y la latitud. de su alma, que no sabe exactamente quién es ni se siente dueño de sus propios recuerdos. Debe de ser una sensación parecida a la que notaban los navegantes antiguos cuando llevaban unos días sin ver la línea de la costa de donde habían partido: sin los puntos de referencia que suministra la costumbre, la realidad más coriácea se disuelve en una especie de niebla. La identidad de uno, su vida verdadera, lo que hacía o deseaba hasta una hora antes de subir al avión, quedan no atrás ni en el pasado, sino en ninguna parte, en un estado de suspenso. Se ha borrado la cuidadosa cuadrícula del calendario, y hasta el orden de las horas y la sucesión del día y de la noche se han roto. El viajero insomne, lúcido y más bien trastornado, siente la misma extrañeza cuando mira con incredulidad el reloj que cuando descorre las cortinas de esa ventana inmensa que da a un paisaje en el que no hay absolutamente nada a lo que su conciencia pueda anciarse. Son las dos de la madrugada y llueve de esa manera unánime con que suele llover en las llanuras sin límites de los países extranjeros, pero en el lugar de donde viene uno acaban de dar las nueve de la mañana y sin duda hace sol. Uno siente la exaltación de no pertenecer a nada de lo que está viendo, el alivio de haber perdido transitoriamente las normas del espacio y del tiempo en las que su vida se resume, pero también una angustia como de extender las manos en la oscuridad y no encontrar a donde asirse, de estar mirando objetos y rostros y escuchando voces que no son del todo reales, que tienen algo de las caras y las voces y las risas violentas de la televisión.
Sobre la mesa de noche hay un teléfono y bastará marcar un número para hablar con alguien que está al otro lado del océano y casi al otro lado de un abismo no menos hondo, el de las siete horas de futuro al final de las cuales sonará su voz, porque el teléfono, que tiene siempre algo de invención espiritista para conversar con fantasmas, es ahora también como lana máquina del tiempo: antes de que suene al otro extremo del mundo la señal de llamada se escucha como un fragor oceánico resonando en la dislancia submarina y en las concavidades oscuras del espacio por donde circulan los satélites de comunicaciones. De pronto la voz suena tan cercana como si estuviera en la habitación de al lado y su metal reconocido vuelve del revés la verosimilitud de las cosas: uno sigue siendo quien era antes de emprender el viaje, es mentira la distancia, y también la huida, y esta habitación desaforada de un hotel del Medio Oeste. Ahora, después de colgar el teléfono. ya será posible durante unos minutos mirar la propia cara en el espejo y pensar con nitidez y dolor en la muerte de ese hombre cuya fotografía tan pequeña publicaba el periódico, el viejo maestro incorruptible, el bebedor solitario que escribía diariamente un mínimo de 300 palabras y daba fin a una botella de whisky, el caballero inglés que continuó una gloriosa tradición nacional de fugitivos, que viajó sin descanso a todos los países y a todos los hoteles, que convirtió en una forma misteriosa poco monacal de vida esta permanencia en la tierra de nadie, en cualquier lugar del maparriundí donde uno quiera detener su dedo índice, que fue católico con la misma arbitraria arrogancia con que era carlista el marqués de Bradomín, que seguramente se habría sentido tan extraño y tan amenazado como se siente uno en esta ciudad donde hay cuarteles en medio del césped universitario y banderas tremendas ondeando no sólo en los mástiles de los estadios y de los rascacielos, sino sobre los tejados de ruinosas casas de madera en cuyos porches se sientan, con la cabeza baja y los codos en las rodias, hombres de piel oscura que no parecen tener más ocupación que la de mirar el paso de los coches.
Era raro acordarse de Graham Greene en aquella ciudad horizontal que se prolongaba en autopista Inflexible hacia iodos los puntos cardinales. pero poco a poco uno advertia que la noticia de su muerte era como una sacudida que enseñaba a mirar de otro modo las cosas que veía, a preguntarse qué habría pensado él, o qué pensó, porque sin duda, estuvo aquí alguna vez, igual que en cualquier otra parte del mundo: imaginaba sus ojos azules mirándolo todo con un brillo de dulzura, de desengaño, de alcohol, con un sentimiento de profecía cumplida su callado disgusto ante la ferocidad victoriosa, su espanto ante esas miradas de las que parece excluida toda ternura y toda incertidumbre, esas caras francas, saludables e idiotas que él retrató para siempre en El americano impasible, en la figura de Pyle, aquel afable cretino que cumple escrupulosamente su tarea de insecto, con la conciencia limpia y el ánimo gozoso, en los primeros años del liorror de Vietnam. Universitarios rubios, hispanos, orientales y negros corrían sobre el césped con zapatillas deportivas, con pantalones bermudas, con gorras de béisbol puestas al revés, con la misma dedicación concentrada y gogosa con que otros desfilaban con fusiles al hombro por el patio abierto del cuartel que se vela desde la ventana de mi habitacion. El se pasó la vida buscando países desconocidos y vías de escape y fue a morir, como Borges, en Ginebra, que debe de ser una de las ciudades más extranjeras del mundo: para huir, para no estar solo y enajenado de uno mismo, bastaba de pronto acordarse del fantasma reciente, de la sombra incorruptible, solitaria y beoda de Graham Greene.
Babelia
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