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Tribuna:EL ASFALTO
Tribuna
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La boca del subterráneo

Juan Cruz

El conductor se despide de Emy y le grita desde el asiento todopoderoso del autobús: "¡Emy, que no me entere que te tocan el culo en el metro!" Emy le responde, ya desde la acera: "¡Vete a la porra!". Emy se acaba de lavar la cabeza y en sus rizos rubios tiene todavía la densidad opaca del agua. Ya no debe ser estudiante, porque lo que agarra contra su pecho no es una carpeta de apuntes, sino un bolso que resguarda de los efectos perversos de la calle. Luego desaparece, sonriendo, por la boca del metro.Son las nueve. A las ocho los había aun con caras más urgentes, descompuestos seres de la mañana que llegan tarde a cualquier sitio. El metro tiene ese olor sin retorno que parece devolver a la gente a su boca con la cara ensimismada. A las nueve van y vienen con una moneda o con un billete, y se adentran o salen, con el semblante en otra cosa. Los ventiladores callejeros que hizo famosos Marilyn Monroe resumen ese olor y lo despiden como una metáfora de lo que debe haber allí dentro.

Los que estamos fuera, los que vemos al aire de la calle ese ir y venir incesante de burócratas, estudiantes, profesionales liberales, gente lavada y sin corbata, personajes que vienen de la noche y aún no se acostumbran a la agresión malvada de la claridad, asistimos al espectáculo como si la ciudad empezara a fabricarse en ese instante y ese horno del que sale y entra tanta gente fuera la boca de una gran panadería.

La ciudad tiene a esa hora de la mañana el olor del metro y de sus circunstancias, gente con prisa por llegar al trabajo mientras las taquilleras del metro se acostumbran a quedarse obsoletas mientras ven salir tiques automáticos como regalos minúsculos que dan a los hombres las máquinas mudas.

De pronto, un joven vestido con chaqueta de cuero se hurga la nariz ostentosamente borracho; sale del metro a las nueve de la mañana y se tambalea por Francisco Silvela hacia la Cruz Roja. A su alrededor, indiferentes, le miran los que bifurcan sus caminos hacia cualquier otro sitio, y él mismo se pierde en zigzag comp para ponerse en peligro.

Es extraño, pero a esta hora aquí no venden ni flores, y pasa el aire del metro como si fuera la única sustancia de este día de prisas. Una mujer espera un taxi, acaso gravemente atacada de claustrofobia, y abajo miran los periódicos aquellos que se han fabricado un lugar donde esperar que llegue por Fin el último tren de sus trasbordos.

Vida de trasbordos

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Es una vida hecha de trasbordos la que viven en la ciudad los que habitan lejos. Antes, cuando ir a pie era una cosa de provincias, los hombres se saludaban por la calle y se daban los buenos días como si intercambiaran pan tostado. Ahora el mundo es diferente y los saludos se mezclan con esta atmósfera de cruasán revenido que tiene el porvenir de la mañana.

Siempre, sin embargo, ocurren hechos estimulantes que hacen que la calle se anirrie a su manera: una chica de pelo largo y sedoso, acaso una Emy más despreocupada, ha salido a la calle con una minifalda de platino y va dotada de una mochila larguísima, llena de lentejuelas, que le llega justamente a las nalgas y se las golpea con parsirrionia y con detenirniento. Las conductores son como todo el mundo que ve estas cosas y todos le dicen algo desde las ventanillas de sus coches. Ella marcha tan campiante, como una metáfora de acera.

Poco a poco se van haciendo las nueve y media, y ya aquella atmósfera voraz del metro se apacigua y empiezan a entrar y salir estudiantes que llegan tarde, señoras de la limpieza y obreros que han hecho el turno de noche y ahora regresan a sus casas como sí les hubieran dado la vuelta al día.

Es un mundo de ida y vuelta que desde esta boca de olores tan diversos se ve como un paisaje que quedara al fondo de un túnel que una vez fue una ciudad con arbolitos.

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